libro

La nueva casta en tiempos de Milei

Ajuste y desmantelamiento del Estado.

En Motosierra y confusión de editorial Sudamericana, Mercedes D’Alessandro analiza el desembarco en la Argentina de un gobierno que se autodefine “liberal libertario”, sus ideas económicas y su resultado de empobrecimiento para todos y riqueza cada vez más concentrada. Foto: juan salatino

La justicia social es injusta”, afirman Milei y Diego Giacomini en Libertad, libertad, libertad, libro publicado en 2019. Bajo ese título y en brevísimas dos páginas explican que la cuestión de si te toca “choza o palacio, ser desposeído o poseedor, trabajador o capitalista”, es fruto de las decisiones que tomaste en tu vida. Según ellos, una mezcla de “destreza superior y/o buena fortu­na”. A quienes mejor les va es a aquellos que siguieron bien las señales del mercado –que ofrece recompensa– y, además, con­tribuyeron a la producción social; si hacen tanto dinero es porque están ofreciendo cosas necesarias. Por eso, dado que su fortuna es merecida y aporta a la sociedad, ¿de dónde sale la demanda de justicia social? La respuesta es simple, reside en “el descontento que el éxito de algunos hombres produce en los menos afortu­nados o, para expresarlo directamente, en la envidia”. Es decir, para los libertarios, quienes luchamos por la justicia social somos resentidos, envidiosos y queremos redistribuir riqueza como for­ma de venganza hacia esos otros más hábiles y/o afortunados. “El castigo al exitoso nos hundirá en la pobreza”, diría Milei.

Esta concepción de la justicia social, caracterizada por su aparente injusticia, prendió en el sentido común, impulsada por el culto a la meritocracia. Y, digamos todo, por el fracaso econó­mico del gobierno del Frente de Todos, que terminó por vaciar de contenido ese ideal. En contraste, los entusiastas del mercado y la meritocracia encontraron nuevas figuras en las que apoyarse, las de los empresarios tecnológicos, y revitalizaron la antigua noción del efecto de-rrame; si a estos ultrarricos y bendecidos por la fortuna les va bien, toda la sociedad se beneficiará. Mientras tanto, el Estado y sus funcionarios –y todo ese grupo que los rodea y que conforma la casta– son la suma de las ineficien­cias, la corrupción y la obsolescencia, lo viejo que hay que dejar atrás. Una maquinaria de opresión que limita las libertades. ¿Qué mensajes subyacen en estas ideas que se presentan como sentido común? ¿Qué papel le quedará al Estado tras el experi­mento económico de Milei? ¿Cómo es que aparece tan legitimada una transferencia de riqueza desde los sectores más pobres hacia los más ricos? ¿Estamos a tiempo de recuperar el concepto de justicia social después del paso de la motosierra y la confusión?

La desigualdad no es un escándalo. En 2022, la lista de milmillonarios del mundo, de Forbes, al­canzó los 2.688 nombres y mostró un crecimiento del 28% en solo dos años, con 593 nuevos integrantes. Por cada uno de estos ultrarricos, un millón de personas se hundían en la mi­seria más absoluta, luchando por sobrevivir sin acceso a lo más básico. Los sectores más beneficiados en ese período fue­ron las compañías de alimentos, farmacéuticas, energéticas, tecnológicas y de intermediación financiera, todo lo que más se necesitó durante la pandemia. Con acierto, la organización internacional Oxfam tituló “Beneficiarse del sufrimiento” el informe que expone esta situación. Los precios de los alimentos y la energía alcanzaron niveles récord en décadas. En diciem­bre de 2021, Estados Unidos registró su pico inflacionario más alto en cuarenta años –que luego alcanzó un nuevo récord en junio de 2022–. Según datos oficiales, los precios de la carne habían aumentado un 16% en noviembre, en comparación con el mismo mes del año anterior, más del doble que la inflación promedio. En ese momento surgían 62 nuevos superricos en la industria alimentaria. Un mundo de lujosos aviones privados en paraísos fiscales llenos de opulencia contrastaba con otro de encierro, tos seca y pérdida del olfato, filas de hambre y solida­ridad de comunidades para alimentar a los caídos del sistema.

