Refundación

El futuro prometido forma parte del pasado

La llegada de Javier Milei a la presidencia es síntoma de un profundo malestar social y de deficiencias de la democracia argentina y sus gobiernos. Pero a cuarenta años del fin de la última dictadura, corremos el riesgo de que la democracia deje de ser el sistema mejorable para construir la vida en común. El Gobierno pone en jaque el pacto fundante de 1983. Y aunque desprecia la historia, utiliza el pasado a su guisa y paladar para justificar sus acciones. Esto tampoco es el apocalipsis, pero estamos en tiempos difíciles.

Foto: cedoc

El año 2023 terminó con una inquietante noticia: Javier Milei, el economista que durante años desfiló por los programas de espectáculo, que solo llamaba la atención por su cabello despeinado, su personalidad rimbombante y su verba desmedida, fue elegido presidente de la Argentina. Milei no ha dejado sus convicciones en la puerta de la Casa Rosada: su programa económico y político se inspira en las ideas de un número limitado de autores, incluso las más extravagantes. El objetivo fundamental es acabar con toda institución reguladora de la interacción humana por fuera de las “leyes” de la oferta y la demanda. Convencido de que “no existen fallas de mercado”, el Gobierno anhela una desregulación económica total: todo auto puede convertirse en un Uber y todo ser humano puede decidir morirse de hambre. Y en menos de un año, ya ha dado varios pasos en esa dirección.

El Presidente pretende una refundación de la nación desintegrando “desde dentro” el Estado. Es el gobierno más ideológico de la historia argentina. Se inspira en la filosofía anarcocapitalista y sus autores preferidos son Von Mises, Von Hayek, Milton Friedman, Murray Rothbard, Ayn Rand y Gary Becker, entre otros. 

El actual presidente afirma ser un anarcocapitalista en lo filosófico y un minarquista en la práctica. El minarquismo sostiene que el Estado debe ser reducido a su mínima expresión, garantizando únicamente seguridad y justicia. Los anarcocapitalistas, más extremos, sueñan con un mundo en el que incluso esos servicios, como la policía y la justicia, estén en manos privadas (tal es el caso de Murray Rothbard).

Su ley Bases reitera los mismos principios que orientaron el programa económico de la dictadura militar 1976-1983, enunciado el 2 de abril de 1976 por el ministro José Alfredo Martínez de Hoz. Un plan de ajuste autoritario y fallido, ejecutado sobre una montaña de cadáveres y desaparecidos, que procuraba eliminar la inflación y suprimir definitivamente cualquier intento de implantar una economía nacionalista y redistributiva, seguido de un endeudamiento sin precedentes en la economía argentina. A su vez, Martínez de Hoz tampoco fue original en su formulación. Esos mandamientos, que Milei quiso imponer a los gobernadores como precondición de lo que llamó de manera grandilocuente el Pacto de Mayo, no son más que la cuarta remake doméstica ensayada por los neoliberales: la dictadura, Carlos Menem, Mauricio Macri y, ahora, Javier Milei. En suma, se trata de retrotraernos 35 años, al Consenso de Washington de 1989, impulsado por los EE.UU. a través del FMI, el Banco Mundial y el Departamento del Tesoro. Dicho consenso procuraba establecer una política económica desreguladora, privatista y amistosa con los mercados, que posibilitara la creación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), una suerte de versión actual, económica y comercial, de la Doctrina Monroe, para impedir el acceso de la UE, Rusia y China al patio trasero de los Estados Unidos.

No hay nada nuevo en Milei, excepto su extravagante adulación a Donald Trump y la formación de un partido político mayormente virtual que, basado en su estilo disruptivo y con el uso intensivo de trolls y fake news, ha conquistado a una parte de la juventud y a un electorado que busca, en el horizonte mágico, una salida rápida de la inflación endémica de la Argentina. Su alineamiento incondicional con EE.UU. e Israel es el principal sustento que lo mantiene en el poder. Milei ha jugado todas sus cartas a esa apuesta geopolítica y a las grandes concesiones que otorgue a países o corporaciones internacionales o nacionales. La única garantía, para él, de que pueda gobernar y completar su gestión. Ello explica el continuo e interminable desfile de figuras políticas, militares y financieras de derecha y ultraderecha de Estados Unidos y Europa que han visitado Buenos Aires, así como sus innumerables viajes al exterior para encontrarse con ellas. 

