La democracia en peligro
Peligros del descontento actual de las sociedades.
No le está yendo demasiado bien a la vida pública estadounidense. Un presidente derrotado en las urnas incita a una turba indignada a invadir el Capitolio federal en Washington para impedir a través de la violencia que el Congreso confirme los resultados electorales. Tras más de un año de presidencia de Joe Biden, la mayoría de los republicanos continúa pensando que a Donald Trump le robaron las elecciones.
En medio de una pandemia que se ha cobrado la vida de más de un millón de estadounidenses, las airadas disputas a propósito de las mascarillas y las vacunas revelan lo polarizados que estamos. Por una parte, la indignación popular por los asesinatos de hombres negros desarmados por parte de la policía ha suscitado una revaluación nacional del problema de la injusticia racial pero, al mismo tiempo, varios estados de todo el país aprueban leyes que dificultan el ejercicio del derecho de sufragio de ciertos sectores de la población.
La presidencia de Trump y su rastro de rencor proyectan una negra sombra sobre el futuro de la democracia en Estados Unidos. Pero nuestros problemas cívicos no comenzaron con la llegada al poder del expresidente ni terminaron cuando éste salió de la Casa Blanca. Su elección fue un síntoma de la erosión de los lazos sociales y del deterioro de la situación de la democracia.
Hace décadas que la división entre ganadores y perdedores no hace más que agrandarse, y es esa fractura la que envenena nuestra política y nos distancia a unos de otros. Ya en los años 80 y 90 del siglo pasado, la élite gobernante puso en marcha un proyecto de globalización neoliberal que ha reportado inmensas ganancias para quienes están en la cima, aunque acompañadas de pérdida de empleo y estancamiento salarial para la mayoría de la población trabajadora.
Los proponentes de esa política sostenían que los beneficios cosechados por los ganadores podrían usarse para compensar a quienes salieran perdiendo con la globalización. Pero la compensación nunca llegó a producirse realmente. Los ganadores usaron su botín para comprar influencias en las altas esferas y consolidar el lucro acumulado.
El Estado dejó de ser un contrapeso de un concentrado poder económico. Tanto demócratas como republicanos procedieron a desregular Wall Street y obtuvieron generosas aportaciones económicas a sus respectivas campañas electorales por ello. Y cuando la crisis financiera de 2008 llevó al sistema al borde del colapso, no tuvieron reparo en gastar miles de millones de dólares del erario para rescatar a los bancos, al tiempo que abandonaban a su suerte a los particulares que se habían hipotecado para comprarse una vivienda.
La rabia provocada por el rescate y por la deslocalización de puestos de trabajo hacia países con salarios bajos alimentó la protesta populista a uno y otro lado del espectro político: a la izquierda, el movimiento Occupy y a través de la fuerza con que Bernie Sanders le plantó cara a Hillary Clinton en las primarias de 2016; a la derecha, el movimiento del Tea Party y la posterior elección de Trump.
Parte de los que votaron a Trump lo hicieron por sus apelaciones al racismo. Pero él también se benefició de una ira popular nacida de ciertos agravios legítimos. Tras cuatro décadas de gobierno neoliberal, se habían generado unas desigualdades de renta y riqueza como no se habían visto desde la década de 1920. La movilidad social se estancó. Bajo la incesante presión de las grandes corporaciones empresariales y de sus aliados políticos, los sindicatos entraron en franco declive. La productividad aumentó, pero los trabajadores recibían una participación cada vez más reducida de lo que producían. Las finanzas, por su parte, representaban un porcentaje creciente de los beneficios de las sociedades empresariales, unos beneficios que se invertían menos en nuevas empresas productivas y más en actividad especulativa que poco contribuía a ayudar a la economía real. En vez de enfrentarse directamente a la desigualdad y al estancamiento de los salarios, los partidos mayoritarios instaban a los trabajadores a buscar mejoras en sus vidas por la vía de estudiar para sacarse un título universitario.