En un especial de 2022 de The New York Times, que aborda ese tabú de la riqueza, hay un artículo que ofrece nueve for­mas de ver la fortuna de Jeff Bezos, el fundador de Amazon. Son ilustraciones interactivas para expresar el volumen que implican 172 mil millones de dólares, entre cash, activos pri­vados y acciones, bonos y demás inversiones. Una es una torta que muestra que con una porción de tan solo el 1,9% –de la torta de este señor– se les podría dar educación preescolar a todos los niños de los Estados Unidos durante un año. Otra ilustración compara la riqueza promedio individual en ese país con el diámetro de una galletita Oreo, y la de Bezos, con dos veces el Cañón del Colorado. Pero la que más me impactó fue un dibujo que se puede escrolear de arriba abajo, ida y vuelta, que muestra una especie de Chewbacca armando un paquete y luego convertido en una persona con uniforme en la misma tarea. Abajo se lee: “Un empleado promedio de Amazon a tiem­po completo ganó 37.930 dólares en 2020. Para acumular tanto dinero como Bezos, ese empleado tendría que haber empezado a trabajar en el Plioceno: ¡hace 4,5 millones de años, cuando los homínidos apenas empezaban a pararse sobre dos pies!”. Lo peor es que Bezos recién empezó a ganar plata en 2013. Cuan­do cuento esto en público, en alguna clase o charla, noto que algunos abren los ojos con sorpresa o susurran algo, pero no pasa de ahí. ¿Cómo puede ser que esto esté tan naturalizado? 

Entre los ganadores pandémicos, la Argentina también tuvo uno muy importante, Marcos Galperin y su empresa Mer­cado Libre. Galperin pasó de un patrimonio de 2.500 millones de dólares antes de la pandemia a más de 6.800 millones de dólares en 2021, convirtiéndose en el hombre más rico del país. Mercado Libre fue una de las empresas que más ganaron en el mundo entero. Las medidas de aislamiento –como mos­tramos antes– transformaron la forma de comercialización y consumo, y las plataformas de comercio digital junto con el dinero electrónico tuvieron un boom inesperado. Con patri­monio récord y su empresa creciendo a tasas descomunales, en medio de una crisis económica y con un Estado restringi­do financieramente, Galperin solicitó adherirse a la Ley de Economía del Conocimiento (LEC) para obtener beneficios fiscales. Entre 2022 y 2023 se ahorró más de 100 millones de dólares por este régimen. Luego, en 2024, durante el mayor ajuste económico de la historia, Galperin volvió a acudir al Estado, hizo un acuerdo con el gobierno de Milei para que la AUH se pagara a través de su plataforma. Según él, se trata­ba de un acto heroico para “liberar al pueblo de los curros de los gerentes de la pobreza”, como expresó en X. Pero la AUH no tiene intermediarios; sus beneficiarias –el 93% son muje­res– la reciben directamente en sus cuentas bancarias, y es un derecho que se asigna de manera automática por medio de un algoritmo –hay que cumplir condiciones para recibirla–. Detrás del autoproclamado heroísmo hay otro negocio gigan­tesco: sumar cientos de miles de nuevos usuarios a su red, que le generan todo tipo de beneficios. Como los bancos, estas billeteras también ganan dinero por el solo hecho de que haya depósitos en sus arcas. ¿Por qué? Porque ese dinero, mientras está en tu cuenta, está trabajando. Se presta a otras personas, por las que el intermediario percibe intereses, o se invierte en activos que pagan rendimientos. Este es el negocio de las finanzas. Es decir, Mercado Libre consigue una masa mayor de usuarios, que seguramente –por su perfil socioeconómico– terminarán tomando crédito de su plataforma, a quienes les cobrará intereses, y así. A su vez, los datos de las operacio­nes son muy valiosos; transacciones, preferencias, búsquedas, todo conforma perfiles de comportamiento de los usuarios que permiten mejorar ventas, ofreciendo lo que buscabas, más op­ciones, insistiendo en que definas tus compras. Al final, tanto criticar a “los planeros”, pero el planero vip ¿quién es? 

