LIBRO

Somos seres digitales

Relación del hombre, lectura e historia.

En No soy un robot de editorial Anagrama Juan Villoro reflexiona sobre cómo lo digital transforma nuestras vidas y nuestra relación con la lectura. Foto: juan salatino

Estudié Sociología en los años setenta, cuando ya se habían roto los prejuicios respecto a la importancia de la cultura popular y se alertaba sobre el efecto manipulador de los medios masivos de comunicación. La publicidad y sus «mensajes subliminales» amenazaban con convertir al ciudadano en un zombi sin otro proyecto que el consumo. Al analizar un anuncio de televisión se descubrían estímulos ocultos. Por ejemplo, los hielos en un vaso de whisky tenían forma de calavera, lo cual sugería: «Bebe y morirás». Podría pensarse que no se trataba de un aliciente, sino de una advertencia, pero el anuncio estaba destinado a consumidores específicos: los deprimidos que cortejan un suicidio a plazos.

En esa época de pocos canales de televisión, el horario «Triple A» unificaba a los espectadores y la programación se sometía a la dictadura del rating. La popularidad de los programas, como demostraría Pierre Bourdieu en una conferencia deliberadamente impartida por televisión, no dependía de la libre elección de los televidentes; era inducida por los programadores.

En 1964, en El hombre unidimensional, Herbert Marcuse combinó las teorías de Freud y Marx para indagar la represión de la libido provocada por el trabajo industrial y las nuevas formas de dominación de la conciencia. En el capitalismo tardío las conductas se estandarizan y la gratificación se somete a los imperativos de la moda; las mercancías adquieren el rango de fetiches y los compradores depositan en ellas sus anhelos más recónditos, cancelando opciones que podrían singularizarlos. La vida se reproduce en serie, dominada por un superego que llega por medio de idolatrías mediáticas, anuncios de sopas, hipotecas, ropa de temporada y compor- tamientos diseñados en Hollywood. En 1950, en plena euforia de la posguerra, Diners Club lanzó la primera tarjeta de crédito y los sueños de consumo se dispararon: el poder adquisitivo parecía depender más del anhelo que del dinero.

A contrapelo de Freud, Marcuse se oponía a que el ser humano sacrificara el principio del placer en aras del principio de realidad y preconizaba una liberación libidinal, ajena a las normas del comercio, la tecnología y el Estado. Desde su título, Eros y civilización modificaba la pareja freudiana de «Eros y Thanatos», irreconciliable tensión entre la vida y la muerte, sustituyéndola por un hedonismo comunitario. No es casual que se convirtiera en uno de los pocos filósofos ci- tados por el movimiento hippie.

En el mismo año de El hombre unidimensional, Umberto Eco publicó Apocalípticos e integrados, obra decisiva para abordar la cultura de masas. El semiólogo italiano reconocía dos actitudes extremas ante el asunto. Los «apocalípticos» eran integristas que sólo aquilataban la alta cultura y los «integrados» aceptaban, sin clasificación ni jerarquías, todas las formas de representación cultural. Ambas posturas eran innecesariamente extremas. Como Roland Barthes en Francia o Carlos Monsiváis en México, Umberto Eco contribuyó a romper la inútil división entre alta y baja cultura y estudió las mitologías contemporáneas –del Corsario Negro a Superman como un sistema de signos no muy distinto de la teología medieval.

También en el canónico 1964 Marshall McLuhan publicó Comprender los medios de comunicación. Su diagnóstico de la era electrónica fue menos optimista que el de Eco. El comunicólogo canadiense no creía en la coexistencia pacífica entre los discursos de la letra y la imagen. Profeta iconográfico, auguró que la civilización del libro cedería su sitio a una Aldea Global, regida por imágenes, que provocaría un nuevo comportamiento tribal: las pantallas, los dibujos animados y los hologramas congregarían a las multitudes al modo del fuego que reunió a la horda primigenia. La cultura escrita llegaba a su fin; los seres humanos del futuro serían pictográficos. McLuhan ignoraba que la siguiente revolución tecnológica sería protagonizada por un aparato alimentado de letras: la computadora personal. Por lo demás, su propia obra ponía en riesgo su profecía, pues escribió un libro apasionante para anunciar el fin del libro: La galaxia Gutenberg.

Tres años más tarde, en 1967, el filósofo situacionista Guy Debord dio con un título tan afortunado que se convirtió en la parte más citada de su libro: La sociedad del espectáculo. Al analizar la cultura mediática, Debord advirtió que la experiencia contemporánea tiende a convertirse en «puro objeto de contemplación».