Poco hizo la política económica de Trump por la población trabajadora que lo apoyó, pero la animadversión del ya expresidente a la élite y a su proyecto globalizador caló muy hondo. Su promesa de construir un muro a lo largo de la frontera con México y de hacer que ese país lo sufragara es un buen ejemplo de ello. Aquella propuesta era ilusionante para su electorado no ya porque este creyera que así se reduciría el número de inmigrantes que competían por sus mismos puestos de trabajo, sino porque aquel muro representaba algo más grande: la reafirmación de la soberanía, el poder y el orgullo nacionales. En un momento en que las fuerzas económicas globales limitaban la afirmación del poder y la voluntad estadounidenses, y en que las identidades multiculturales y cosmopolitas añadían complejidad a las nociones tradicionales del patriotismo y la pertenencia, aquella barrera fronteriza serviría para que “Estados Unidos vuelva a ser grande”.
Reafirmaría certezas que las porosas fronteras y las identidades fluidas de la era global habían puesto en duda. En 1996, cuando apareció la primera edición de El descontento democrático, hacía poco que había terminado la Guerra Fría y la versión estadounidense del capitalismo liberal parecía triunfar en el mundo como el único de los dos grandes sistemas que había quedado en pie.
El final de la historia y de la ideología parecía llamar a nuestra puerta. El presidente demócrata en el cargo había reducido el déficit federal y se había ganado la confianza de los mercados de deuda. El crecimiento económico iba al alza y el desempleo, a la baja. Y pese a ello, en medio de aquel clima de paz y prosperidad, se advertían bajo la superficie ciertas inquietudes en torno al proyecto de autogobierno colectivo: mientras la política contemporánea siga cuestionando la soberanía de los Estados y de los sujetos individuales, es probable que provoque reacciones de aquellos que preferirían desterrar la ambigüedad, blindar fronteras, endurecer la distinción entre autóctonos y foráneos, y prometer un programa político dirigido a “recuperar nuestra cultura y recuperar nuestro país”, a fin de “restablecer nuestra soberanía” con la máxima contundencia.
Esa reacción adversa vengativa llegaría dos décadas más tarde. Pero los agravios en los que Trump se apoyó para lograr la elección presidencial no se han aplacado con su presidencia ni con su derrota tras un solo mandato. El descontento democrático persiste. Enconada por la pandemia, el hiperpartidismo, la injusticia racial recalcitrante y la toxicidad de las redes sociales, la insatisfacción es más aguda ahora de lo que era un cuarto de siglo atrás: más rencorosa, y letal incluso.
En los años 90, el descontento adoptaba la forma de unas inquietudes incipientes, una creciente sensación de que estábamos perdiendo el control sobre las fuerzas que gobiernan nuestras vidas y de que se estaba destejiendo la fibra moral de la comunidad. Cuanto más importaba la economía global, menos relevancia tenía el Estado-nación, sede tradicional del autogobierno. La escala de la vida económica rebasaba con mucho el alcance de los mecanismos de control democrático.
A medida que el proyecto del autogobierno perdía fuelle, también se iban relajando los vínculos entre los ciudadanos. Las instituciones de gobernanza global difícilmente podían cultivar los puntos de vista compartidos y las obligaciones mutuas que precisa la buena ciudadanía democrática. Las lealtades y solidaridades democráticas se iban erosionando al tiempo que decrecía la relevancia económica de las fronteras nacionales. La élite cualificada que prosperaba con la nueva economía era cada vez más consciente de que compartía más cosas con sus homólogos emprendedores, innovadores y profesionales del resto del mundo que con sus propios conciudadanos. A medida que encontraban nueva mano de obra (y, por ende, nuevo público consumidor) en cualquier rincón del mundo, las empresas se iban haciendo cada vez menos dependientes de los empleados y compradores que tenían más cerca de casa.
