Los Estados superestresados y nada Unidos
La superpotencia está en conflicto abierto consigo misma, dividida, polarizada y profundamente estresada por una campaña electoral agotadora, que finalmente se definirá en dos visiones muy diferentes de país, de liderazgo, y de poder en el mundo.
Al presidente Ronald Reagan le gustaba describir a los Estados Unidos como “una ciudad resplandeciente sobre una colina”, un faro de inspiración para el mundo. Sin embargo, hoy esa misma superpotencia está en conflicto abierto consigo misma, dividida, polarizada y profundamente estresada por una campaña electoral agotadora, que finalmente se definirá en dos visiones muy diferentes de país, de liderazgo, y de poder en el mundo.
La ansiedad de un resultado que dependerá de poquísimos votos se siente. Basta con mirar algunos restaurantes a poca distancia de la Casa Blanca, con las ventanas tapadas con madera porque los propietarios temen que se repita el ataque al Capitolio después de la última elección presidencial. O escuchar que en algunos estados, hay gente que aconseja a sus amigos que tengan un arma lista, por si acaso. En el estado clave de Michigan, una votante para Donald Trump, compartió su temor. “Estoy tan nerviosa”, dijo Diana, una abuela de 60 años mientras votaba, “siento que simplemente no quiero ir a la guerra”.
Los números de votos tempranos hablan que el pueblo de Estados Unidos reconoce que se trata de una elección de importancia histórica. Largas colas, a primera hora de la mañana, en estados decisivos: Wisconsin, Michigan y Pensilvania, tres estados que tendrán una gran influencia en quién ganará. Basta con escuchar a Mary, una madre de 35 años, mientras emitía su voto en Lansing, Michigan, una ciudad que ha sido una victoria obligada tanto para Donald Trump como para Kamala Harris. “Me siento eufórica por tener el derecho, o llamémoslo un privilegio, de votar, y saber que mi voto importa”, dijo, secándose la frente. “Al mismo tiempo, me siento mal del estómago por lo que hemos visto en esta campaña”.
En resumen, hemos estado viendo lo mejor de la democracia. Y lo peor.
Ahora que la campaña ha terminado, es aleccionador considerar las estadísticas sobre el lado oscuro de este proceso, específicamente cuántas mentiras se le han dicho al público estadounidense. Bastaba con observar a Donald Trump durante unos minutos para diagnosticar un universo irreal en el que difundía mentiras flagrantes. “Llevamos una gran ventaja en esta carrera”, le aseguró a un entrevistador en vísperas de la votación. Las encuestas lo mostraban claramente empatado con Harris.
Un minuto después, afirmó que bajo el mandato del presidente Joe Biden y la vicepresidente Harris, Estados Unidos había sufrido “la peor inflación que hemos tenido nunca”. Sencillamente, no es verdad. En los primeros cinco minutos le contaron seis de esas mentiras; fue un viaje a una realidad alternativa: Estados Unidos vivió en el “paraíso” durante su primer mandato en la Casa Blanca; ahora estaba viviendo el “infierno”. En cada discurso de campaña promedio, Trump mintió 64 veces, según el diario New York Times.
El mismo periódico analiza cómo los aliados de Trump han utilizado las redes sociales, específicamente YouTube, para inundar al votante con información errónea. Unos 30 de esos partidarios de Trump publicaron 286 vídeos que generaron 47 millones de visitas, difundiendo mentiras sobre temas como la inmigración, los demócratas que roban las elecciones, hasta la vida personal de Kamala Harris. Este es un universo paralelo en el que los hechos simplemente no importan.
Por otro lado, Kamala Harris y su equipo de campaña no han sido tímidos a la hora de convertir esto en un plebiscito sobre Trump más que en una presentación de lo que haría si ganara. Al cierre de la campaña, la vicepresidenta Harris subrayó la necesidad de “dar vuelta la página, alejarse de la política del odio y la división”, pero durante días había etiquetado a Trump como “un fascista… mentalmente desquiciado… peligrosamente inestable”. Hicieron falta dos para convertir esta campaña en un conflicto tan profundo.
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En cuanto a lo que viene a continuación, es difícil evitar otro pensamiento: que solo una victoria de Trump garantiza una transferencia pacífica del poder. La negación de Trump a aceptar su derrota electoral ante Biden en 2020 ha preparado el escenario para un serio intento por parte de sus partidarios de impugnar el resultado si pierde esta vez. Están bien organizados, no solo en los tribunales, sino dentro de las mismas juntas electorales en todo el país. O sea, las mismas personas que tienen que certificar los resultados finales y los números de votos de cada ciudad y cada pueblo.
“Un movimiento republicano impulsado por la desinformación se ha apoderado de las juntas electorales de todo el país”, concluyó el New York Times mientras Estados Unidos votaba. “Mientras los votantes van a las urnas, se avecina una crisis de certificación que podría amenazar la democracia estadounidense”.
Entonces, mientras Estados Unidos espera con tensión el conteo y los resultados, ansiosamente viendo como cada estado se define en el colegio electoral, estamos muy lejos del faro inspirador de la democracia que tanto apreciaba Ronald Reagan. Por delante se encuentra una posible batalla por el poder en que cada voto en cada estado crucial necesite ser recontado, como pasó en la elección que terminó ganando Bush hijo en 2000. Pero esta vez, si Trump pierde, es posible que sus partidarios nuevamente no lo acepten. Terminó la campaña, pero no necesariamente la elección.
*Corresponsal en Washington DC durante 20 años para ITN TV de Gran Bretaña, luego consejero del Secretario-General de las Naciones Unidas
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