¿Cómo reaccionar desde el arte a esas formas de la alienación? El escritor y crítico de arte Jaime Moreno Villarreal ha llamado la atención sobre un hecho que ocurrió a fines de 1967: el pintor chileno Roberto Matta viajó a Cuba para participar en un congreso de intelectuales y tituló su ponencia «La guerrilla interior». Poco antes de su partida, dejó en manos del poeta Jean Schuster, albacea del legado de André Breton, una serie de notas tituladas «Infraréalisme». Moreno Villarreal se pregunta si el artista conocía el término acuñado por Ortega y Gasset en La rebelión de las masas, donde habla de «hacer un arte donde aparezcan en primer plano, destacados con aire monumental, los mínimos sucesos de la vida». De las «tremendas nimiedades» de Chesterton a la «majestad de lo mínimo» de López Velarde, pasando por lo «inmensamente pequeño» de Josep Pla, sobran ejemplos de la atención acrecentada que la literatura otorga a lo que podría pasar inadvertido. En el caso de Matta, la categoría de «infrarrealismo» tiene un sesgo estético, pero también político, antienajenante. La realidad parece disolverse en el bosque de espejos de la sociedad del espectáculo; en consecuencia, el arte no puede limitarse a recuperar su reflejo; debe invertir las jerarquías de valoración para aquilatar los vidrios rotos, las esquirlas, los desechos, el sutil desperdicio de lo real. En su «guerrilla interior», Matta otorga un creativo sentido íntimo a la lucha contra la cosificación capitalista.

Muchos años después, su paisano Roberto Bolaño popularizaría el infrarrealismo. En el México de los años setenta, en compañía de Mario Santiago Papasquiaro, fundaría la vanguardia de los infrarrealistas y en la novela Los detectives salvajes la transmutaría en un movimiento gemelo, el visceralrealismo. De acuerdo con Ricardo Piglia, el detective es una variante popular del intelectual. Indaga huellas y pistas dispersas para dotar de sentido a la realidad. Por lo tanto, el detective salvaje es un investigador rebelde, poético. No decodifica textos, sino vidas. Muchos personajes de Bolaño carecen de obra escrita; su verdadero arte consiste en vivir de otra mane- ra. Se trata, pues, de indagar las posibilidades ocultas de la experiencia, de ejercer la «guerrilla interior» propuesta por Matta.

En 1976 ingresé a la carrera de Sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana-Iztapalapa. Nuestro campus se ubicaba en un erial de la Ciudad de México cercano al Cerro de la Estrella, donde los aztecas encendían el Fuego Nuevo para celebrar que el mundo no acabara con el año. En esa tierra baldía, los únicos signos de urbanización eran un convento de monjas vicentinas, una cárcel de mujeres y un tiradero de basura. Aunque el sitio no parecía muy auspicioso, se prestaba para un empeño pionero. En su mayoría, los salones estaban vacíos y aguardaban estudiantes todavía futuros.

Los libros de Marcuse, Eco, Debord y McLuhan estaban en el aire, pero el núcleo duro de los estudios era el marxismo. Al modo de un mantra, recitábamos una frase del prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política: «No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino el ser social lo que determina la conciencia. Todo tema dependía, en última instancia, de las condiciones de producción. Los fenómenos culturales, ideológicos, religiosos, morales, es decir, «espirituales», debían entenderse a la luz del materialismo dialéctico.

Entre las obras del canon marxista encontré una que se desmarcaba de la ortodoxia economicista y que se convirtió en el remoto antecedente de este libro: La teoría de la enajenación en Marx, de István Mészáros.

En la UAM-Iztapalapa los estudios no desembocaban en una tesis propiamente dicha, sino en un trabajo extenso. El mío llevó el título de El reino olvidado, inspirado por unas frases de Julio Cortázar: «En algún rincón, un vestigio del reino olvidado. En alguna muerte violenta, el castigo por haberse acordado del reino».

La biografía de Mészáros merece ser contada en clave heroica. De niño fue testigo de la Segunda Guerra Mundial; hijo de una madre soltera, en la adolescencia falsificó su acta de nacimiento para poder trabajar en una fábrica de turbinas, donde experimentó en carne propia la deshumanización del trabajo manual. Sobrellevó ese esfuerzo gracias a que des- cubrió la lectura en una librería de barrio y ahorró lo suficiente para ingresar a la Universidad de Budapest, donde fue discípulo de György Lukács. Siempre cercano a la literatura, se doctoró con una tesis sobre la sátira y la realidad. Se opuso al ala dogmática del Partido Comunista Húngaro y estuvo a punto de ser expulsado de la universidad por defender la postura renovadora de Lukács. En 1951, cuando se prohi bió Csongor y Tünde, pieza teatral de Mihály Vörösmarty, dramaturgo del siglo XIX, Mészáros aprovechó los vientos re- novadores que soplaban al interior del Partido Comunista, escribió un ensayo contra la censura y consiguió que la obra volviera al Teatro Nacional.