Este caso, que usamos a modo de ejemplo para ilustrar de­bates ocultos tras bambalinas, no es una excepción. En los últi­mos años se observa un modus operandi de estos empresarios, que dieron un salto cuántico durante la pandemia, cuando la tecnología de comunicaciones y las plataformas digitales se volvieron mucho más masivas. Algo que promete acelerarse con el despliegue de la inteligencia artificial.

Con la tuya. En 2021, la empresa Amazon, del magnate Bezos, evitó pagar alrededor de 5.200 millones de dólares en impuestos federales. Ese año había obtenido ganancias superiores a 35 mil millones de dólares –un 75% más que su récord anterior, en 2020– pagó solo el 6% de esas ganancias en impuestos federales sobre la renta corporativa. ¿Por qué? Por exenciones fiscales.

En 2020, otro tecnorrico, Elon Musk, llegó al top 10 de la lis­ta de milmillonarios, de Forbes. En la última publicación de este ranking (2024), entre los primeros diez puestos, nueve corresponden a fortunas amasadas por empresas tecnológicas localizadas en los Estados Unidos. The New York Times publicó en mayo de 2024 un artículo que expone la “diplomacia” del excéntrico mi­llonario para hackear las cuentas fiscales de los países adonde lleva alguna inversión. El artículo resalta que Musk compartió videos de Milei hablando en contra de la justicia social, en su cuenta de X con 182 millones de seguidores. Esto, por supuesto, ayudó a posicionar a Milei como una nueva cara de la derecha global. Pero como dicen los libertarios: “Nada es gratis”. Musk está detrás de beneficios para hacerse del litio de la Argentina, segunda reserva más grande del mundo del “nuevo petróleo” e insumo fundamental para su empresa de autos eléctricos, Tesla.

El discurso libertario ubica a estos millonarios como “hé­roes”, meritócratas o afortunados, que además tienen capacida­des tributarias diferentes y hacen bien en irse a vivir a otro lado para “escapar de las garras del Estado”. Este nuevo prototipo de empresario es muy particular. De hecho, hay una búsqueda por comprender su accionar que va mucho más allá de hacer negocios. Varoufakis llama “tecnofeudalismo” a este modelo de empresa y de injerencia política y cultural. Esa figura resulta difícil de adoptar linealmente en países en los que no hemos tenido feudalismo. Los economistas Sebastián Fernández Fran­co, Juan Martín Graña y Cecilia Rikap, en su trabajo “¿Depen­dencia en la era digital?”, ubican estas relaciones productivas y económicas en el marco de la teoría de la dependencia, una aproximación latinoamericana de los procesos de desarrollo eco­nómico que, a diferencia de los modelos desarrollistas, no ven el subdesarrollo como un preámbulo del desarrollo, sino como una condición. Las periferias nutren a los centros económicos en una relación asimétrica. Tomando estas ideas, describen el proceso como una dependencia digital, consistente en “múltiples capas de poder económico en las que empresas líderes de las periferias ocupan posiciones intermedias y de interconexión”.

Más allá de la conceptualización, esas empresas y sus due­ños, bajo formas extractivistas, se quedan con riquezas que re­sultan inimaginables para seres como nosotros. La ilustradora de la nota sobre la fortuna de Bezos, consciente de su lugar en este mapa y haciendo el esfuerzo de mostrarnos las dimensio­nes, se ilustra a sí misma: “En el tiempo que me tomó dibujar estas ilustraciones que tenés enfrente tuyo, 95 horas, Bezos podría comprar un departamento de 169 millones de dólares en el piso 96 de Park Avenue”.

Y se enriquecen “con la tuya”, con tus impuestos, con tus apor­tes patronales, con tu endeudamiento. También con tus datos. 

