Cristianismo y aborto

Nacer no siempre es bueno y morir no siempre es malo

Un análisis registra la sorprendente versión del cristianismo tradicional sobre la familia, el matrimonio y la maternidad, a través de un recorrido por los textos sagrados y los principales teólogos de la Iglesia católica.

Cristianismo y aborto. Foto: cedoc

Tiemblo cuando pienso que Dios es justo (Thomas Jefferson)

Manifiesto feminista de san Ambrosio. Contra lo que solemos creer, hasta que llegó la modernidad, la Iglesia Católica no le concedió a la maternidad un carácter sagrado, ni siquiera feliz. Un texto del siglo IV, escrito por san Ambrosio y dirigido a una mujer llamada Eustoquia, no nos habla de los peligros del sexo sino de los peligros de la maternidad:

“¿Quién ignora que la bella corona de la maternidad, puesta a la frente de la casada, está tejida de punzadoras espinas, que se multiplican y crecen, y son más dolorosas cuanto mayor es la fecundidad del vientre? ¿Por ventura se compensan en el matrimonio los duelos con las alegrías? Las de la boda vienen siempre bañadas en lágrimas. A la deleitosa concepción sigue el dolor, como forzoso heraldo del soñado parto, que no llega sino después de la interminable pesadumbre de las molestias del embarazo. (…) ¿Que es esclava del dolor y sin él no arriba al placer? ¿Que se compra con temor y no se disfruta en paz? Y si dominando estos peligros sale a flote la crianza de los hijos, ¿qué de afanes, qué de penas, qué de angustias no rodean a su educación? ¿Cuántos trabajos y desvelos, para formarlos y hacer de ellos hombres útiles? ¡Triste felicidad a quien agobian tales miserias! Son tantos y tan recios los cuidados inherentes a la familia, que si los hombres se parasen a meditarlos, huirían aterrados de la tremenda carga de la paternidad”. (Tratado de las vírgenes). 

Nacido en el año 347 en Treveris y muerto en el año 397 en Milán, Ambrosio fue consagrado como uno de los cuatro Santos Padres de la Iglesia y como uno de los 36 Doctores de la Iglesia Católica. Más de uno diría: “Si ese Ambrosio es un santo, esta no es mi Iglesia”. Y más de una lo leería como un manifiesto feminista. 

¿Cómo es que la Iglesia santificó y confirió los más altos títulos de maestro de la fe, testimonio de la ortodoxia cristiana y modelo de erudición a un hombre, un obispo para colmo, que dice que la maternidad es una corona de espinas, más dolorosa cuanto más fecundo es el vientre de la mujer? 

Orígenes. Es que el ideal de la maternidad no nació con el comienzo del mundo, ni del patriarcado, ni del cristianismo ni del Vaticano. 

La defensa de la familia, cristiana o no cristiana, está tan arraigada en la imagen que tenemos de la religión católica, que parece haber sido una de sus piedras angulares. Sin embargo, aunque parezca increíble, el cristianismo se fundó en el Renunciamiento a la Familia.

Jesús recomendó abandonarla: “Quien no abandona a su padre o a su madre por mi causa, no es digno de mí”. (Lucas 14:26, otras traducciones en lugar de “abandona” dicen “renuncia” y otras “aborrece”). “Todo aquel que haya dejado casas, hermanos, hermanas, padre, madre, hijos o hacienda por mi nombre, recibirá el ciento por uno y heredará vida eterna”. (Mateo 19:29). “Madre y hermanos”, para Jesús, no es la familia de origen, sino sus discípulos, hermanos en la fe (Mateo 12:46/50; Marcos 3:31/5).

San Pablo, que hizo explícita su preferencia por no casarse y no tener hijos, advirtió: “El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer, está por tanto dividido”. (Epístola a los Corintios I, 7:32). Y –¿san Pablo feminista avant la lettre?– en los dos versículos siguientes ¡dice lo mismo respecto de la mujer!

