Amar con locura

Marcada a fuego

Un caso de violencia de género cada vez más frecuente, que llega a un hospital, una historia de vida que ilustra el drama de la violencia de género y los desafíos que plantea la atención de la salud mental en el campo hospitalario. Ana es un nombre de fantasía, pero su historia es real. En parte fue modificada para ser compartida públicamente, y es representativa de muchos casos atendidos por la autora entre 2009 y 2015 en el Hospital de Quemados de Buenos Aires.

. Foto: Cedoc Perfil

Un hierro al rojo vivo sobre el cuerpo del animal se usa para identificar al dueño de la hacienda. Es la marca del “propietario”. Una huella sobre un cuerpo que no es el propio, pero le pertenece.

El cuero es lo primero que vemos al mirar al animal, es con lo que el animal se nospresenta. A la manera de envoltorio con etiqueta, ese signo sobre él nos dice que ese “cuero” tiene dueño: el que deja la marca.

“La marca en el cuero”, imborrable, acorta la distancia entre el hombre y su animal. Es el tatuaje, la cicatriz que dibuja una nueva identidad: la identidad de posesión, de aquel que designa y señala lo que le pertenece.

En el cuerpo humano, al “cuero” lo llamamos piel. La piel limita y contiene. No podemos imaginar nuestro cuerpo sin ella. Esa piel que nos indica si hace frío o calor, que transpira. La que vestimos y protegemos del sol… la acariciamos para expresar amor.

Esa piel, es la que él roció con alcohol, antes de prender fuego a su novia.  Habían comenzado la convivencia apurados. De algún modo sentían que se conocían desde siempre. Pero hacía un tiempo que las cosas se habían puesto difíciles. Él cada vez tomaba más. Y de un día para el otro, estaban construyendo un vínculo que alternaba la pasión con la violencia. Los celos y el alcohol hacían su contribución al armado de una escena de tragedia en episodios cada vez más breves e intensos.

Venían de varios períodos que alternaban separación y reconciliación. Ese ciclo se repetía, pues a una reconciliación apasionada le seguía un evento de violencia cada vez más aguda.

“Todo participante de la escena sueña con tener la última palabra. Hablar último. Concluir, es dar un destino a todo lo que se ha dicho, es dominar, poseer, dispensar, asestar el sentido (...) reducirlo al silencio”, dice Roland Barthes en “Fragmentos de un discurso amoroso”, al hablar sobre Sade. 

Un día, cansada de todo y con sus últimas fuerzas, ella le dijo que quería separarse. La escena tomó forma de vértigo. Y el vértigo, tomó forma de fuego.

Ana. Anoche llegó una paciente, está intubada en UTI. Hay que hacer el seguimiento hasta que pase a piso, pero está grave. ¿La podés tomar vos?” Así llegaba Ana a formar parte de los pacientes a los que hacía seguimiento, en los años en los que trabajaba como psicóloga clínica para el Hospital de Quemados. 

Había dos cosas a las que no iba a acostumbrarme nunca: el penetrante olor de los injertos de piel animal, y la llegada de tantas pacientes quemadas por sus parejas. 

En el caso de Ana, esto último era solo una hipótesis. Hasta el momento estaba en coma en terapia intensiva y no había testigos de la tragedia que la tenía de protagonista. La confirmación o negación de la hipótesis debería esperar a que ella, una vez estable, pudiese dar su testimonio. Hasta ese momento solo se había descartado que hubiera sido un accidente.

Por su estado, físico y psíquico, la causa real no podría determinarse hasta mucho tiempo después. Seis meses estuvo internada. Luego de la externación debió seguir concurriendo para sus curaciones por casi un año.

“La pasaron al Box 205, pero no quiere hablar con psicología”.

Los psicólogos que trabajamos en consultorio, solemos tener cierta facilidad con la transferencia: usualmente los pacientes llegan recomendados, y vienen con predisposición al trabajo terapéutico. Sin embargo, el trabajo en Hospital, y en particular, en clínica con pacientes graves, es diferente. ¿Cómo acercarse a una paciente, cuando ésta rechaza nuestra presencia aún antes de conocernos?

Era todo un desafío. Me asomé al vidrio que separaba la sala del pasillo, pedí permiso, la saludé. Es evidente que la comunicación no precisa de palabras cuando el mensaje se transpira.

“Ya sé. Sos la psicóloga. Me dijeron que ibas a venir. Pero no quiero hablar. No me acuerdo de nada. Ya me preguntaron todo, y dije que no me acuerdo. Quiero dormir”.

Al decir esto, si bien su rostro estaba cubierto por las gasas, pude ver el dolor en sus ojos. Respetar la distancia cuando la cercanía se hizo crueldad y dolor infinitos es tan imprescindible como asegurar la presencia. Una presencia respetuosa, cuidadosa, delicada. Que, con cada paso, cada día, fuera tejiendo un velo liviano, una caricia posible.

Los médicos se ocupan de sanar las heridas del cuerpo. Pero los psicólogos trabajamos sobre el cuerpo no físico. Yo sabía lo que debía crear: una gasa psíquica que pudiera calmar un poco sus heridas de alma sin piel.

