Migrantes a la deriva

Crónica de la guerra silenciosa del Mediterráneo

Una periodista italiana narra en primera persona la intensa y dolorosa experiencia de recorrer las aguas que separan su país de África para rescatar a cientos de personas a la deriva, muchas de ellas niños. Ante la dureza con que trata a esos pobres entre los pobres, lamenta: “Italia ha perdido el alma, necesita la humanidad de Argentina”.

Foto: cedoc

Para venir a Italia se ha vestido elegante. La túnica larga de algodón ocre estampada con grandes círculos rojos y negros le llega a los dedos de los pies. Está empapada en combustible y agua de mar. La mezcla arde, devora la piel hasta los huesos. Tiene arena en el pelo recogido en la nuca.

Desde la balsa salvavidas dos brazos la empujan hacia arriba. Dos manos salen del barco y la agarran. Finalmente, lo logra, está a bordo. Cae al suelo de rodillas, llora, grita, un grito de alegría. Su hija, de pocos meses, ya a bordo, la mira en silencio, no llora.

La mirada de la niña pasa muy seriamente de su madre, con la frente mojada en la cubierta, al mar abierto. Observa todo en silencio, con los brazos alrededor del cuello de Izaro, la partera a bordo. Fue ella –voluntaria vasca, treinta años– quien estaba de guardia con los binoculares en la proa hace una hora y vio ese punto negro en el borde del horizonte: 28 personas, 2 niños de 4 y 6 meses, un niño de dos años, una mujer embarazada, perdidos entre las olas en un barco de madera azul de 5 metros.

Habían partido la noche anterior desde la costa de Libia. Se les desprendió la base del motor, se quedaron sin hélice. A la deriva.

La chica del vestido largo mojado está sentada sobre sus talones, de cara al suelo, sollozando y riendo. Inmóvil, parece alejada de todo, físicamente vaciada. Levanta los ojos y repite en francés: “Nunca imaginé, el horror en Libia, nunca lo imaginé”.

Finalmente se deja levantar y camina descalza hasta el gran espacio reservado en la popa para mujeres y niños. Apoya un pie inseguro sobre el umbral, mira las paredes pintadas, el cambiador, los pañales. Mira hacia la puerta, duda. Luego entra: el lavabo con agua potable, el espejo, las grandes literas, las mantas, el champú. “¿Por moi?” (¿Para mí?). Se sienta, acaricia con la mano el colchón azul, se levanta, camina, se sienta, se levanta, se desnuda, se mete en la ducha. Abre la puerta de plástico gris y hace un gesto con la mano para llamar. Bajo el agua que cae, dice “merci” con una risa desgarradora.

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Nikolas von Kameke, alemán, médico de emergencia, 33 años, dirige uno de los rhibs, los botes rápidos de rescate de la Humanity 1, barco de salvataje con los voluntarios de la ONG alemana Sos Humanity: “Cuando nos acercamos el olor a combustible era muy fuerte. Vi un bosque de manos, alguien rezaba, alguien reía, todos gritaban. Lo más fuerte de todos es el llanto de los niños. En los rhibs tengo una distancia profesional de todo para actuar, pero el llanto de los niños en medio del mar golpea fuerte en medio del corazón”. Él dice: “Había cinco delfines debajo de nuestro bote, uno dio un salto de altura sobre la proa cuando nos acercamos”.

Una mujer robusta y pesada de repente se arrojó con los brazos y se agarró al costado del rhib para pasar sola, no quería esperar el traslado. Una ola se levantó, empujó el bote lejos del barco, ella quedó con su cuerpo afuera, estuvo a punto de caer al agua. Fares, sirio, excelente traductor de árabe que vive en Roma hace 13 años, la recuperó y de un tirón la arrojó dentro. “Vi tanto vómito dentro de su barco, dice, tanto vómito y tanta orina”.

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Las tres de la madrugada del viernes 17 de mayo. El sonido del mar llega desde detrás de la alta pared oscura de los baños de popa. Un rayo de luz a bordo mantiene iluminado en la oscuridad un bote sobrecargado y desinflado. Alarmphone, la red de activistas y organizaciones que proporciona asistencia de emergencia a personas en peligro en el mar Mediterráneo central, lanzó un SOS. Un gran carguero, Fairchem Blade, vio el barquito lleno de gente desesperada y se detuvo a esperar.

Demasiado grande para acercarse sin riesgo, inadecuado para el rescate, lo vigiló hasta que ocho horas más tarde salieron los botes con chalecos salvavidas del Humanity 1. Espera infinita, por fin llega la autorización de salvamento del Centro de Mando de las Autoridades Portuarias de Roma (Itmrcc): transbordo.

Y sí, en la guerra atroz de la Unión Europea y del gobierno italiano contra los migrantes, el derecho internacional y el derecho del mar fueron borrados y por el momento reina el absurdo. Para salvar náufragos –obligación de cualquiera que los vea en el medio del mar– y llevarlos a salvo a un puerto italiano, hay que pedir autorización al Itmrcc, una institución servil a la Liga di Matteo Salvini y al gobierno de Giorgia Meloni, que en la piel de los migrantes jugaron hasta ahora su fortuna electoral cosechando los votos xenófobos de una Italia que se olvidó de cuando llenaba de su gente barcos cargados de personas que escapaban del hambre para buscar nueva vida cruzando el Atlántico.

Hay una guerra en curso en el Mediterráneo contra seres humanos a la deriva y sin agua potable. La noticia de estas muertes desaparece con sus cuerpos.

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El salvataje está autorizado, por fin. Se trata de 42 personas, 22 menores de edad, de los cuales 19 viajan solos. En el mar durante tres días, esta es la segunda noche a la deriva. El motor se rompió. La línea de flotación en la popa es muy baja, soplan fuertes vientos, entran olas de agua salada. Las personas están atontadas por los vapores del combustible. Están todos fríos, deshidratados, empapados. Uno a uno los suben a bordo.