El cristianismo de los siglos siguientes promovió la misma aversión, más bien el mismo desprecio espiritual: “La familia es un nido para los pájaros que no saben volar”. (San Juan Crisóstomo). 

Y, créase o no, el culto a la Sagrada Familia no comenzó con el cristianismo sino mucho después, con el capitalismo, el ascenso de la burguesía y de las revoluciones liberales, hasta convertirse en dogma católico recién en el siglo XIX.

No existe condena del aborto en la Biblia. Si bien el “No matarás” es uno de los Diez Mandamientos, no hay en la Biblia una sola frase que condene el aborto. Ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento se habla del aborto como matar. La posición actual de la Iglesia, que identifica la muerte del embrión con la muerte de una persona, es la que hace creer al lector desprevenido que, cuando la Biblia dice “no matar”, incluye “no abortar”. 

No solo aborto y homicidio no son equivalentes en ningún renglón de la Biblia, sino que abortar, en algunos casos, hasta parece bienvenido. Por ejemplo, en estas palabras del sabio Salomón: 

“Si alguno que tiene cien hijos y vive muchos años, y por muchos que sean sus años, no se sacia su alma de felicidad y ni siquiera halla sepultura, entonces yo digo: Más feliz es un aborto”. (Eclesiastés, 6:3).

En el Antiguo Testamento, el valor de la vida no depende de la mera biología. El Rey de la Sabiduría la hace depender del modo en que la vida es vivida (¡sabiduría aplicable a la eutanasia!).

Y Job, uno de los personajes más recurrentes en la moral cristiana, dice: 

“¿Por qué en la matriz no morí, por qué al salir del vientre no sucumbí? ¿Por qué me acogieron dos rodillas? ¿Por qué hubo dos pechos para que mamara? Pues ahora descansaría tranquilo, dormiría ya en paz… O ni habría existido, como aborto ocultado, como los fetos que no vieron la luz… ¿Para qué dar la luz a un desdichado, la vida a los que tienen amargada el alma, a los que ansían la muerte que no llega y excavan en su búsqueda más que por un tesoro…, a un hombre que ve cerrado su camino, y a quien Dios tiene cercado?”. (Libro de Job, 3:3/23).

Ni el aborto –privar de nacer– es condenado, ni la vida –meramente haber nacido– es sagrada. 

Moraleja bíblica: nacer no siempre es bueno y morir no siempre es malo. 

Mientras el Antiguo Testamento no hace del aborto un problema moral y lo pone como preferible a vivir mal, el Nuevo Testamento no lo menciona, no corrige el Viejo Testamento, no agrega comentarios.

Esta ausencia no es una incoherencia lógica sino un abismo ético: el aborto no representaba ni crimen ni pecado ya que la moral bíblica no era la actual, como tampoco lo era la visión de los embriones como seres humanos. 

Hasta 1869, para la Iglesia católica el embrión no era un ser humano desde la concepción. La Iglesia católica siempre estuvo en contra del aborto, pero no siempre por las mismas razones. Su condena responde, dice, responde a que siempre sostuvo que la vida es sagrada. Pero recordemos los métodos de la Inquisición, cuando los exorcismos y otras formas de tortura corporal eran procedimientos válidos para acceder a la vida eterna del alma. Entonces queda claro que lo que era sagrada era la vida eterna, no la terrena, y había que salvar el alma a costa del cuerpo.

En la larga historia del cristianismo abortar no fue condenado en consideración a la vida embrionaria, sino como pecado sexual. No se trataba del derecho a la vida, ya que la idea de qué es humano y qué no lo es era distinta a la actual. Hasta hace sólo ciento cincuenta años, la Iglesia católica se resistió a los descubrimientos de la ciencia y sostuvo la tesis de que no hay un ser humano hasta el tercer mes de la gestación (momento en que el cuerpo del embrión está lo suficientemente desarrollado, digno como para recibir el alma humana. Esta tesis, creada por Aristóteles en el siglo IV A.C., fue la opinión dominante de sabios, científicos, teólogos y moralistas durante más de dos mil años, 

En el siglo IV San Agustín lo dijo así: “Lo que no está formado, se puede interpretar que no tiene alma y por esta razón no es homicidio, porque alguien no puede ser privado del alma si aún no la ha recibido”. (Quaestiones in Heptateucum, 80).