Evaden impuestos, fugan dinero. Dejan Estados más flacos y débiles, a los que luego acusarán de no cumplir con sus obliga­ciones o de ser deficitarios. Tienen poder de lobby internacional y manejan intereses que abarcan desde recursos naturales, como el litio, el petróleo y el agua, hasta espacios geográficos específicos para expandir sus negocios y cosechar una inmen­sidad de información. Son los dueños de los espacios virtuales que habitamos, saben cuánto dinero tenés, qué comprás, con quién tenés una cita, qué películas buscás o te gustan, tu ciclo menstrual, el movimiento de tus pupilas frente al celular y mucho más. Se involucran en campañas políticas. Y, sobre todo, tienen los dólares que cualquier economía endeudada, ajustada y empobrecida necesita para recuperar sus arcas.

Por supuesto, los problemas no empiezan ni terminan aquí, pero hay un giro notable en el tablero internacional y estas em­presas juegan con reglas que impactan desde el mundo laboral –que describimos en el capítulo anterior– hasta la batalla cultural en la que impulsan las ideas del libre mercado y las desregulaciones tributarias y financieras, con discursos nega­cionistas del cambio climático e incluso, en el caso de Musk, hostiles a personas Lgbtiq+.

Redistribución o saqueo. Hablar del caso de Mercado Libre no es un capricho. Ha sido un tema central en el debate público porque genera disputas económicas y políticas en sectores que parecen estar del mismo lado. La adhesión a la LEC fue bajo un gobierno que repetía como lema “Empezar por los últimos para llegar a los primeros”, en un escenario con más del 40% de la población en la pobreza y trabajadores formales que no llegaban a fin de mes. Por eso es relevante preguntarse: ¿por qué el Estado argentino debería subsidiar a una empresa que está obteniendo ganancias extraor­dinarias y se encuentra entre las cien más rentables del mundo? Además, ¿por qué asistirla en medio de una crisis que afecta a los más pobres mientras se enriquece el sector al que esa empresa pertenece? Cuestionar la asignación de recursos públicos en un contexto tan delicado no implica ser antidesarrollo económico.

Pero también es válido preguntarse si financiar a este tipo de empresas contribuye al desarrollo. Como expone Rikap en el trabajo mencionado: “Lejos de ser un modelo de desarrollo, Mercado Libre es cómplice del recrudecimiento del subdesarrollo en el país. Mercado Libre apropia valor de otras empresas y financiariza la vida cotidiana de consumidores por medio de presionarlos a comprar más en su plataforma. Todo este mecanismo en el cual el consumo en la plataforma se financia en parte con Mercado Créditos, así como toda la operatoria de MELI, reposa en el análisis de datos personalizados que se apropia gratuitamente de sus plataformas con algoritmos propios y con tecnología digital que compra, como servicios en la nube a Amazon y Google. Extrae también valor de quienes venden en sus plataformas, empujándolos a pagar publicidad para aparecer mejor rankeados en las búsquedas del que es el mayor mercado electrónico de la región. En definitiva, Mercado Libre gana a costa de nuestros datos procesados con tecnología que en parte es provista por gigantes digitales de los Estados Unidos con los que establece una relación subordinada basada en su dependencia tecnológica”.

Los debates binarios cierran la posibilidad de pensar qué tipo de proyectos se están impulsando, cuándo, con qué objetivos.

Una cosa es que el Estado contribuya con el impulso de sectores específicos, brindando apoyo para fortalecer la innovación o alcanzar objetivos dentro de una estrategia productiva, y otra muy distinta es que se convierta en un agente que refuerza las desigualdades transfiriendo riqueza hacia sectores ya ricos y concentrados, en un modelo extractivo. La clave está en esta­blecer prioridades, en especial si el objetivo es la vapuleada justicia social, la igualdad, la inclusión o algo que se le asemeje.