Los trabajadores cuyo sostén estaba más ligado a su entorno local tomaron nota. La nueva forma de organización de la actividad económica acentuaba la desigualdad, rebajaba la dignidad del trabajo y devaluaba la identidad y la lealtad nacionales. Para los ganadores, la división política que de verdad importaba ya no era la de izquierda frente a derecha, sino la de abierto frente a cerrado. De quienes cuestionaban los acuerdos de libre comercio, la deslocalización del empleo hacia países con salarios bajos y el flujo sin obstáculos del capital entre países se decía que eran personas de mente estrecha, como si la oposición a la globalización neoliberal estuviera a la par de la intolerancia racial o religiosa. Según esa lógica, el patriotismo parecía un atavismo, un vano intento de huir del mundo abierto y despojado de fricción que se anunciaba próximo, un mero consuelo para los rezagados.
En aquel entonces, me preocupaba que ciertos proyectos transnacionales importantes –acuerdos medioambientales, convenciones de derechos humanos, la Unión Europea– terminaran yéndose a pique por no haber podido cultivar las identidades compartidas ni el compromiso cívico que se necesitaban para sustentarlos. “Las personas no jurarán lealtad a entidades descomunalmente grandes y distantes, por mucha importancia que tengan, a menos que esas instituciones estén conectadas de algún modo a unos ordenamientos políticos que reflejen la identidad de los participantes”. Ni siquiera la Unión Europea (UE), “uno de los experimentos de gobernanza supranacional más exitosos, ha conseguido cultivar hasta el momento una identidad europea suficiente para sostener sus mecanismos de integración económica y política”.
En 2016, el voto favorable de los británicos a que el Reino Unido abandonara la UE escandalizó a la élite altamente cualificada y metropolitana, como también lo hizo la elección de Trump como presidente estadounidense unos meses más tarde. El Brexit y el muro fronterizo simbolizaban una reacción adversa a un modo de gobierno tecnocrático, guiado por el mercado, que había ocasionado pérdida de empleos, estancamiento de salarios, aumento de la desigualdad y cierta sensación irritante entre la gente trabajadora de que la élite la miraba con menosprecio. Las votaciones favorables al Brexit y a Trump fueron sendos intentos angustiados de reafirmación de la soberanía y el orgullo nacionales.
El murmullo de descontento que se oía bajo la superficie en los años 90, en pleno apogeo del llamado “Consenso de Washington”, había adquirido ahora tonos mucho más cortantes y estridentes, y había dado un vuelco al escenario político principal. Lo que un par de décadas antes eran insinuaciones de que el capitalismo global podía estar desempoderando a ciertos sectores de la población se había convertido en un reconocimiento abierto y contundente de que el sistema estaba amañado a favor de las grandes empresas y de los ricos. Las antiguas inquietudes por la pérdida del sentimiento de comunidad son ahora polarización y desconfianza.
No hay verdadero autogobierno si las instituciones políticas no someten el poder económico al control democrático. Tampoco lo hay si los ciudadanos no se identifican lo bastante los unos con los otros como para considerarse partícipes de un proyecto común. En la actualidad, es dudoso que se dé ninguna de esas dos condiciones. A un lado y al otro del espectro político, son muchos los estadounidenses que entienden que el gobierno ha sido secuestrado por poderosos grupos de interés que dejan al ciudadano medio muy poca voz a la hora de decidir cómo gobernarnos. La financiación de las campañas electorales y las hordas de representantes de los lobbies dan a las grandes corporaciones y a las personas ricas poder suficiente para deformar las reglas a su favor. Un puñado de poderosas empresas dominan sectores claves como los de las grandes tecnológicas, las redes sociales, los buscadores de internet, el comercio electrónico, las telecomunicaciones, la banca o las farmacéuticas, entre otros, y destruyen la competencia, impulsan los precios al alza, agudizan la desigualdad y desafían a los controles democráticos.