El programa de la LLA también se inspira en una lectura decadentista de la historia argentina cuyo origen puede rastrearse en un ensayo académico de Roger Dornbusch y Ricardo Caballero,dos economistas, uno alemán y el otro chileno, que sostiene que la Argentina, para recuperarse y volver a lo que era, debería ceder todo el manejo de su política económica a un organismo extranjero. Estas propuestas se relacionan con un mito bastante extendido, el que afirma que la Argentina fue una potencia e incluso llegó a estar primera en el mundo por su PBI per cápita a fines del siglo XIX y desde los años 30-40 del siglo XX entró en decadencia. Sin embargo, utilizar el PBI como medida del poder de un país es absolutamente erróneo.

Ser una potencia no tiene que ver solo con el tamaño del PBI, sino con la densidad demográfica, el avance tecnológico, el aparato militar, una gran industria, una diplomacia significativa, un alto poder adquisitivo del conjunto de la población, importancia mediática y presencia estratégica en el orden mundial. Argentina no poseía ninguna de esas características. En 1869, cuando se hizo el primer censo nacional, el país tenía un millón ochocientos mil habitantes, era casi un desierto si tenemos en cuenta su territorio; en 1880, solo debido a la inmigración, llegaba a tres millones y medio. Ese año, Estados Unidos tenía cincuenta millones doscientos mil habitantes y ampliaba su extensión con Luisiana, Texas, partes de México, etc. Solo en la región de Nueva York había más habitantes que en toda la República Argentina. Por esa época, sus fuerzas militares habían actuado en distintas partes de América Latina para defender sus intereses. Desde el punto de vista diplomático, la Doctrina Monroe de los años 20 ya establecía la intención de expandir su predominio a todo el subcontinente.

En cambio, la Argentina había perdido la República Oriental del Uruguay y apenas pudo conservar la Patagonia. Su fuerza militar solo servía para aniquilar a la población indígena y alimentar la guerra civil interna que, en un país dividido, azotaba a su principal región, la provincia de Buenos Aires. La Capital Federal solo pudo establecerse en 1880, cuando se federalizó tras muchos enfrentamientos y pasó a pertenecer a la nación. Algunos mencionaron que una de las características de aquella “potencia” era la estabilidad política. Una “estabilidad” que se refería a gobiernos fraudulentos sin verdadera oposición y que negaba la ciudadanía a los inmigrantes.

En suma, la noción de potencia no se corresponde para nada con la realidad argentina de aquella época. El senador Uriburu, en un discurso en el Congreso, reconocía que la providencia siempre venía al rescate para reparar las fallas del Estado: la naturaleza brindaba, con sus lluvias, el agua que necesitaban los campos para aumentar sus cultivos maravillosos. Vaya potencia aquella en que los éxitos del país se debían más a la generosa providencia que al buen desempeño de los gobernantes. 

El desprecio por lo estatal fue reafirmado por Juárez Celman al promover, en 1890, la privatización de los servicios públicos, afirmando: “Lo que conviene a la nación, según mi juicio, es entregar a la industria privada la construcción y explotación de las obras públicas que por su índole no sean inherentes a la soberanía, reservándose el gobierno la construcción de aquellas que no pueden ser verificadas por el capital particular”. El Estado brillaba por su ausencia, al contrario de lo que sucedía con las verdaderas potencias, donde se fomentaba la infraestructura básica que permitía una rápida industrialización.