“Todo el sistema universitario, que administra un territorio equivalente a unas cuatro veces la superficie de la Ciudad de Buenos Aires, utilizó 75 mil millones de pesos en 2023 para gastos de funcionamiento. Esto es menos de lo que se otorga en exenciones fiscales a una sola empresa”, explicaba Pinazo, de la UNGS, cuando Milei insistía en que no había plata para las universidades. El debate sobre las prioridades también se dio durante el gobierno del Frente de Todos. Mientras se concedían estos y otros beneficios fiscales a sectores que no estaban en una situación de fragilidad, los proyectos de las organizaciones sociales para pagar un salario a las trabajadoras de comedores populares fueron postergados una y otra vez y, sobre todo, nin­guneados. Con el monto mencionado se podría haber pagado un salario mínimo vital y móvil a 50 mil trabajadoras de los comedores populares durante un año completo.

En ambos casos, la excusa de que “no hay plata” se des­vanece al ver que empresas como Mercado Libre, Bagó o Accenture, todas con balances más que positivos, recibieron este trato impositivo preferencial. Por eso, la manera en que se distribuyen los recursos tiene que ser un tema central y transparente, en especial en momentos de crisis.

El vaciamiento de la educación generó, por suerte, moviliza­ción social y la declamación consternada de los grandes econo­mistas formados en las prestigiosas aulas de las universidades nacionales que supimos conseguir. Pero la economía mainstream sigue ignorando el valor del trabajo de cuidados. Las propuestas que intentan poner en el centro este debate suelen ser descalificadas como una romantización de la pobreza, o di­rectamente como “pobrismo”. Incluso los economistas más rela­jados, sin corbata, que repiten con simpleza que “la economía es como una casa”, no logran conectar lo que ocurre dentro de las casas con las dinámicas más amplias de la economía. Quizá, en su mayoría, quienes toman decisiones o aparecen en los medios dando cátedra hace tiempo que no van al supermercado con los pesos contados, ni corren para alcanzar un colectivo cada vez más caro. Con suerte, memorizan los precios de productos básicos que algún asesor les anotó en una hoja y los repiten con cara de compungidos. O recuerdan alguno del mercadito de la estación de servicio donde cargan nafta. Les cuesta entender algo muy básico: para que las empresas y el sistema productivo funcionen, existe un sector de la sociedad que trabaja cada día de forma mal paga, precaria y, en su mayoría, gratuita. Son las mujeres quienes alimentan, visten, cuidan, limpian y hacen po­sible que otras personas estudien, trabajen y se formen. Con las casi ocho horas diarias que, en promedio, ellas dedican a estas tareas, crean las condiciones para miles de empleos que ningún modelo económico se digna a considerar.

Tampoco las demandas ambientalistas frente a proyectos extractivos son consideradas parte de la discusión productiva. Suelen sufrir una descalificación similar a la de “pobrista”, con el mote de “ambientalismo bobo”, o directamente campañas de daño a su reputación salpicadas con fake news. Los eco­nomistas, en modo superioridad moral, enumeran los dólares imaginarios que se ganarían al poner en marcha el proyecto de turno, ya sea la extracción de litio, gas o petróleo, o una granja porcina. Aunque esos dólares luego se fuguen –o se vayan incluso legalmente, amparados en un régimen que les fija re­galías bajísimas– y no lleguen a los pueblos arrasados por sequías, inundaciones, contaminación, deforestación y plagas, te muestran ejemplos de Australia o algún país nórdico para ilustrar un supuesto horizonte ideal, y se espera que asientas. Como explica el ambientólogo Inti Bonomo: “Ocurre que ge­neralmente estos emprendimientos compiten con los recursos naturales que sí necesitan las sociedades y también las pymes y economías locales para subsistir. Si la minería avanzara en Mendoza, por ejemplo, competiría con el agua de los viñedos y olivos, que componen un paisaje productivo mucho más hetero­géneo (de emprendimientos grandes, chicos, familiares) que el de una empresa sola (generalmente multinacional y poco com­prometida con el bienestar local). De esta manera, terminamos perjudicando no solo a la industria nacional, sino también a la calidad de vida, en pos de promesas de multinacionales que dejan sobras de lo que aprovechan”.