Entretanto, los estadounidenses se mantienen profundamente divididos. Se recrudecen las guerras culturales sobre el modo de abordar la injusticia racial, qué enseñar a nuestros niños sobre el pasado de nuestro país o qué hacer con la inmigración, la violencia con armas de fuego, el cambio climático, la negativa a ponerse las vacunas del covid-19 o la riada de desinformación que, amplificada por las redes sociales, contamina la esfera pública. Los habitantes de los estados “azules” (de mayoría demócrata) o los de los centros metropolitanos, o los que tienen título universitario, llevan vidas cada vez más separadas de los habitantes de los estados “rojos” (de mayoría republicana), o de los de las comunidades rurales, o de quienes no han estudiado una carrera. Nos informamos a través de fuentes de noticias diferentes, creemos en realidades distintas y coincidimos con pocas personas que tengan opiniones u orígenes sociales discrepantes de los nuestros.
Esos dos aspectos de nuestra complicada situación actual –es decir, un poder económico que no rinde cuentas democráticas y la arraigada polarización– están interconectados. Y ambos desempoderan la política democrática.
Las guerras culturales son tan conflictivas y tan irresistibles que nos distraen del propósito de colaborar juntos para que el sistema deje de estar tan manipulado. Quienes fomentan e inflaman dichas guerras contribuyen a aislar el orden económico de la potencial acción de unos movimientos reformistas de amplia base social. No es de extrañar que nuestro discurso público suene hueco. Lo que hoy llaman discurso político es, o bien un cierto lenguaje limitado, tecnocrático, que no inspira a nadie, o bien un enfrentamiento a gritos en el que debatientes partidistas se dedican a denunciar y declamar sin escucharse realmente. El tono estridente, febril, de los informativos de la televisión por cable en Estados Unidos –por no hablar del habitual en las redes sociales– es un ejemplo emblemático de ello.
Para revitalizar la democracia estadounidense, será necesario que sometamos a debate dos cuestiones que la política tecnocrática de las últimas décadas ha tendido a obviar: ¿cómo podemos reconfigurar la economía para que sea susceptible de control democrático?, y ¿cómo podemos reconstruir nuestra vida social para que la polarización se relaje y los estadounidenses seamos ciudadanos democráticos más efectivos?
Puede que los de someter el poder económico a un control democrático y revigorizar la ciudadanía nos parezcan proyectos políticos diferentes. A fin de cuentas, el primero tiene que ver con el poder y las instituciones, mientras que el segundo guarda relación con la identidad y los ideales. Uno de los temas centrales de El descontento democrático, sin embargo, es la interconexión entre esos dos proyectos. Liberar a las instituciones democráticas de su actual ocupación oligárquica pasa por empoderar a los ciudadanos para que se conciban a sí mismos como participantes en una vida pública compartida. Hoy esa manera de concebirse va claramente contra la corriente. La mayor parte del tiempo nos consideramos menos ciudadanos que consumidores. Cuando nos preocupa la concentración de poder en un puñado de grandes corporaciones empresariales, es sobre todo en referencia a la formación de monopolios que hacen que suban los precios. Depender de las grandes farmacéuticas significa pagar más por fármacos que salvan vidas. Una menor competencia en la banca implica mayores comisiones de mantenimiento por las tarjetas de crédito o las cuentas corrientes. Que haya solo unas pocas grandes aerolíneas supone que tengamos que pagar más por volar a Cincinnati.
Pero “la maldición de lo grande”, como Louis D. Brandeis la llamó, no solo es un problema para los consumidores; también lo es para el autogobierno. Cuando la industria farmacéutica es demasiado poderosa, obstruye los intentos de reforma de la sanidad y pone el máximo énfasis en las protecciones a largo plazo de las patentes para prohibir la fabricación de vacunas y medicamentos genéricos, incluso aunque se haya declarado una pandemia. Si los bancos son demasiado grandes y no podemos dejar que quiebren, se dedican a actividades especulativas arriesgadas, pues saben que el contribuyente acudirá a cubrir las pérdidas si sus apuestas salen mal. Y mientras tanto, tumban las iniciativas dirigidas a regular esa irresponsable conducta suya.
