una novela por entregas

La niña que leía sentada en el piso

(15a parte)

Foto: MARTA TOLEDO

En las cuestiones humanas la eternidad nunca es para siempre. Por fortuna. Entonces, en algún momento de la tarde imposible de precisar, salí del encierro desde la misma facilidad con la que había ingresado. Quiero decir que, de repente, volvió a aparecer la niña ante mis ojos. Ahí, a un par de metros de distancia, sentada en el suelo y con las piernas en cruz.

Por eso.

Porque me di cuenta de que algo tenía que hacer, la tomé de un brazo, la levanté al mejor estilo Paloma y la arrastré hasta uno de los extremos del subibaja. Después le quité la carpeta, la metí dentro de mi bolso, caminé hacia el otro extremo, me aferré a la agarradera, pasé una de mis piernas por encima del tablón y esperé.

Me arriesgué.

Lo sé.

L podría no haber reaccionado. Pero lo cierto es que reaccionó. De inmediato, tomó la agarradera de su lado y pasó una pierna por encima del tablón. Enseguida, utilicé mi peso para llegar hasta el suelo. Ella quedó bien arriba. Sin embargo, no se asustó. Muy por el contrario, lanzó una carcajada gloriosa.

Su risa me hizo reír.

Tanto que olvidé instantáneamente todas mis preocupaciones.

Aunque, claro, lo único importante del asunto fue que ella también olvidó su retroceso. Entre risas, me preguntó de un tirón, sin los acostumbrados gestos de sus manos o de sus brazos y desde el cielo, cómo íbamos a hacer para que ella pudiera retornar con éxito a la tierra.

Y no fue tan difícil.

Alcanzó con que yo levantara lentamente mi cuerpo.

 

Luego del subibaja, también jugamos un rato en una suerte de calesita que giraba a partir de una manija central que entre las dos debíamos traccionar. Nos reímos montón. Hasta que nos mareamos y decidimos que ya estaba bien, que era hora de volver a casa. Cuando llegamos, la niña me informó que iba a leer en la habitación, que quería leer toda la novela otra vez y que yo, mientras tanto, aprovechara para escribirle un nuevo capítulo.

Ella hizo su parte.

Pero yo no.

Antes debía escribir lo ocurrido durante el día. Y evidentemente, el tiempo no me alcanzó. Recién apareció L en la puerta de la cocina reclamando que tenía hambre y el capítulo nuevo. Le mentí que no había podido hacerlo, que la historia estaba finalizando, que tenía que pensar muy bien cómo iba a terminarla, que ya mismo preparaba unos espaguetis, que eso era mucho más fácil y que, después de cenar, lo escribía.

 

L acaba de irse a dormir. Hablamos bastante durante la cena. Entiende casi todo lo que le digo, solo en contadas oportunidades me pide que le repita algo. Y ella habla de corrido. Solo a veces, también, se traba y separa las palabras. Pero no hace ningún gesto ni ningún ademán. De lo que hablamos, lo más sobresaliente, lejos, resultó un pedido que me hizo. Me reclamó, no una sino varias veces, que por favor intentara introducir algún subibaja en el final de la novela.

No se lo prometí.

Solamente le respondí que iba a intentarlo.

Trato de pensar en el asunto. Aunque lo cierto es que la cabeza se me escapa hacia cualquier otro lado. Por ejemplo, ahora mismo, pienso en Emilio y el Quijote. Me costó convencerlo de que lo leyera. Lo empezaba y a las pocas páginas lo dejaba. Repetía que se aburría, que la lengua en la que estaba escrito lo expulsaba. Sin embargo, como sabía de mi profundo amor por Cervantes, al cabo de los años logró leerlo. Un acto enorme de amor hacia mí. De todas maneras, recuerdo perfectamente que una noche me reconoció que lo que se había salteado eran las historias intercaladas, que no tenían nada que ver con la novela, que me pedía mil disculpas, que su esfuerzo había tenido ese límite.

Trato de pensar en el asunto de la introducción del subibaja en el final de la novela que alguna vez fue de Abela Guerrico.

Pero aparece Emilio y su lectura del Quijote.

Y la inmediata pregunta de hasta dónde una historia intercalada no cuenta de otro modo o no aporta algo fundamental a la historia principal de aquello que estamos leyendo. O, dicho de otra manera: hasta dónde la introducción de un subibaja en un inminente viaje a la luna es solo un intercalado sin sentido.

No lo sé.

Tampoco creo que sea el momento indicado para resolver una cuestión tan espinosa. Es muy tarde. Ya es hora de escribir lo que tengo que escribir y dejar de dar vueltas por mis recuerdos para no hacerlo.

