una novela por entregas

La niña que leía sentada en el piso

(6ta parte)

Foto: marta toledo

Apenas llegar al consultorio, le pedí a Carla que cuando saliera a comprarle a la niña algo para comer, fuera hasta la biblioteca, pidiera prestada alguna novela infantil y, de paso, se fijara si Paloma ya estaba de vuelta de sus vacaciones.

Ni noticia de Paloma.

Me trajo una novelita que le recomendó la chica que la reemplaza.

Tía hay una sola, de una tal Abela Guerrico. Se lee rápido, por suerte acabo de terminar de leer el primer capítulo y podré irme a dormir. No tiene nada que ver con Stevenson o con Verne, pero, bueno, nunca antes había leído novelas para chicos, quizá sean así, medio tontas, medio superficiales. No obstante, creo que su sencillez puede servir a mis intereses, no será tan difícil operar algunos cambios en ella.

Estoy muerta de sueño.

Pero todavía tengo trabajo por delante, transcribir el capítulo, hacerle algunas pequeñas modificaciones, imprimirla y, después, pasarla al cuaderno.

Abela.

No sabía que existía tal nombre.

 

Mamá estaba un poco alterada aquella tarde O bastante No sé muy bien Como casi siempre que tenemos que prepararnos, en poco tiempo, para hacer algo fuera de casa Que bañate, que terminá de bañarte de una buena vez, que vestite, que ponete las zapatillas, que atate los cordones, que peinate, que esto, que lo otro y lo de más allá Así que me bañé tan rápido como pude 

Tan ligero que ella ni siquiera tuvo oportunidad de investigar, como suele hacerlo, si en efecto había utilizado o no el jabón que está ahí en la jabonera precisamente para eso Cuando quiso acordarse, yo ya estaba en mi habitación poniéndome las medias azules con rombos grises, las nuevas, y no me costó casi nada mentirle que sí, que por supuesto me había enjabonado hasta las orejas y, enseguida, preguntarle si ella estaba de acuerdo en que me pusiera la remera azul y el pantalón que me había regalado la abuela o si, en cambio, prefería que me pusiera un vestido

—Está bien, ponete lo que quieras Pero rápido, linda, vamos a llegar tarde

Y me apuré otra vez Me apuré tanto que incluso tuve que esperarla a ella un rato largo Exactamente hasta el instante en que terminó de arreglarse y de pintarse y de peinarse y de mirarse un montón al espejo y de hacer todas esas cosas que se le ocurren hacer a mi mamá justo cuando tenemos que salir

—Vamos a lo de la abuela

Me informó cuando ya estábamos sentadas en el colectivo

—Bueno

Le contesté casi mecánicamente porque estaba segura de que íbamos a lo de la abuela: habíamos tomado el colectivo que siempre tomamos para ir a lo de la abuela Lo que en realidad me intrigaba no era hacia dónde íbamos sino a qué cosa tan importante era a la que íbamos a casa de la abuela No era ni su cumpleaños ni el del abuelo, eso yo lo sabía Pero claro, este asunto no era tan sencillo como el jabonoso asunto del baño Quiero decir que era más delicado y que en estos casos no tenía que apurarme, para estos casos menos sencillos, lo más conveniente era armarse de alguna paciencia Saber esperar Porque, como repite siempre papá: Dale tiempo, L, a la larga o a la corta, mamá termina contándote todo Y esta vez fue a la corta, apenas una o dos paradas después

—Vuelve la tía María de Sudáfrica y los abuelos le hacen una fiesta de bienvenida Va a estar toda la familia Portate bien, hija, por favor

La tía María se había ido cuando yo era una bebé Eso me lo contaron mis padres, claro, yo, por supuesto, no me acuerdo de nada Se había ido, por lo que me habían dicho, a investigar a los Estados Unidos de América pero, desde allí, había seguido viaje a Finlandia y después a Armenia Y hace mucho, como dos años por lo menos, habíamos recibido una postal llena de jirafas que nos avisó a todos que, esta vez, sus investigaciones se habían mudado hacia el sur del África 

La tía María En realidad, no la conocía Pero tenía unas ganas casi inexplicables de llegar cuanto antes a la casa de la abuela

 

Estuve muy ansiosa todo el día. Me costaba escuchar a los pacientes, seguirles el hilo de lo que me contaban. Un desastre. Por la mañana, había decidido que le daría a la niña el primer capítulo de la novela cuando volviéramos a casa. Recién ahí y no antes. 

