Aída: la historia de una esclava y una ópera de época

"Ernani", "La forza del destino" y "Don Carlo" son dramas españoles; "Nabucco" se mete entre hebreos y babilonios; "Alzira" nos lleva a América y "Otello", a Venecia. Nada sorprende el exotismo que una esclava Nubia, prisionera en Egipto, inspiró en Giuseppe Verdi. Pero ¿por qué se eligió Buenos Aires para el estreno mundial luego de Egipto e Italia?

Aída en el Colón. Foto: Arnaldo Colombaroli, Teatro Colón.

La ópera Aída de Giuseppe Verdi -que por estos días se representa dando inicio a la Temporada Oficial 2025 del Teatro Colón- está llena de resonancias y significaciones epocales. Del mundo, pero también de la Argentina. 

Compuesta a pedido del máximo dignatario egipcio de entonces, fue estrenada en El Cairo en 1871, luego de una postergación debida a la guerra franco-prusiana, que impidió que los elencos y los decorados partieran desde Francia hacia el país norafricano. 

No sería ni la primera ni la última vez que Verdi se haría eco del exotismo al que el creciente colonialismo de entonces daba lugar. Luego de un primer período en el que su compromiso por la unificación italiana lo llevó a lecturas patrióticas de personajes y escenarios del pasado italiano, antes y también luego de echarle mano a la historia de la esclava nubia prisionera en Egipto, Verdi optó por argumentos en torno a personas y pueblos distante y, para la Europa de entonces, hasta exóticos. 

Así encontramos a los antiguos hebreos y babilonios en la ópera Nabucco, situó dramas en España (Ernani, La forza del destino, Don Carlo) y en la más remota América (Alzira), y casi sobre el final de su vida, retrataría a un moro chipriota cegado por los celos al servicio de Venecia, recreando de modo magistral la genial obra de Shakespeare (Otello). 

La ópera era una de las expresiones más emblemáticas de la cosmovisión del mundo de la élite que, desde 1852 en adelante, había puesto sus ojos en todas las expresiones del Viejo Continente"

Pero sin lugar a dudas por su espectacular tratamiento -monumentales escenarios, grandes masas orquestales y corales y escenas de conjunto-, Aída quedaría como la más exótica a la vez que como una de las más populares de sus producciones.

Luego de su estreno egipcio, Aída rápidamente se representó en Italia, siendo acogida benévolamente primero en la Scala de Milán y luego en los principales teatros de la península, donde desde hacía tiempo Verdi reinaba de modo indiscutido en la escena lírica.

Pero la Europa de aquella segunda mitad del siglo XIX -continente al que pocos años antes Italia se sumaba como una nación más luego del laborioso proceso de Unificación por el que Verdi militó-, era una Europa cada vez más abierta al mundo. Así parecía exigirlo -según las acertadas iluminaciones del historiador Eirc Hobsbawn- una “era del capital” que, en su expansión irrefrenable, imponía cada vez más “industria e imperio”.

Sin ir más lejos, el propio encargo que recibiera Verdi de Egipto y el modo en el que el compositor venía desde hace algunas décadas operando sobre el gusto musical de la época junto a su cada vez más profesionalizado editor Ricordi, hablaba del modo en que el género lírico reflejaba las inocultables y profundas transformaciones sociales que se estaban produciendo por aquellos años. 

La ópera en general pero la dupla Verdi-Ricordi en particular eran, sin lugar a dudas, la encarnación más clara del espíritu del capitalismo.

Aída en las costas rioplatenses

Pero también la historia de Aída encontraría en una lejana Argentina que pugnaba no sin marchas y contramarchas por consolidarse como un Estado moderno, la posibilidad de encarnar emblemáticamente los rasgos de una época. En efecto, la ciudad de Buenos Aires -que comenzaba a recibir el aluvión inmigratorio italiano y por lo tanto fraguaba firmemente la pasión por la ópera que hoy continúa vigente- sería el escenario elegido para la primera representación mundial de Aída fuera de Egipto y de Italia. 

En efecto, el 4 de octubre de 1873, tan solo dos años luego de su estreno mundial, la creación de Verdi subía a escena en el antiguo Teatro Colón, ubicado en el solar de la Plaza de Mayo y que hoy ocupa el Banco Central. 

Para ese entonces, el presidente Domingo F. Sarmiento ingresaba al último año de su presidencia y ya había creado el Colegio Militar y el Arsenal en Zárate; había aprobado el Código Civil y llevado adelante el primer censo nacional; había impulsado la colonización y el desarrollo agrícola y había solidificado los cimientos del sistema educativo. 

Y faltaba muy poco para que la conexión telegráfica sub-oceánica con Europa fuera un hecho. Estaba claro: la ópera no solo era ya una pasión suscitada por la colectividad italiana; era también una de las expresiones más emblemáticas de una cosmovisión del mundo de la élite que desde 1852 en adelante había puesto sus ojos en todas las expresiones del Viejo Continente y en el que la distinción era una de los más claros criterios sociales del gusto. 

Pero habría más. Derribado el viejo edificio del Teatro Colón y en el marco de la irrefrenable transformación edilicia de una Buenos Aires que caminaba -inspirada por la París de Hausmann- rumbo al Centenario, Aída -ya indiscutiblemente popular- volvería a ser emblema de un tiempo: sería el título elegido para la inauguración del nuevo Teatro Colón el día de las Fiestas Mayas de 1908

Un país con sobradas razones para sentirse omnipotente, debía inaugurar el que se convertiría en uno de los más imponentes teatros líricos del mundo con una creación igual de imponente. La archiconocida Marcha Triunfal del segundo acto de la ópera, parecía darle continuidad a otra entonada por quienes conducían los destinos políticos del país: aquella de la irrefrenable marcha hacia un progreso que ostentaba la pretensión, aparente, de no tener final. 

Por suerte, el telón del gusto por Aída y de la pasión por la ópera, sigue sin caer.

*Director del Museo Histórico Sarmiento. Sociólogo (UBA) especializado en temas culturales. Doctorando en Ciencias Humanas (UNSAM).