una novela por entregas

La niña que leía sentada en el piso

(7ma parte)

Foto: marta toledo

Por la tarde faltó una paciente. A veces ocurre y, cuando ocurre, suelo aprovechar esa inesperada ausencia para dormir un rato o para leer o para pensar en nada. Esta vez no. Esta vez le ordené a L que entrara a la consulta. Entró, se sentó en el piso, cruzó las piernas y abrió el libro de Verne.

—No.

Le dije.

Enseguida le quité el libro de las manos, le alcancé el nuevo capítulo que había impreso la noche anterior y le pedí que por favor lo leyera para mí en voz alta.

Lo leyó.

Tomándose su tiempo, claro.

Y sin apuntarme con su dedo índice al terminar cada oración. Un gran logro de mi tratamiento: desaparecido el punto, desaparecía el gesto. Tampoco había extendido horizontalmente su dedo desde la boca a la hora de leer el único diálogo del capítulo. Me puse muy contenta, sin demostrárselo por supuesto. Sin embargo, la sonrisa en mi cara duró nada.

—¿Querés ser mi abuela?

Su pregunta me desarmó.

Corrí hasta donde estaba, la abracé y lloré más de lo que había llorado la otra abuela de L, la de la novela infantil, ante el retorno de su hija investigadora. Lloré, también, porque no habría posibilidad de ningún tratamiento. Ya no. Solo me quedaría ayudarla, como una buena abuela, como una madre, o como la nena lo decidiera, nunca como una terapeuta a su paciente. Había roto todos los encuadres. Una monumental contratransferencia. Pero, bueno, así se dieron las cosas y sospecho que, muchas veces, una abuela cariñosa puede ayudar a una nieta en problemas bastante más que cualquier psicoanalista.

⸺¿Cenamos en la luna?

El día había estado tan repleto de emociones que no me quedaban fuerzas para cocinar. Pedí una pizza y, cuando la trajeron, L descruzó sus piernas, se levantó del piso, dejó el libro de Verne sobre una silla, me tomó de la mano y me preguntó lo que me preguntó.

—Bueno.

Le contesté mientras escondía la cara tratando de que no notara que, por enésima vez, estaba a punto de lagrimear. Pero no. Igual se dio cuenta. Unos minutos más tarde, cuando subíamos hacia la terraza, me dijo que yo lloraba todavía un poco más que la abuela de la novela.

Comimos.

Y después nos tiramos sobre las baldosas.

En silencio. Yo, mirando la luna sin mirarla. En realidad, si estaba mirando algo lo hacía hacia mis adentros, pensando que me había convertido en abuela sin antes haber sido madre, que no sabía nada de lo que hacían las abuelas con sus nietas, que todo era muy extraño, que el único punto a mi favor consistía en que L tampoco sabía nada de abuelas, que debía tranquilizarme y no llorar a cada rato, que eso no estaba bien, de ningún modo estaba bien, que para cualquier nieta tener una abuela divertida y alegre seguramente era mucho mejor que sufrir a una abuela llorona.

L, en cambio, sí había estado todo el rato observando con atención la luna.

Fue fácil enterarme.

—Hoy está más pequeña.

Me comentó y entonces le expliqué que menguaba cada día hasta quedar completamente oscura en dos semanas y que, cuando ya no le quedaba nada de brillo, se la llamaba luna nueva.

⸺Ese día no subamos.

⸺¿Por qué?

⸺No la vamos a encontrar.

Lo primero es lo primero, repetía mi madre. Supongo que se refería a que debemos establecer un cierto orden de prioridades y que lo importante siempre tiene que ocupar un lugar privilegiado, un lugar por encima del resto de las cuestiones que nos ocupan. Hasta ayer, eso no me resultaba tan complicado: lo primero tenía que ver con revisar cómo estaba funcionando el método Delibes, el tratamiento que se me había ocurrido para el caso de L.

Pero L ya no es un caso.

L se ha convertido en una parte fundamental de mi vida. Alguien que me hace llorar a cada rato. Ahora mismo, por ejemplo. Todavía no me repongo de lo que acaba de ocurrir: fui hasta su habitación para ver si dormía y, cuando me estaba yendo, me dijo Hasta mañana, abuela.

Lo primero es lo primero.

Lo segundo, a bastante distancia, a millones de kilómetros de distancia, es que ya no me apunta con su dedo índice cuando termina las oraciones. El tratamiento comienza a surtir efecto. Y lo tercero o lo cuarto es que, apenas me seque las lágrimas, tengo que editar e imprimir el capítulo para mañana y también pasarlo a mi cuaderno. ¿Podré dormir?

 