Si se lo daba antes, corría el riesgo de que ella olvidara lo que había leído y entonces mi idea perdería su potencial. Esperar. Fue un día de esperar a que finalmente llegara el momento de poner en práctica el comienzo del tratamiento que se me había ocurrido. Un día en blanco, repleto de dudas.

¿Ella aceptaría leerla?

Y si aceptaba, ¿le gustaría que la protagonista llevara su nombre?

Además de cambiarle el nombre a la protagonista por el de ella, le había quitado todos los puntos al texto. Ni siquiera había dejado el punto del final, como Delibes. ¿Podría L llevar adelante la lectura de un texto que no respetaba la puntuación convencional?

No lo sé.

Todavía no lo sé.

Un día de espera que parece haber empezado a terminar. Por lo pronto, ya tengo la primera de las respuestas. Le mentí que estaba escribiendo una novela, Tía hay una sola, y que me encantaría conocer su opinión acerca de ella, saber si le gustaba o si le parecía una tontería. Aceptó. Y no solo aceptó. Se fue corriendo a leer las páginas que le entregué al piso de su habitación.

Trato de cocinar en el mientras tanto.

Trato.

Pero me cuesta.

Tendría que haber pedido una pizza. Las esperas solo suelen engendrar nuevas esperas.

 

Cenamos en silencio. Un silencio que de mi lado se parecía demasiado a la desesperación. Pero no podía preguntarle, no podía obligarla, no era conveniente. Tenía que continuar con la espera hasta que a ella se le ocurriera hablar. 

Y ocurrió.

—¿Vamos a la luna?

Hizo el gesto de mover el dedo índice de la mano izquierda cerca de su boca y, en sus tiempos, me hizo esa pregunta que, más que una pregunta era una invitación a la que no podía negarme.

—Vamos.

Nos tiramos sobre las baldosas frías de la terraza. La luna había comenzado a menguar. Apenas. Pero ella lo notó. Y se largó a hablar como nunca antes lo había hecho. Tomándose su tiempo entre palabra y palabra, por supuesto. Me dijo que, de viajar en una nave hasta allá, le gustaría descender sobre la parte que hoy ya no se veía, que desde ahí podría ver la parte brillante, que le encantaría tirarse a mirar lo brillante desde tan cerca, porque, claro, si estacionaba su nave en la parte luminosa, tendría que cerrar los ojos y entonces no vería nada de ese brillo; que para qué hacer semejante viaje y luego perderse lo mejor. Le recordé que anoche había cerrado los ojos y me aclaró que los había cerrado después de tenerlos abiertos, que en la región brillante de la luna no podría abrirlos, que tanta luz la cegaría. Al rato, me preguntó si la luna de Verne era la misma luna de ella. Le respondí que en parte sí y en parte no, que cada persona miraba lo que miraba, que todos éramos diferentes y, al ser diferentes, podíamos encontrar distintas cosas en lo mismo.

—¿Lo mismo no es lo mismo?

—No.

—Me alegro.

La verdad es que no entendí su alegría, por eso tuve que preguntarle el motivo de su afirmación. Porque yo no soy la protagonista de tu novela, es otra nena, una que lleva el mismo nombre pero que no se me parece en nada; no tengo una tía, no tengo un padre, ni nunca fui a visitar a mis abuelos, me respondió.

Me quedé callada.

No sabía qué decirle.

Después bajamos y, esta vez sin que tuviera que pedírselo, se fue solita a dormir. Todavía estoy reflexionando acerca de nuestra charla.