 

PorFinLlegóLaNocheDeNuestroViajeALaLunaNoSéCualDeLosTresEstabaMásNerviosoElAbueloEmilioCasiTartamudeabaMientrasNosDecíaQueTeníaTodoListoLaAbuelaCaminóElTrayectoQueSeparabaLaCasaDeLaNaveMirandoHaciaElSueloSinDecirPalabraYYoNoPodíaPararDeReírMientrasAlumbrabaNuestrosPasosConLaLinternaMásPotenteQueEmilioHabíaConseguidoEnElContinente

AhoraPasámela

MePidióLaLinternaElAbueloApenasArribamosAlClaroDelMonteEnDondeSeEncontrabaLaNave

EsperáUnPoco

LeRespondíMientrasEnfocabaLosAlrededoresNoQueríaPerdermeNingúnDetalleDeLoQueHabíaHecho

Dale

VolvióAPedirmeLaLinternaYYoSeLaEntreguéNoHacíaFaltaMirarMuchoMásYaHabíaVistoTodoElLanchónPlateadoYacíaInclinadoSobreUnSubibajaGiganteHabíaDosAlmohadonesParaQueNosSentáramosEnElExtremoDelLanchónQueHabíaQuedadoContraElSueloUnaCuerdaColgandoDelOtroExtremoYUnVentiladorDeTechoJuntoAUnaBateríaEnElCentroDeLaNave

AhoraTomáElTeléfonoLPorAcáVoyADarlesLasInstruccionesDuranteElViaje

Podría haber terminado la novela, faltaba nada. Aunque preferí no hacerlo. Mañana será domingo, el día de mi siesta semanal. Y un capítulo, sobre todo si se trata del capítulo final, es una recompensa que L solo obtendrá si me permite dormirla.

Estrategias de convivencia.

Trucos.

Pero ya está. Fue un día muy largo. Demasiado largo. Otro más. Con sus subidas y sus bajadas. Es hora de descansar, creo que lo merezco.

 

Mi madre murió hace un par de años. Muy viejita. Había perdido paulatinamente la memoria. Y las palabras. Sobre todo, había perdido las palabras. Las buscaba, se ponía muy nerviosa, pero por más que lo intentara, no las encontraba. Le encantaba el pan dulce. Desde siempre. Bastante más que las navidades. La navidad era una excusa para comer pan dulce, no mucho más. Y se quejaba, se la pasaba quejándose, de que no se hornearan panes dulces durante el resto del año. Una navidad le conseguí un pan dulce exquisito, repleto de avellanas, frutos secos y coronado con higos y cerezas. Una delicia incluso para mí, que nunca había participado del gusto por el pan dulce de mi madre. A las pocas semanas cumplía noventa años y me pidió que por favor le llevara uno. Le respondí que lo intentaría, que no sabía si todavía los preparaban durante los últimos días de enero.

Por suerte, se lo conseguí.

Aunque lo que me importa de este recuerdo es otra cuestión.

Cuando me lo pidió, no lo llamó pan dulce, lo llamó torta. Había perdido hasta las palabras que nombraban las cosas que más quería o que más le gustaban. Un horror que en el momento me dejó muy triste. Ahora, esta mañana, al rato de despertarme en medio de una catarata de besos que me propinó L con la única intención de que le entregara el nuevo capítulo, pienso otra cosa. Si bien las palabras se le escondían, no se le escondía el deseo. Mi madre recordaba perfectamente que tenía ganas de volver a comer esa torta, el deseo de comerse esas palabras que ya no encontraba.

Me despertó el deseo de L.

Sus ganas.

Un recuerdo que jamás se me borrará de la memoria. Puede que dentro de algún tiempo mi diccionario vaya adelgazando como le ocurrió a mi madre. Puede que entonces no encuentre las palabras para recordarlo, pero nunca, nunca, olvidaré el momento. Los tesoros verdaderos no se pierden, se quedan por ahí, no les importan la exactitud de las palabras que los nombran.

Estoy desayunando sola. Llamé a la niña un par de veces. Pero no vino. Fui hasta la habitación a buscarla. Y tampoco me hizo caso. Está entusiasmada con la lectura, así que la dejé. También yo estoy entusiasmada. Aquel recuerdo del pan dulce me llevó a recordar otras anécdotas con mi madre. Y una, en especial, creo que acaba de salvarme el día. O la vida.

Es domingo.

Y mañana será el lunes del retorno de Paloma.

Quiero disfrutar de L. Por tal motivo, no pienso llevarla al restaurante de siempre ni a ningún otro para que algo le haga daño y todo el esfuerzo de estas semanas se vaya al cuerno. Tendré que cocinar, con lo poco que me gusta. Y ahí, entre los recuerdos y mi necesidad de cocinar a pesar del disgusto que me provoca la tarea, fue que recordé la anécdota que espero me salve el día o la vida.

La torre de panqueques.

Una de las escasas especialidades de mi madre.