Me pasó a buscar muy temprano Pero yo ya estaba lista Había agarrado la cantimplora verde y el sombrero y la mochila y la campera por si hacía frío y el jarro metálico amarillo con el borde negro que uso cuando salgo de campamento con la escuela Salimos de casa de la mano y de la mano tomamos el subterráneo e hicimos la combinación pertinente Todavía de la mano, y sin decirnos casi nada, subimos y bajamos del tren Cuando nos soltamos se produjo la primera sorpresa Quiero decir que no fuimos a sacar los boletos para la lancha colectiva como lo habíamos hecho con mis padres las otras veces que había ido al Tigre No La tía María me comunicó muy cerca del oído, provocándome las primeras y maravillosas cosquillas calentitas internas de ese sábado, que íbamos a ir hasta un galpón que quedaba del otro lado del puente, que ahí vivía, hacía de esto unos cuántos años, exactamente tantos años como le habían llevado sus largas investigaciones fuera del país, un viejito que alquilaba canoas Allá fuimos El viejito estaba Entonces le alquilamos una canoa canadiense azul y anaranjada con dos remos Uno largo de dos palas para ella y uno más corto, de una sola pala, para mí Llevamos entre los tres la canoa hasta el río y luego el señor me pidió que me sentara en el medio, que por favor tuviera cuidado, que le hiciera caso a las órdenes que desde atrás me diera la tía y que nos deseaba muy buen viaje Nos fuimos remando despacito, esquivando lanchas y botes Después cruzamos un río demasiado ancho para mi gusto y enseguida nos metimos en uno más angosto y sin olas, lleno de árboles a los costados Muchísimo más lindo La tía contaba que ese árbol alto y verde oscuro de la derecha era una casuarina y aquel que estaba detrás y era un poco más gordo y sus hojas parecían pinches se llamaba araucaria y que no eran árboles naturales del delta, que los plantaba la gente porque les gustaban, que los que estaban a la izquierda, en cambio, esos más petisos y con flores rojas, se llamaban ceibos y que los ceibos sí eran propios de la zona Yo la escuchaba pero no la veía Y como solo la escuchaba y no la veía, se me volvió a llenar la nuca de cosquillas calentitas
 

L no es la misma niña que entró una tarde a mi consultorio con su madre. Día a día, sus cambios me sorprenden. Y no tienen que ver con la terapia. ¿Cuál terapia? Además de nuestros viajes a la luna, ya no tengo que rogarle cuatro o cinco veces las cosas para que las haga. Incluso, como ocurrió esta mañana, ni siquiera tuve que ir hasta su habitación a despertarla: apareció en la cocina vestida, con la cara lavada, sin libros en sus manos y con ganas de desayunar.

Le calenté una taza de leche.

Y cuando me di la vuelta para llevársela hasta su rincón en el piso, me la encontré sentada en la otra silla que hay junto a la mesa de la cocina, la silla que usaba Emilio.

Cambios.

Del más trascendental de la mañana, sin embargo, recién me anoticié cuando llegamos al consultorio. L no había traído a Verne, solo tenía las páginas impresas de la novela de la señora Guerrico y le pedía a mi secretaria una carpeta de cartulina para guardarlas. Una vez que la consiguió, metió las hojas dentro, se dio la vuelta y me rogó que le pasara el capítulo nuevo, por favor, que no quería esperar hasta la noche.

Tuve que entregárselo.

No me dejó otra opción.

Lo agarró, se acercó nuevamente hasta donde estaba mi secretaria y le pidió prestada la engrapadora. Enseguida se sentó en el piso, cruzó las piernas, se tomó algún tiempo para colocar las hojas en riguroso orden, comenzó a abrocharlas y yo me fui a atender a la primera paciente. 

 

Esta noche cociné. Aunque estaba cansada y no tenía ganas, cociné, no puedo darle de comer siempre pizza. L no corrió a encerrarse en la habitación, me pidió un lápiz y se quedó conmigo, sentada en la silla de Emilio. Luego, mientras cenábamos, me dijo que le gustaría que un día la llevara a remar al delta. Le respondí que no sabía remar, que nunca lo había hecho, que le tenía un poco de miedo al agua, pero que podía llevarla a pasear por el delta en una lancha colectiva, que era un viaje muy lindo y que también podíamos parar en algún recreo y hacer un picnic, algo parecido a lo que habíamos hecho anoche en la terraza de la luna.

—Bueno.

Dijo Bueno sin el gesto de su dedo índice izquierdo dibujando una corta línea desde sus labios. Tampoco me apuntó al terminar de pronunciar la palabra. Evidentemente, el tratamiento que había imaginado comenzaba a dar resultado.

Feliz al descubrir los avances de la nena, la invité a mudarnos a la luna.

Pero no quiso.

Y enseguida me explicó las razones de su negativa. Lentamente, reconoció que si subíamos a la terraza le iba a costar pedirme lo que necesitaba pedirme, que la luna la distraía, que mirándola no podía dejar de pensar en cómo se podía construir una nave que la llevara hasta ella; que prefería decirme lo que tenía que decirme ahí en la cocina, que le sería más fácil y que arriba, en la oscuridad, no podría ver mi cara cuando ella me planteara lo que iba a plantearme.

Me quedé helada.

No supe qué responder.

Y entonces L aprovechó mi desconcierto para alcanzarme la carpeta de cartulina que le había pedido a mi secretaria.

La sorpresa fue mayúscula.

En lápiz, sobre la portada, le había cambiado el título a la novela de Abela Guerrico: Abuela hay una sola.

A la sorpresa le siguió la perplejidad. El título no era lo único que quería modificar de la novela. No. Lo que más le importaba radicaba en que volviera a aparecer la abuela. Me explicó que no tenía ninguna tía y sí tenía una abuela y que, entonces, ya que yo estaba escribiendo la novela, no me costaría demasiado terminar de una vez por todas con esa tía y hacer que la abuela se convirtiera en la protagonista.

Todo eso me pidió.

Y no podía contarle mi mentira.

No podía reconocer que no estaba escribiendo ninguna novela, que solo estaba copiando, con algunos cambios menores, la novela de Abela Guerrico.

No podía.

Y, como no podía, ahora que L acaba de irse a dormir, tendré que ponerme a imaginar cómo hago para que la abuela vuelva a la historia.

Difícil ser escritora.

Bastante más difícil que ser terapeuta.

 

Continúa la 8va parte

Sábado 19 de octubre