No pasaron muchos días hasta que Ana quiso hablar: “¿Cuánto hace que estoy acá? ¿Tenés alguna revista?”. Como leer se le hacía difícil, yo le contaba algo de lo que aparecía en las revistas, o le leía algún cuento. Hasta que empezó a interrumpirme, para iniciar el diálogo.

Así, un día supe que ella no quería denunciarlo. También, que el evento que la llevó al Hospital venía anunciándose. Hacía meses que amenazaba con matarla. Ella creía saber que él no sería capaz de eso: “Nunca pensé que iba a hacerlo. Pensé que me quería. El amor debería alcanzar para poner un límite, no? Él decía que me amaba con locura”. 

Un límite.

Una piel.

Una distancia que duela menos.

“Amar con locura” o “La locura de amar sin límites” evoca esta falta de diferencia entre cada sujeto de la pareja. Esta indiferenciación, como toda ilusión, cae. Falla. Esos son momentos intolerables para el violento. Toda diferencia, toda distancia debe ser anulada, pues cada gesto de independencia y autonomía por parte de la mujer, lo confronta con su propia, insoportable fragilidad. Y le indica su propio, insoportable límite: “Tu hacienda comienza y termina en vos. Tu cuerpo comienza y termina aquí. No sos dueño del cuerpo del otro. No tenés poder sobre sus deseos. Si ella quiere, se va”.

Ese discurso interior desata la ira y, con ella, el impulso de destrucción de aquello

inconcebible: la propia vulnerabilidad que el deseo de otro, independiente, denuncia y desafía. 

Ana resultó ser una mujer con más de una piel. Supo ignorar las miradas de desaprobación frente a sus marcas, que de a poco iban diluyéndose, a fuerza de red. Fue muy importante en su recuperación la participación en los grupos para pacientes externadas, iniciados ese mismo año. Con cada gesto de aquellas otras mujeres, se tejió un punto. En cada palabra, un hilo, En cada silencio, un espacio. No se detuvo nunca. Caminó sobre el dolor con convicción apagando el fuego con sus pies. 

Lloró, mucho. Pero no hizo pausa en el ancla del resentimiento. 

Y así, de a poco, se fue tejiendo la trama de esa gasa-red-piel, ese velo que permitió enfrentar nuevamente a una sociedad que mira con sospecha las marcas de los cuerpos sin dueño.

No se puede vivir sin piel. Lo sabe bien aquél que pretende borrar toda huella de identidad prendiendo fuego a esa mujer libre, mujer alada, mujer-bruja a quien tanto teme, la que tanto le duele, por ostentar su propia libertad. Pero se puede tejer un velo de palabras hasta que duela menos. 

Eso lo sabe bien Ana.

*Psicóloga especialista en Psicología Clínica. 
 

 

El contexto de la violencia
A.P.

La Encuesta de Prevalencia de Violencia contra las Mujeres, realizada por el entonces Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad y publicado en 2022,

Entrevistó a 12.152 mujeres de entre 18 y 65 años de edad residentes en hogares particulares de 25 aglomerados urbanos de 12 provincias: Buenos Aires, Chaco, Chubut, Entre Ríos, Jujuy, Neuquén, Misiones, Salta, San Luis, Santa Fe, Santiago del Estero y Tucumán.

El estudio exploró cuatro tipos de violencia bajo la modalidad de violencia doméstica: 

física, 

psicológica, 

sexual y 

económica y patrimonial,

que hubieran tenido lugar en el marco de relaciones heterosexuales y hubieran sido ejercidas por parte de una pareja actual o expareja.

De forma complementaria, la encuesta preguntó por situaciones de abuso sexual cometido por varones con o sin vínculo familiar. Cabe señalar que el trabajo fue realizado en contexto de la pandemia de covid-19

El estudio concluye que cerca de la mitad de las mujeres encuestadas (45%), que están o han estado en pareja, han atravesado algún tipo de violencia de género –ya sea de parte de su actual pareja y/o una anterior– en el ámbito doméstico. El tipo de violencia que se reporta como más frecuente es la psicológica (42%). Asimismo, el 23% de las mujeres indica haber vivido episodios de violencia económica y patrimonial, el 23% violencia física y una proporción menor (18%) declara haber atravesado situaciones de violencia sexual por parte de su pareja actual o expareja a lo largo de sus vidas. 

Los resultados también muestran que las violencias suelen darse de forma combinada: dos tercios de las mujeres que vivieron estas situaciones atravesaron al menos dos tipos diferentes de violencias. El 64% de las mujeres que atravesaron alguna situación de violencia doméstica a lo largo de su vida indicó que la persona agresora fue su expareja; mientras que el 25,5% señaló que fue su pareja actual. 

Los resultados obtenidos evidencian que más del 90% de las mujeres entrevistadas que reportan episodios de violencia –ya sea psicológica, física o sexual– estaban solo con sus parejas o exparejas cuando ocurrió.