A ella tampoco le encantaba la cocina. Aunque le gustaba lucirse cuando llegaban invitados. Y el modo de ese lucimiento tomaba siempre la misma forma: la torre de panqueques. Por supuesto, cuando llevé a Emilio por primera vez a su casa, preparó la bendita torre. Emilio, el muchacho tímido, el muchacho de pocas palabras, no podía dejar de comerla entre exclamaciones diversas que aludían al placer y al agradecimiento hacia la cocinera. Al día siguiente, yo hacía rato que vivía sola, mi madre se me apareció con un bolso en donde guardaba lo necesario para enseñarme a preparar los panqueques. Afirmó a los gritos que era imprescindible que aprendiera a hacerlos, que los panqueques serían fundamentales para el éxito de mi relación con ese muchacho tan encantador.

Me enseñó.

Y, al poco tiempo, yo le enseñé a Emilio.

Al final, terminó siendo él quien los preparaba, quien más hizo, en algún sentido, por el éxito de nuestra relación.

Hoy voy a prepararle la torre a L. También a enseñarle a hacer los panqueques. Puede resultarle divertido. Y quizá, también, se constituya en algo importante para el futuro, si es que lo hay, de nuestra relación.

Antes.

Ahora mismo.

Voy a escribir el capítulo final de la novela. Para tenerlo listo cuando terminemos de almorzar, entregárselo y que jure que me dejará dormir la siesta más larga de la historia.

PaulaYYoNosSentamosSobreLosAlmohadonesElAbueloNosColocóUnaVendaSobreLosOjosParaQueNoNosMareáramosDuranteElViajeEnchufóElVentiladorALaBateríaApagóLaLinternaYYaPorElTeléfonoQueMeHabíaEntregadoComenzóLaCuentaRegresivaParaElDespegue

Cinco

Cuatro

Tres

Dos

Uno

Cero

EnseguidaLaNaveSeLevantóPorElAireYALosPocosSegundosElAbueloAvisóQueNoEstábamosLejosDeLaLunaPeroQueTendríamosTurbulenciasPeligrosasQueTranquilasQuePorFavorNosCuidáramos

Sujétense

LaAbuelaPaulaMeTomóDeLaManoConFuerzaJustoAntesDeQueLaNaveSubieraYBajaraMuyRápidoUnParDeVeces

EsoFueTodoYaPasaronLasTurbulenciasEnAproximadamenteUnMinutoEstaránAlunizandoAgárrenseBienElGolpePuedeSerViolento

EnseguidaElAbueloComenzóUnaNuevaCuentaRegresiva

Cinco

Cuatro

Tres

Dos

Uno

Cero

EfectivamenteElAlunizajeFueViolentoSeVeQueEmilioSoltóSinMiramientosSuExtremoDelSubibajaDebajoDelLanchónCuandoEstábamosBienAltoAlTiempoQueDesenchufabaElVentiladorDeInmediatoNosDioLasIndicacionesDeLoQueTeníamosQueHacerPorElTeléfono

BienvenidasALaLunaAhoraQuítenseLaVendaDeLosOjosYBajenPorElLadoContrarioAlQueSubieronSoloPuedenCaminarTresOCuatroPasosLaNaveEstáDiseñadaParaRegresarALaTierraEnPocosSegundosCuandoEscuchenOtraVezElSonidoDeLaHélicePorFavorVuelvanRápidoASusLugaresNoQuieroQueNadieSeQuedeParaSiempreAVivirEnLaLuna

YoBajéPrimeraYLuegoAyudéALaAbuelaNoSeVeíaNadaHabíamosArribadoEnLunaNuevaPeroLaSorpresaFueQueNoHabíaPastoEnElSueloLunarHabíaArenaYApenasDimosTresOCuatroPasosLaHéliceVolvióAEncenderseSeMeOcurreQueQuizáEmilioNoHabíaPodidoConseguirDemasiadaArenaEnLosAlrededoresEntoncesElAbueloNosPidióQueVolviéramosRápidoANuestrosAsientosYQueNosPusiésemosOtraVezLasVendasEnLosOjosQueHabíaQueDespegarYaMismoQueSiLaNaveSeQuedabaSinCombustibleJamásPodríamosRetornarALaTierra

AyudéAPaulaASubirYDespuésSubíYo

Cinco

Cuatro

Tres

Dos

Uno

Cero

AvisóElAbueloPorTeléfonoYEnseguidaDespegamosTambiénHuboTurbulenciasDuranteLaVueltaInclusoMásQueALaIdaUnosSegundosDespuésElVentiladorHéliceDejóDeFuncionarYElAterrizajeFueTodavíaUnPocoMásViolentoQueElAlunizaje

BienvenidasALaTierra

NosGritóElAbueloYaConLalinternaOtraVezEncendidaBajamosNosAbrazamosLaAbuelaSeLargóALlorarElAbueloLaConsolóYFelicesVolvimosCaminandoTomadosDeLasManosHaciaLaCasa

ElAmorEsUnaFábricaDeMilagros

DijoPaula

ElAbueloEstuvoDeAcuerdo

YYoTambién
 

Continúa la 16ª parte

Sábado 14 de diciembre