Habló y habló.

Se abrió.

Me contó cosas importantes.

Y, por cierto, si bien lo hizo con la lentitud de siempre y sus manos gesticularon como sucede habitualmente, no me apuntó tanto al terminar las oraciones. Editaré, imprimiré, luego pasaré al cuaderno el segundo capítulo y seguiré intentándolo. Aunque no haya dicho expresamente que le gustó la novela, lo cierto es que la hizo pensar, que la leyó atentamente. Con eso me alcanza. 

 

No había globos ni serpentinas ni guirnaldas ni música ni sorpresas Se trataba, por lo tanto, de una de esas típicas fiestas de adultos Me preparé cómodamente, entonces, para aburrirme a lo grande cerca de la jarra más alta de jugo de naranja que había preparado la abuela Pero, si tengo que ser sincera, debo confesar que no me aburrí No Estaban todos Además de los abuelos y de mis padres, estaban también los tíos de Rosario con sus hijas, mis primas rosarinas Esas primas que me llevan tantos años que cuesta creer que sean primas Las conversaciones giraban en torno a la alegría de la familia por el retorno de la tía investigadora Que qué suerte, que ojalá le fuera bien acá con sus investigaciones así no tenía que volverse a ir, que quizás esta vez por fin encontrara a un hombre tan loco o tan investigador como ella y se casara, que menos mal que no lo había encontrado en Estados Unidos o en Finlandia o en Armenia o en Sudáfrica que quedaban tan lejos, que etcéteras parecidos La abuela tenía los ojos vidriosos desde que me llenó el primer vaso de jugo y me alcanzó el plato con las papas fritas No me pareció nada raro que, entonces, cuando al rato llegó la tía María a la fiesta, se largara a llorar aún más fuerte que mientras mira, a la tarde, las novelas por televisión La tía era linda Tenía los ojos grandes y me miraba enormemente a la cara Sin el miedo o la vergüenza que a veces tienen los mayores cuando miran a un chico o a una chica Y enseguida nos pidió a todos que la disculpáramos por la tardanza, que había ido a ver una casita en Flores, que le había gustado, que la iba a alquilar.

Después se vino a sentar conmigo Y, cosa extraña tratándose de una persona adulta, no me hizo ninguna pregunta Ninguna Me contó que era muy parecida a como ella me había imaginado y después me acarició el pelo de forma que me hizo sentir un montón de cosquillas internas cerca de la nuca Unas cosquillas calentitas, tranquilas, pero que no me hacían reír quizá porque salían desde adentro, no sé

El sábado nos vamos al Tigre

Me informó casi inmediatamente a continuación

El sábado nos vamos al Tigre

Acepté yo, gustosa, rodeada de cosquillas calentitas y tranquilas, pensando que qué lástima que recién fuera miércoles y tratando de imaginar cómo iba a hacer para sobrevivir tantos días sin esas cosquillas que no me hacían reír

Pero, bueno, como repite siempre mi papá: todo llega en la vida Y debo reconocer que tiene razón, que, incluso, hasta llegan los sábados aparentemente más lejanos de la vida

 

Mientras pasaba al cuaderno la edición que hice del segundo capítulo de la novela infantil, me di cuenta de que el Quijote siempre aparece. Lo quiera una o no lo quiera. ¿Acaso no empieza a parecerse Tía hay una sola a El curioso impertinente u a otra cualquiera de las muchas historias intercaladas que Cervantes incluyó en la primera parte del libro?

Salvando las distancias, claro está.

Aunque no tenga nada contra Abela Guerrico y me encante su nombre, Cervantes es Cervantes.

Igual, ya es muy tarde. No estoy para este tipo de disquisiciones literarias. Necesito imperiosamente cerrar el cuaderno y los ojos. Dormir.

Dormir montón. Mi cabeza está a punto de estallar en mil pedazos.

 

Continúa la 7ma parte

Sábado 12 de octubre