Ecos de una despedida

Beatriz Sarlo

Beatriz. Nos traía “un entusiasmo por el pensamiento y la creación”. Foto: Néstor Grassi

Era 1978. Entré en la librería Hernández a comprar un libro de poesía y el Flaco Pineda me encomendó una revista subte, de arte y cultura, llamada Nova Arte y me dijo: “el que está en el banquito en la entrada es el director, decile que te la llevás”. Era Enrique Zattara, y entré a formar parte del consejo de redacción de la revista y de un grupo de estudio que daba Beatriz Sarlo. El término es exacto, preciso: nos daba, y mucho. Éramos unos cinco: Enrique, Laura Ripossio, Jorge Warley, Carlos Mangone y yo. Muy jóvenes todos, Beatriz también. Año 1978: cualquier reunión, cualquier juntada de más de dos personas, peor si jóvenes y con libros, resultaba subversiva. Yo ocupaba una buhardilla con una amiga, en Caseros y Chacabuco, en la terraza de un hotel de pasajeros de Constitución, a la que se llegaba por una escalera que piso tras piso se hacía cada vez más angosta y cada vez más invadida por olores a guisos incognoscibles. Era una especie de invernadero con los vidrios del techo bastante rotos, un silencio benévolo y vecinos indiferentes. El curso pasó a La Cúpula, como la llamábamos, excepto cuando llovía, que nos mudábamos a un inverosímil bar que estaba en esa misma cuadra, con paredes de adobe todas pintadas de blanco, que me da la sensación de que dejó de existir cuando se disolvió el grupo unos años después y ya no fuimos más.

Beatriz no sólo nos traía a Barthes y a Raymond Williams, a Mukarovsky y a Bajtin, a Angel Rama y a Jaime Rest. Nos traía un mundo que tal vez ya estaba en extinción, una tradición que sigo amando, una incomodidad política que dejaba lánguidos los discursos de barricada, un entusiasmo por el pensamiento y la creación (que encarnaba, ¿cómo decirlo?, cierta eficaz y clandestina forma de hacer justicia) que no volvió a florecer de esa manera al terminar la dictadura –ni siquiera en los intelectuales que la habían mantenido viva–.

Nos quedábamos conversando, después del curso. Van dos o tres anécdotas de esta relación con Beatriz en una época que fue tan infausta como vital y que, por esas líneas tangenciales que por lo general son más poderosas que las temáticamente “importantes”, incidieron en mi vida y me acompañan desde entonces y para siempre. La primera, su intervención cuando alguien del grupo me “acusó” de “formalista” porque yo no recordaba la trama argumental de la película que había visto el día anterior –y esta breve referencia me exonera de intentar rescatar del olvido qué fue lo que dijo Beatriz en ese momento–. Otra, cuando le pasé las copias de mi primer libro de poemas y días después nos encontramos en un bar en la calle Corrientes y me preguntó, con una curiosidad alerta, concernida: “¿vos leés a Milosz, a Paul Celan? Parecen ser tus influencias”. No conocía a ninguno de los dos, corrí a buscarlos y al leerlos, cundió en mí el agradecimiento por haberlos acercado a mi vida. También, y no menor, una fuerte y humilde oleada de aliento (no importa que ese libro, pese a esta y otras lecturas que me impulsaban a publicarlo, decidí dejarlo sin). Pocos años más tarde, serían finales del 83 o principios del 84, le pasé, para ver qué le parecía, un ensayito llamado “Un no de claridad”, que habíamos escrito con otra poeta, Silvia Bonzini, preguntándonos sobre la existencia o no de una “escritura femenina” en la poesía argentina. A la semana me llamó pidiéndome permiso para publicarlo en Punto de Vista.

De algún modo inexplicable, el aliento está despegado del porvenir. Hará un mes leí la nota de despedida, homenaje y carta póstuma que escribió Horacio Tarcus a Juan José Sebreli y le dije: “esto que vos contás es análogo al efecto que a mí me hizo Beatriz”. La vi por última vez, hace poco, flaquita, frágil, en el Cedinci, creo que fue cuando la apertura del archivo de Norita Cortiñas; se fue antes, por la puerta de atrás; y ahora allí la velaron. Quise escribirlo antes de que sucediera. Pero se me adelantó.

*Filósofa, poeta, ensayista.