A lo largo de la historia estadounidense, políticos, activistas y reformadores varios han debatido sobre las consecuencias cívicas del gran capital. En sus orígenes, por ejemplo, el antimonopolismo aspiraba a acotar el poder político de las grandes empresas. Evitar la subida de los precios al consumo no estaba entre sus preocupaciones principales. Tras la Segunda Guerra Mundial, esa motivación cívica de las iniciativas antimonopolio perdió fuerza y estas se justificaron cada vez más desde la defensa de los intereses de los consumidores.
Pero, en la actualidad, el auge de las grandes tecnológicas y de las redes sociales viene a recordarnos que la maldición de lo grande no radica solamente en su potencial inflacionista. Facebook es gratis. El daño que causa es un daño a la democracia. Su inmenso y alegal poder permite la injerencia extranjera en nuestras elecciones y la difusión sin filtro (y a una escala sin precedentes) de discursos de odio, teorías de la conspiración, bulos y desinformación. Estas son consecuencias perniciosas en el terreno de lo cívico ya reconocidas hoy en día. Menos evidente, sin embargo, es el efecto corrosivo que tiene en la duración de nuestros períodos de atención. Capturar nuestra atención, recopilar nuestros datos personales y vendérselo todo a anunciantes que nos bombardean a publicidad ajustada a nuestros gustos no solo es una amenaza para nuestra privacidad, sino que también socava esa actitud paciente, de mirada al mundo sin distracciones, que la auténtica deliberación democrática precisa.
No estamos acostumbrados a prestar atención a las consecuencias cívicas del poder económico. Nuestros debates sobre política económica giran, en su mayoría, en torno al crecimiento de la economía y, en menor medida, a la justicia distributiva. Discutimos sobre cómo incrementar el tamaño del pastel total y sobre cómo repartir sus pedazos. Pero esa es una manera demasiado limitada de entender la economía. Presupone de forma equivocada que la finalidad de un sistema económico es maximizar el bienestar de los consumidores. Pero somos algo más que eso: somos también ciudadanos democráticos. Y como ciudadanos, nos interesa crear una economía compatible con el proyecto del autogobierno. Eso significa que el poder económico debe estar sometido al control democrático. También exige que todos seamos capaces de ganarnos la vida con dignidad y en condiciones también dignas, que tengamos voz en los asuntos laborales y en los públicos, y que podamos acceder a una educación cívica que cuente con amplia difusión y nos faculte para deliberar sobre el bien común.
La reflexión sobre qué orden económico es el más adecuado para el autogobierno está ciertamente sujeta a controversia. En comparación con otros debates conocidos sobre cómo potenciar el PIB, aumentar el empleo y combatir la inflación, los argumentos relativos a las consecuencias cívicas de la política económica son menos técnicos y más políticos. Yo llamo a esta tradición cívica y más amplia de argumentación económica “la economía política de la ciudadanía”.
Esta tradición, aunque eclipsada en décadas recientes, ha dado forma a los términos del discurso público durante buena parte de la historia estadounidense. Invocada a veces en defensa de causas odiosas, ha servido también para inspirar movimientos democráticos radicales de reforma. Uno de los fines de El descontento democrático, tanto de la antigua edición como de la nueva, es analizar si la faceta empoderadora y democrática de nuestra tradición cívica puede ayudarnos a imaginar una alternativa al modo neoliberal y tecnocrático de argumentación económica con el que tan familiarizados estamos en nuestros días.
☛ Título: El descontento democrático
☛ Autor: Michael J. Sandel
☛ Editorial: Debate
Datos del autor
Ocupa la cátedra Anne T. y Robert M. Bass de Ciencias Políticas en la Universidad de Harvard y es uno de los autores de referencia en el ámbito de la filosofía política.
El curso sobre justicia que imparte allí desde hace dos décadas es el más popular de la universidad. Premio Princesa de Asturias de Ciencias Sociales 2018
Ha publicado, entre otros libros, Justicia. ¿Hacemos lo que debemos? (2011), Lo que el dinero no puede comprar y ¿Qué ha sido del bien común? (2020).