El clima de cambio duró poco. En 1956 los tanques de la URSS ocuparon Budapest, Lukács fue arrestado y Mészáros se exilió en Italia y luego en Inglaterra. En 1970 publicó La teoría de la enajenación en Marx, donde confirmó sus convicciones marxistas al tiempo que criticaba las derivas dogmáticas del socialismo. Su obra llegó a nosotros como la de un disidente que pretendía ser leal a las verdaderas raíces del maestro.

La influencia básica de Mészáros son los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, que para los años setenta habían adquirido un aura casi mágica. Escritos por Marx a los veintiséis años, fueron publicados por primera vez en la Unión Soviética en 1927 y en otros países a partir de 1932. Esos papeles perdidos y milagrosamente recuperados ejercían la fascinación del borrador que pide ser completado por la interpretación. Para algunos, se trataba de un evangelio que debía ser considerado apócrifo, ya superado por la opus magna; para otros, era la clave decisiva del pensamiento marxista. Mészáros pertenecía al segundo grupo. El concepto de enajenación, omnipresente en los Manuscritos (y a veces mencionado con los nombres de «alienación» o «extrañamiento»), representaba para él el nervio decisivo del marxismo, el germen de la teoría del fetichismo de la mercancía que desarrollaría en El capital y de la idea de la «autoenajenación», esencial a la filosofía.

La historia del concepto de «enajenación» se remonta al pecado original y la Caída del ser humano ante Dios, que escinde al sujeto de la naturaleza. Abundan las evocaciones literarias de una venturosa era anterior, la arcadia de plenitud donde el individuo vivía integrado al mundo. Cervantes resumió esa nostalgia en el brindis con que el Quijote dejó perplejos a un grupo de cabreros: «Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron el nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío». Durante la Ilustración, Diderot recuperó con palabras muy similares el discurso sobre «el reino olvidado». En su Supplément au Voyage de Bouganville comenta que la conflictiva existencia de las «necesidades artificiales» con los «bienes imaginarios» proviene de la «distinción entre lo tuyo y lo mío» y la incapacidad de sobreponer «el bien general al bien particular».

Siguiendo al primer Marx, Mészáros juzga que la enajenación se agudiza con la propiedad privada y la división del trabajo. Su crítica se dirige en lo fundamental al capitalismo, pero se extiende a toda forma de explotación que des- humaniza al individuo, incluyendo la del trabajo socialista:

«La actividad es actividad enajenada cuando adopta la forma de un cisma u oposición entre “medios” y “fin, entre “vida pública” y “vida privada, entre “ser” y “tener, entre “hacer” y “pensar”».

La tensión entre el «joven Marx» y el «Marx maduro» representaba para numerosos exégetas la tensión entre el filósofo y el economista político. Las versiones cientificistas del marxismo prefirieron al segundo en detrimento del primero. Mészáros propuso la adopción integral de ese pensamiento. Toda enajenación proviene del tipo de trabajo que se desempeña y la forma en que se consume. En dicha medida, pertenece a la esfera de la economía, pero tiene consecuencias morales, religiosas, ideológicas y estéticas.

Concluí la carrera de Sociología con el sentimiento de culpa del marido enamorado de su amante. Desde mi ingreso a la Unidad Iztapalapa pensaba dedicarme a la literatura. Asistía al taller literario de Augusto Monterroso y había publicado algunos cuentos. Pasar por el expediente universitario era un requisito para no pelearme con mi padre, que había dedicado su vida a la academia. Con el tiempo, la Sociología se revelaría como algo más que un recurso para conservar el respeto paterno. Las reflexiones de El reino olvidado no desaparecieron del todo y la sorprendente realidad del tercer milenio les dio nueva importancia.