El caballito de batalla de Milei es que, para cortar esta larga decadencia, que se habría iniciado no con Perón, sino con el primer gobierno elegido de manera democrática en la historia argentina, el de Hipólito Yrigoyen, es preciso acabar con la moneda nacional y “dolarizar”. Quienes proponen la dolarización están planteando, en esencia, ceder el control de la política monetaria y de la política económica, en un país sin soberanía, a un ente externo.

En Parece cuento que la Argentina aún exista (2020) critico esta idea basada en las cifras de un economista británico de la OCDE, Angus Maddison, quien, en su libro The World Economy, señala que entre 1890 y 1914 Argentina tuvo altas tasas de crecimiento, y que esas tasas no volvieron a repetirse después. Dichas estadísticas las fabricó el propio Maddison sin ningún rigor. Él mismo confiesa apoyarse en el presunto crecimiento de años anteriores sobre los que no existe la más mínima estadística, ni siquiera sectorial. Argentina recién empezó a calcular su producto bruto en los años 40 del siglo XX; antes todo eran suposiciones. Maddison sostiene que la Argentina anterior a 1880 creció notablemente y aplica el mismo porcentaje al período 1880-1914. Por otro lado, no es posible comparar los PBI per cápita de la Argentina de esa época con la de mediados del siglo XX y mucho menos con la actual, porque durante el siglo XX la población se multiplicó.

Maddison, Dornbusch, Caballero, Cortés Conde y los adalides de la convertibilidad-dólar parecen ignorar que a fines del siglo XIX hubo grandes crisis económicas que se debieron al endeudamiento externo. Es decir, Argentina crecía, pero sobre la base del endeudamiento, lo que producía una crisis cuando los grandes países acreedores dejaban de invertir aquí, porque querían hacerlo en sus propios países o en otros lugares, donde les rendía más. Esto originaba un problema en la balanza de pagos que ya venía desde principios del siglo XIX con el empréstito Baring de 1824, y luego con numerosos préstamos que recibió hasta los 80 y provocaron en 1890 una crisis formidable que obligó a hacer arduas negociaciones con Gran Bretaña. En síntesis, Argentina dependía de su comercio exterior exclusivamente y solo podía obtener divisas a través de este o, en su defecto, tomando deuda. Necesitaba esas divisas para importar, porque no había industrias. Ese fue el primer problema que tuvo el país y que se repetiría en épocas posteriores.

Por otro lado, los números del mito de la decadencia nada dicen de las pésimas condiciones de vida de la mayoría de la población en aquellos “años dorados”. El informe de Bialet-Massé, un médico y abogado de origen catalán, que escribió a pedido del ministro Joaquín V. González para establecer una ley nacional de trabajo que no se aprobó en el Parlamento, es muy duro con respecto a las condiciones laborales de los trabajadores argentinos, incluyendo a mujeres y niños, sobre todo en el campo. A pesar de que se decía, y se dice aun hoy, que la Argentina era un país sumamente rico, los trabajadores eran sumamente pobres, tenían una vida muy precaria y dependían completamente de quienes los contrataban. En 1940, el diputado Alfredo Palacios publicó un libro titulado El dolor argentino, que es el resultado de un recorrido por las mismas provincias que había visitado Bialet-Massé, y llegó a las mismas conclusiones cuarenta años después.

Para esta mitología la decadencia argentina comenzó con el proceso de industrialización por sustitución de importaciones originado por los obstáculos internacionales externos, los acuerdos proteccionistas y, luego, la guerra, que impidieron a la Argentina seguir importando productos necesarios.

