Individualismo, federalismo y descentralización
La nacionalización del sistema educativo es la base para la planificación, el reconocimiento de las desigualdades y la focalización de recursos que permitan saldar esas brechas.
En los últimos años se acumuló bastante evidencia sobre los graves problema que atraviesa la educación en nuestro país. Hace décadas, los números se repiten invariantes: cuatro de cada diez estudiantes de sexto grado de la primaria no tienen los conocimientos mínimos en Lengua y Matemática. Al terminar la secundaria, del selecto número que llega en tiempo y forma, 82 de cada 100 no tendrán conocimientos mínimos en Matemática y se consolidarán sus dificultades lectoras. Se trata de un fenómeno nacional pero que tiene aristas regionales muy marcadas cuyo hilo conductor parece ser “a mayor pobreza, peores resultados”. No hay mejor forma de profundizar esa desigualdad que dejando todo en manos de las provincias. Nadie quiere asumir el costo político de esa verdad que implicaría problematizar la existencia de una Secretaría de Educación nacional sin escuelas a cargo.
Es cierto. Los resultados educativos tienen una clara dimensión social. Por eso, los defensores del actual gobierno nacional sostienen que su mejor política educativa consiste en bajar la inflación y, a través de ello, reducir el aumento de la pobreza que ellos mismos crearon. Poco parece importarles que la pobreza esté consolidada en torno al 30%-40%. Si la inflación de 2025 oscila entre 18,3% –tal como proyecta el Gobierno– o en torno al 31%, tal como lo hace el Banco Central en el REM, ese número persistirá. Mucho más cuando el crecimiento económico que esperan aparece más como el “rebote” de una caída que el resultado de una expansión genuina. En última instancia, la bonanza es una ilusión estadística resultante del crecimiento de escasos sectores vinculados con el complejo agroexportador y la intermediación financiera. Por eso, los números de la pobreza se consolidan y se asemejan bastante a los resultados educativos. Y, tal vez, también por eso, se atomiza la política educativa inventando nuevas vueltas a la descentralización y descalificación.
Es cierto, la política educativa puede agravar o profundizar ese cuadro. La reciente reforma del Régimen Académico en la provincia de Buenos Aires repite políticas educativas cuyos resultados ya conocemos. Tiene una obsesión: cambiar el “formato” de la escuela, en general, y de la secundaria, en particular. Podemos debatirlo, pero los resultados arriba mencionados nos muestran que la discusión es anterior: nuestras chicas y chicos transitan la escuela sin adquirir las pericias básicas. Esa es la magnitud del problema, más allá del tedio organizacional, de la internet, de la robótica y de la inteligencia artificial: no pueden leer ni calcular.
Frente a eso, ¿qué hará la Provincia? Modificar la organización pedagógica institucional del período de enseñanza-aprendizaje para casi un tercio de los estudiantes del país recuperando varias de las medidas implementadas durante la pandemia. Continúa la división del año escolar en dos cuatrimestres, las calificaciones parciales valorativas, el trabajo por proyectos, la priorización de contenidos y los momentos de “intensificación”. El año curricular queda dividido en dos: despliegue de la propuesta de enseñanza e intensificación. En los hechos, seis meses destinados a enseñar y otros casi cinco a intensificar, incluyendo que los que no alcanzaron los contenidos lo hagan. Hay que decirlo: implica un recorte curricular de facto porque durante la intensificación no se desarrollan nuevos aprendizajes. Además, se crea un sistema de aprobación por materia –no por año– y se incrementan a cuatro las materias pendientes “a intensificar”. Una política muy preocupada por los eufemismos: ya no se habla de repetir sino de recursar; tampoco de aprobar sino de acreditar. Suponen que la escuela debe cambiar de paradigma y pasar de una escuela que “expulsa y desgrana, a la escuela que es garante y acompaña las trayectorias”. Es curioso, porque la escuela secundaria es obligatoria desde hace 18 años y no ha logrado cumplir ese mandato más que en los papeles, pese a las numerosas flexibilizaciones. Fue gestionada a nivel nacional por quienes, ahora en la provincia de Buenos Aires, hablan como si en las últimos dos décadas no hubieran sido actores protagónicos.
La misma negación se expresa en la enumeración de ideas más o menos irrealizables. Se crea un equipo de definición de las trayectorias que integra la conducción de la escuela, el equipo de orientación escolar junto a un docente y preceptor cada seis secciones. Se habla de la personalización del seguimiento, como si no tuvieran que monitorear a entre 60, 120, 180 estudiantes o más suponiendo secciones de 10, 20 y 30 estudiantes. Se habla de crear instancias de intensificación a contraturno, como si en la mayoría de los edificios escolares no convivieran dos escuelas distintas –una a la mañana y otra a la tarde– y el limitante físico no fuera un impedimento. Lo mismo ocurre con la posible cuatrimestralización de las asignaturas, como si la docencia no tuviera un esquema de trabajo que implica el pluriempleo y el trabajo en múltiples escuelas. Se crean tres grupos distintos de estudiantes, según hayan o no logrado los objetivos, que deberán ser atendidos por el mismo docente en simultáneo con planificaciones personalizadas y los proyectos a medida –si son interareales, mejor–. Aspecto que desconoce la intensificación y prolongación de la jornada laboral docente resultado de la caída salarial y la disminución el tiempo libre –o no pago– que tiene la docencia para planificar.
Se habla de inclusión con más aprendizaje, de justicia curricular y de continuidad pedagógica. Y aquí se echa luz sobre uno de los problemas que no se quieren debatir: el contenido de la igualdad. Taxativamente dicen que no se trata de que todos aprendan lo mismo sino “la búsqueda de que cada estudiante aprenda lo máximo posible”. Se reconoce el punto social desigual de partida de las y los estudiantes. Por eso, crean posibilidades de superación. Una forma muy sutil de decir que a los pobres “no les da” y no puede exigírseles o aspirar a que tengan ciertos saberes. La pregunta por formularse es más o menos obvia: si la escuela no aspira a achicar esa brecha social-cultural de los estudiantes, ¿dónde será reducida? La respuesta también lo es: en ningún lado. Así, la escuela claudica a convertirse en un espacio de instrucción universal y pasa a reforzar el destino individual. Como si la cultura universal ya no requiriera ningún espacio de transmisión ni debiera democratizarse garantizando que todos tengan lo mismo. El Régimen Académico habilita a la renuncia disciplinar para cambiarla por “significancia” individual y autosuperación. Este es el reverso de un individualismo atroz que encuentra en el federalismo y la descentralización una política muy conveniente.
Porque no hay forma de superar la desigualdad, de garantizar la justicia y la igualdad que no sea planificando una política educativa colectiva. Eso solo puede hacerse si se combaten las desigualdades de origen construyendo una escuela que aspire a que todos y todas sus estudiantes salgan de ella con el mismo patrimonio cultural y científico. Un camino opuesto a las adecuaciones a medida y la creciente descentralización. La nacionalización del sistema educativo es la base para la planificación y para, en tal caso, el reconocimiento de las desigualdades y la focalización de recursos que permitan saldar esas brechas. Ahí reside uno de los meollos organizacionales de nuestra educación, y hasta que no encaremos ese debate difícilmente logremos superar su crisis.
*Investigadora, coord. del área de educación del Ceics, militante de Vía Socialista.
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