En su prólogo (más tarde publicado como epílogo) a la trilogía Nuestros antepasados, Italo Calvino se refiere al vacío que determina su novela El caballero inexistente, protagonizada por una armadura sin cuerpo, y brinda un anticipado marco de referencia a este libro: «Desde el hombre primitivo, que al ser un todo con el universo podía ser considerado inexistente, por estar indiferenciado de la materia orgánica, hemos llegado paulatinamente al hombre artificial que, al formar un todo con los productos y con las situaciones, es inexistente porque ya no se roza con nada, no tiene ya relación (lucha y a través de la lucha, armonía) con lo que (natu- raleza o historia) está a su alrededor, sino que sólo, de forma abstracta, “funciona”». El ser humano moderno alcanza una inexistencia artificial a través de la sumisión a los objetos y las normas sociales que lo coaccionan. El caballero inexistente anuncia la era digital. Absortos en las pantallas, nos preguntamos: ¿dónde queda la realidad?

«La vida es lo que sucede mientras hacemos otras cosas», dijo John Lennon. Percibimos de manera más acuciosa el recuerdo del pasado o la anticipación del porvenir que el evanescente momento que nos constituye.

La realidad virtual ha permitido una evasión casi completa del mundo de los hechos. En esa medida, obliga a resignificar el tema de la enajenación. El ser humano escindido de sí mismo recibe hoy los normalizadores nombres de «cliente», «seguidor», «usuario».

Durante la pandemia de 2020 volví al libro de Mészáros y encontré intransitable su discurso. Los discípulos de Marx crearon un sublenguaje defensivo, sólo apto para «iniciados», al que nunca aspiró el maestro, deseoso de hacerse entender y que sólo deponía su condición proselitista para adoptar la de polemista (a tal grado, que escribió Miseria de la filosofía en francés para que lo entendiera su rival, Pierre-Joseph Proudhon, autor de Filosofía de la miseria).

Con todo, las principales preocupaciones de Mészáros mantienen insólita vigencia. El drama de la enajenación no fue resuelto en la sociedad de mercado ni en el socialismo real- mente existente. Ambos modelos fueron fábricas de zombis.

Mészáros puso en el centro de la discusión la Gesamtper­ sönlichkeit, la personalidad integral. Si las condiciones de trabajo y la representación de la realidad no son controladas por los actores sociales, la despersonalización está garantiza- da. Esa opresión, que las «guerrillas interiores» de la contra- cultura y el arte trataron de combatir, se reforzó con la realidad virtual. Concebida en un principio como un territorio de libertad e imaginación, la comunidad 2.0 se transformó en un entorno donde el sujeto se somete a designios ajenos creyendo que expresa su individualidad, donde el autoritarismo tecnológico se percibe como un beneficio.

Durante la pandemia existimos casi exclusivamente a través de las pantallas y nuestra presencia se volvió opcional.

¿Cómo definir al sujeto tras la mascarilla sanitaria? En palabras de Paul B. Preciado: «No intercambia bienes físicos ni toca monedas, paga con tarjeta de crédito. No tiene labios, no tiene lengua. No habla en directo, deja un mensaje de voz. No se reúne ni se colectiviza. Es radicalmente individuo. No tiene rostro, tiene máscara. Su cuerpo orgánico se oculta para poder existir tras una serie indefinida de mediaciones semio-técnicas, una serie de prótesis cibernéticas que le sirven de máscara: la máscara de la dirección de correo electrónico, la máscara de la cuenta de Facebook, la máscara de Instagram. No es un agente físico, sino un consumidor digital, un teleproductor, es un código, un píxel, una cuenta bancaria, una puerta con un nombre, un domicilio al que Amazon puede enviar sus pedidos».

Las representaciones de la realidad estudiadas por Marcuse, McLuhan, Eco, Barthes, Debord y tantos otros han conducido a la casi absoluta alienación de seres replicantes descrita por Preciado.

Terminada la emergencia (aunque no el virus), volvimos a la realidad. ¿En verdad lo hicimos? Las pantallas y los algoritmos determinan nuestras vidas. La enajenación, que en 1978 me pareció un buen tema para un trabajo de Sociología, hoy está a un clic de distancia. En ese contexto, una tecnología remota adquiere nuevo significado: la lectura.

 

☛ Título: No soy un robot

☛ Autor: Juan Villoro

☛ Editorial: Anagrama

 

Datos del autor

Juan Villoro (Ciudad de México, 1956) tiene una extraordinaria reputación como novelista, cuentista, ensayista y cronista.

En Anagrama ha publicado los ensayos literarios Efectos personales, De eso se trata yLa utilidad del deseo; las crónicas de fútbol Dios es redondo; las novelas El testigo (galardonada con el Premio Herralde; «Cuando ya a nadie se le ocurriría preguntar si es posible escribir la Gran Novela Mexicana, Villoro la puso en la mesa», Álvaro Enrigue, Letras Libres), El disparo de argón