En el siglo XIII Santo Tomás le aportó nuevas imágenes: el alma, como el futuro habitante en una casa, solo puede entrar cuando el cuerpo está bien formado para recibirla y dijo que quien afirme que el alma entra al cuerpo en el momento mismo de la concepción es un hereje. (Summa Contra Gentiles, 2.89).

Recién en 1869, con el papa Pío XI, la Iglesia comenzó a afirmar lo que hoy afirma: que la vida humana comienza en el momento de la concepción. Hasta hace menos de dos siglos no se consideró al embrión precoz un ser humano, por lo cual la mujer que abortaba no atentaba contra la vida de nadie. Hasta esa fecha, por tanto, el aborto temprano no estuvo en el banquillo de los acusados... a menos que se lo acusara –¡cuarta sorpresa!– de otro pecado (calificado como peor que el homicidio): la fornicación.

IV. Hasta 1917, para la Iglesia católica la anticoncepción era un crimen peor que el homicidio

Durante siglos no fue el valor de la vida del embrión lo que motivó la condena del aborto, sino que era una manera de “ocultar fornicación”. 

“Fornicar” proviene del latín “fornix”, nombre que recibe la zona abovedada, curvatura interior del arco, que se encuentra bajo los puentes, callejones y otras edificaciones donde en tiempos del Imperio Romano las prostitutas callejeras esperaban a los clientes, con los que mantenían relaciones sexuales allí mismo. 

Así el significado de “fornicar” comienza con el intercambio de sexo por dinero, pero sigue con el adulterio, se continúa con los que copulan evitando concebir y avanza, finalmente, sobre todo acto sexual. La Iglesia fue avanzando así con su condena sobre el sexo, colonizando con la palabra “fornicar” todo acto sexual, incluso gran parte de los matrimoniales. Y es desde aquí que puede rastrearse la paradoja de que, siendo la anticoncepción la vía óptima para evitar el aborto, prohíba tanto una como otro. (Es instructivo observar cómo en muchos penitenciales en la cima del Mal está la anticoncepción, le sigue el adulterio, luego el homicidio, luego las relaciones extraconyugales y recién después, con penas mucho menores, el aborto).

Es obvio que la vía más sensata para no abortar es evitar concepciones no deseadas; sin embargo, la Iglesia prohíbe tanto el aborto como los métodos (“artificiales”) de anticoncepción. Lo llamativo y casi inverosímil, especialmente tomando en cuenta su encendida “defensa de la vida”, es que hasta el 2010, año en que Benedicto XVI admitió, por primera vez en la historia del papado, el uso de preservativos (solo para casos especialísimos como el peligro de contagio de sida), los anticonceptivos –que evaden la reproducción, entendida como la “finalidad natural del sexo”– llegaron a ser un tabú más fuerte que la muerte. 

“Si cualquiera, para satisfacer su lujuria o por odio deliberado, hace a una mujer u hombre algo que les impida tener hijos o les da de beber de modo que no pueda él generar o ella concebir, considérese ello como homicidio”. (San Agustín, Matrimonio y concupiscencia 1, 15, 17).

Con su énfasis en las pociones, su vaga referencia a la magia, su condena del pecado sexual y su calificación de la anticoncepción como homicidio, este texto, conocido como Si aliquis, fue reafirmado una y otra vez por Penitenciales y otras disposiciones eclesiásticas, y formó parte del derecho canónico de la Iglesia católica ¡hasta 1917!

*Filósofa, poeta y ensayista.