Es que los enfoques mainstream de la economía anulan el contacto entre las dimensiones de la vida. En 2020, Daniela Vi­lar, hoy ministra de Ambiente de la provincia de Buenos Aires y en ese momento diputada nacional, dio un encendido discurso en el que dejaba claro que “no podemos hablar de problemas ambientales sin hablar de desigualdad, explotación y concen­tración de la riqueza. Este modelo, absolutamente injusto, tiene que ver con los poderes concentrados que no consideran la so­lidaridad un factor necesario para salvarnos a todos. Tenemos que entender que solo podemos resolver desigualdades ambien­tales si hay redistribución de la riqueza”. Muy “jipi” todo y muy sensiblero para el macroeconomista serio y formado que se luce hablando de tasas de interés compuesta y bonos con siglas y números, frente a algún entrevistador que compite con él a ver quién tiene la mejor proyección del dólar.

Por supuesto, nunca falta la fantasía del “efecto derrame”. Te dicen que esos millones de empleos precarios podrán ser convertidos en empleos formales y de calidad cuando crezca la economía. Según el experto en mercado de trabajo y economista Juan M. Graña, aunque la relación entre el crecimiento del PBI y la creación de empleo no es exacta, se estima que por cada punto que aumenta el PBI se generan entre 0,6 y 0,8 puntos porcentuales de empleo. Por ejemplo, si la Argentina creciera un 1%, esto podría traducirse en la creación de aproximada­mente entre 120 mil y 160 mil puestos de trabajo. Sin em­bargo, en los últimos tiempos, una gran parte de estos nuevos empleos es no registrado. Entonces, ¿cuántos años y a qué tasas debería crecer la Argentina para absorber a los 9 millones de trabajadores informales y precarios? ¿Cómo hacemos para cre­cer lo suficiente? ¿Todos los trabajos podrían formalizarse en los términos actuales? ¿Qué industria absorbería los cuidados comunitarios? Y lo que es más urgente, mientras tanto, entre marchas y contramarchas, ¿qué hacemos? 

Como vimos en el capítulo anterior, los trabajos de cuidados y de la economía popular, los de plataforma, el cuentapropismo intermitente, borronean los límites entre empleo y desempleo y nos ocultan información valiosa sobre su calidad. Hay formas de relación laboral difíciles de asimilar a la legislación vigente. ¿Cómo se pueden expandir derechos? Por ejemplo, así como la AUH ha sido la manera de expandir las asignaciones familia­res que perciben los trabajadores formales al sector informal, podríamos pensar en una licencia de maternidad para quie­nes reciben la Asignación Universal por Embarazo (AUE), que equipare la situación entre trabajadoras formales e informa­les, que quedan sin ningún resguardo laboral en un momento tan importante. Pero el debate muchas veces se cierra con un “eso es tomar como dada la precarización”. O eso “la fomenta”.

Y, mientras tanto, pasa el tiempo. Y la precarización e informa­lidad aumentan. Y esas trabajadoras siguen esperando.

La fragmentación del mundo del trabajo requiere una mi­rada más compleja y profunda que una matemática lineal del estilo “crezco tanto PBI = creo tantos puntos de empleo re­gistrado”. Hay muchos trabajadores que ya no tienen en su horizonte y en sus motivaciones el ideal clásico, ese trabajo de jornadas laborales fijas, largas, en un lugar físico determinado. Los cambios son tan grandes que es anacrónico pensar que la realidad se tiene que amoldar a leyes del siglo pasado. ¿La opi­nión del libertariado sobre el tema? Ya la conocemos: marche más desregulación, y andá a rezarle al Mercado.

 

☛ Título: Motosierra y confusión

☛ Autora: Mercedes D’Alessandro

☛ Editorial: Sudamericana
 

Datos de la autora

Nacida en Posadas (Misiones), se doctoró en Economía en la Universidad de Buenos Aires. Es docente universitaria y activista social.

Cofundadora de la ONG Economía Femini(s)ta, publicó Economía feminista. Cómo construir una sociedad igualitaria (sin perder el glamour) en 2016 (Sudamericana). Su trabajo de divulgación contribuyó a instalar el debate sobre la desigualdad.

Entre 2020 y 2022 diseñó y encabezó la primera Dirección Nacional de Economía, Igualdad y Género del Ministerio de Economía de la Nación.