Dependencia

El espejismo de la conexión perpetua

En camino. “La tecnología nos mantiene vinculados y, al mismo tiempo, profundamente solos”. Foto: AFP

Hace unos días, recibí una llamada de un amigo de la vida. No fue la charla lo que me sorprendió, sino que alguien decidiera llamar en lugar de avisar previamente por mensaje. En un tiempo donde la comunicación parece girar en torno a la inmediatez, el acto de escuchar una voz se siente a veces anticuado. Esto me llevó a pensar sobre la idea de “estar conectados”, un concepto que hemos transformado en algo omnipresente y, sin embargo, vacío.

La conexión perpetua es un espejismo. Nos sentimos atrapados en interacciones que prometen contacto, pero lo que realmente ofrecen es distancia disfrazada de cercanía. La tecnología nos mantiene vinculados y, al mismo tiempo, profundamente solos. Nos ofrece acceso ilimitado a conversaciones, pero rara vez a profundidad. Esta promesa de disponibilidad continua, como si estar siempre “en línea” reemplazara la necesidad de ser genuinamente presentes, es una trampa en la que muchos hemos caído y caemos.

La conexión perpetua ofrece un simulacro de intimidad. Nos acostumbramos a la inmediatez y, en ese proceso, eliminamos la pausa necesaria para pensar. Las conversaciones profundas requieren tiempo, incomodidad, silencio. Pero, en un mundo que nos exige respuestas inmediatas, hemos perdido la capacidad de habitar el vacío que precede a una respuesta genuina.

Estar disponibles las 24 horas no significa estar conectados emocionalmente

La conexión perpetua también trae la ilusión de control. Al estar siempre disponibles, creemos que somos los arquitectos de nuestras relaciones. Decidimos cuándo hablar, cuándo responder, cuándo “dejarnos en visto”. Esta capacidad de modular el flujo de interacción crea relaciones sin espontaneidad ni vulnerabilidad. Controlar cuándo interactuamos se convierte en una estrategia para evitar los riesgos emocionales de las relaciones.

Mientras más conectados nos sentimos, más artificiales se vuelven nuestras interacciones. Estar siempre disponibles elimina la anticipación, el misterio y el deseo. La espera, que tradicionalmente ha alimentado las relaciones, desaparece. La conexión perpetua impide que los vínculos maduren.

Este espejismo también afecta nuestra relación con nosotros mismos. La soledad, que debería ser un espacio para la introspección, fue ocupada por el ruido digital. Nos hemos vuelto incapaces muchas veces de estar solos con nuestras ideas, de enfrentarnos a nuestros propios silencios.

La hiperinflación de la identidad digital

No estoy en contra de la tecnología. El problema no es la herramienta, sino el uso indiscriminado que hacemos de ella. La conexión perpetua es una opción, no una obligación. Sin embargo, hemos convertido esta elección en una norma. Y en ese proceso, hemos sacrificado la vulnerabilidad y la profundidad que son esenciales para cualquier relación significativa.

La verdadera conexión no se mide en la cantidad de mensajes enviados, sino en la calidad de las conversaciones. Estar disponibles las 24 horas no significa estar conectados emocionalmente. La constante exposición a estímulos digitales solo ha contribuido a nuestra desconexión interna.

La solución no es desconectarse radicalmente, sino aprender a habitar tanto los espacios digitales como los físicos con conciencia. El verdadero acto de conexión en este mundo hiperconectado sea aprender a desconectar de vez en cuando. En esa pausa entre una notificación y otra, reside la posibilidad de reconectar no solo con los demás, sino con nosotros mismos.

*Autor y divulgador. Especialista en tecnologías emergentes.