Bajo la parpadeante luz de neón, una hilera de rostros muy jóvenes en mal estado. Tariq es muy delgado y tiene la cara de un niño lleno de miedo. No habla, no hablará en toda la noche, tiembla.

Un niño con los ojos desorbitados sale tambaleándose de la fila para recoger mantas. Tiene hambre, sus manos secas por la sal no pueden sostener la mochila de rescate, una bolsita con jabón, toalla, pasta de dientes, una sudadera, una manta, agua y alimentos de sobrevivencia. No puede ir solo al baño. Tiene miedo de cerrar la puerta.

Un chico de quince años sube con la camiseta azul de la selección italiana de fútbol. Se sienta y abraza a uno más pequeño que lleva la rojinegra del Milan.

Un chico alto y delgado, muy delgado, camina descalzo buscando un cuchillo para abrir la cinta en la que está envuelto su celular. “Mamá, mamá”, susurra riéndose, quiere decirle a su madre que está vivo, que lo logró. Muestra la camiseta increíblemente blanca debajo de la chaqueta: “Venecia”. Otro niño, otra camiseta de fútbol: Ozil 8.

Se sientan en los bancos en silencio, miran la espuma de las olas que suben desde la popa, las más grandes apuntan a dos altas llamas anaranjadas en el horizonte, plataformas petrolíferas, alguien dice: “Libia”. Un instante de pánico. El terror de ser devueltos a los lager de Libia.

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En la popa desierta, antes del amanecer, Sami no tiene paz. Escondido bajo la capucha de su abrigo se sienta, se levanta, se sienta, se levanta. Estaba en el barco de madera que quedó a la deriva sin el pie del motor. Sin hélice, sin propulsión en medio del mar es una muerte segura.

Él lo había entendido desde el primer momento y todavía está dentro de ese terror. Tiene casi 30 años, proviene de África Central y estudió Gestión y Finanzas en la universidad. Habla bien inglés y francés. Las manos muy suaves, siempre en movimiento: “Vi el motor averiado y entendí: I’m over”. Se acabó.

“Pensé: todos vamos a morir”.

Para ser habitable, la desesperación debe tener niveles, grados sucesivos, él estaba tocando el último, ese en el que te vuelves loco de terror.

“Ya no soporto no llegar a ningún lado––dice–, me habría tirado al agua. Cuando vimos a ustedes de lejos pensamos que eran los libios que nos llevaban a prisión. Pero no, eran ustedes”.

Tiembla. No puede quedarse callado, quiere hablar de Libia, del último año que pasó en Trípoli. “Esta es mi quinta vez. Por cuatro veces ya intenté subir a un bote para llegar a Italia y cada vez fuimos capturados por los milicianos que forman la Guardia Costera de Libia pagados por Italia para devolvernos. Nos gritaban: ‘animales, animales’. Y nos pegaban con bastones. Vomité cuando me recogieron del bote. Alguien con una cuerda me estaba azotando, gritando: ‘Ahora cómelo todo’, me hizo comer todo el vómito”.

Le tiembla la mano y se le eleva la voz. Al chico que viaja con él, si le dices “ahora estás a salvo, vámonos a Italia”, su mirada se ilumina por un momento. A Sami no. Tiene miedo.

Parece estar ante un abismo. Él dice: “No sé qué hay allí en Italia, qué sucede allí, no sé cómo es”. Sabe, intuye que está cubierta de madera, esta nave azul, es un breve respiro entre dos infiernos, un cigarrillo entre dos check point.

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Durante el viaje desde Ortigia, en Sicilia, hacia el sur del Mediterráneo central, hace días, mientras descendíamos hacia aguas internacionales frente a la costa de Trípoli, vimos una pequeña tortuga desde el puente inferior. Luego otra, otra más, luego dos más. Viajaban juntas.

Flotaban sobre la superficie del agua arrastradas por la corriente. Si las hubiéramos recogido, atendidas a bordo y el capitán hubiera regresado hacia Italia pidiendo ayuda en tierra, habríamos encontrado gente experta dispuesta a recibirlas en un puerto cercano, seguramente siciliano, quizás la isla de Lampedusa, el puerto seguro más cercano a Libia.

Seguimos navegando, sacamos del agua a seres humanos, unos setenta seres humanos empapados, llenos de miedo y de sueños: dos niños de 4 y 6 meses, un niño de dos años, algunos con síntomas de infección respiratoria, con sarna, una mujer embarazada, adultos y niños con heridas de tortura. Puerto asignado por el Centro de Mando de las Autoridades Portuarias de Roma: Massa Carrara, a solo 1.300 kilómetros de donde los robamos a la muerte que los esperaba en el fondo del mar.

Italia perdió el cerebro y el alma, necesita de Argentina. Necesita la humanidad, la fantasía, la memoria que Argentina tiene. Los italianos necesitamos que los argentinos nos recuerden de dónde venimos, por favor hagan algo ustedes. Se lo pedimos de corazón: por favor ayúdennos. Ustedes son la prueba viviente de que todos nosotros somos producto de una migración, ustedes tienen personas como Enrique Piñeyro que con sus viajes con su avión salva a muchísimas personas, prófugos que si intentan escapar por el Mediterráneo la Agencia Europea Frontex, que patrulla el mar desde el cielo, y el gobierno italiano, los dejarían morir allá donde están. Los italianos tenemos personas con mucha experiencia, profesionales muy buenos de las operaciones de búsqueda y socorro en el mar. Trabajemos juntos.

*Periodista. A bordo del barco Humanity 1, en aguas internacionales del mar Mediterráneo, frente a la costa de Trípoli.