Por otro lado, hay una continuidad entre Martínez de Hoz, Menem, Macri y Milei, que fue lo que terminó causando la crisis de 2001 y la actual. Las caídas económicas se deben, sobre todo, a la conducción de la economía por parte de sectores de derecha, que son liberales de palabra, pero en verdad siempre pujan por tener un sistema de convertibilidad (o dolarización) que les permita beneficiarse con una relación fija del tipo de cambio. Y cuando ya no les conviene, desplazan a los sectores dirigentes, como ocurrió con Alfonsín, y se aprovechan de los procesos inflacionarios. Cuando Martínez de Hoz llegó al poder, en 1976, prometió que iba a eliminar la inflación de la Argentina para siempre, y no lo logró en absoluto: se mantuvo e incluso más tarde se produjeron hiperinflaciones. Actualmente, el Gobierno mantiene un régimen cambiario que semeja en algunos aspectos a la convertibilidad menemista. Hubo una fuerte devaluación del tipo de cambio y un blanqueamiento que constituye una nueva tablita cambiaria. El posterior abaratamiento del dólar responde al mismo juego y completa ese proceso: ya hay una convertibilidad encubierta, pero sin salida del cepo cambiario, lo que la hace muy inestable y dependiente del humor político y económico y de un nuevo endeudamiento que acentuará las crisis del sector externo.

Existe una falsa dicotomía entre ajuste y desarrollo. Lo que debe ser prioritario es el desarrollo económico y, sobre todo, con mayor equidad, aunque este gobierno prioriza el ajuste. Todos los gobiernos que eligieron la misma senda nos han traído crisis; así ocurrió en 1976, 1980, 1990 y 2001, con un efecto de redistribución negativo. Por esto, si hay inflación, se debe tratar de reducirla movilizando las fuerzas que permitan ampliar el mercado interno y restablecer el aparato productivo. El pasado lo demuestra: en cada momento en que se aplicaron medidas de ajuste y se intentó reequilibrar el mercado cambiario, se terminó en crisis más agudas.

Las políticas de ajuste suelen inspirarse en una teoría monetaria de la inflación, según la cual es producto del aumento de la emisión de moneda y lleva a un desbarajuste del sistema económico. Sin embargo, la inflación no es solo resultado de la oferta y la demanda de dinero sino también, sobre todo en los países subdesarrollados, de estrangulamientos del sector externo, y su efecto más perverso es sobre la distribución de ingresos. Keynes dice que un cambio en el nivel de precios “importa a la sociedad en el momento en que su incidencia se manifiesta de manera desigual”, es decir, alterando los precios relativos. En nuestro caso, las medidas ortodoxas para afrontar la inflación implican licuación de salarios, jubilaciones y otros tipos de ingresos junto al aumento de tarifas e impuestos al consumo, la liberalización de los precios, la disminución de subsidios y beneficios indirectos, el incremento de medidas que favorecen a las mayores fortunas, el cumplimiento estricto de la deuda y la posible toma mayor de ella.

Contra la teoría monetarista, un análisis a fondo de los procesos inflacionarios demuestra que son numerosas las causas que pueden dispararlos. Constituyen subas generales de precios, pero provocan transferencias de recursos de unos sectores a otros. Indagar cómo ocurren estas transferencias y cuáles son los grupos ganadores y perdedores revela mucho acerca de la naturaleza de la inflación en las distintas etapas de la historia económica argentina. Las actuales medidas ortodoxas de ajuste multiplican y agravan estos efectos y producen la profunda recesión que estamos viviendo. La llegada de Javier Milei a la presidencia es síntoma de un profundo malestar social y de deficiencias de la democracia argentina y sus gobiernos. Pero a cuarenta años del fin de la última dictadura, corremos el riesgo de que la democracia deje de ser el sistema mejorable para construir la vida en común. El Gobierno pone en jaque el pacto fundante de 1983. Y aunque desprecia la historia, utiliza el pasado a su guisa y paladar para justificar sus acciones. Esto tampoco es el apocalipsis, pero estamos en tiempos difíciles. Creo firmemente en que se podrán recuperar los derechos conseguidos que se están destruyendo o amenazando. Y retomar un sendero de crecimiento. Para eso es necesario, mediante el pensamiento crítico y el análisis histórico, señalar los fracasos que estas políticas tuvieron en el pasado. Como los detectives, debemos hallar las huellas criminales en el barro de la historia.

*Profesor emérito de la UBA.