Huir del Holocausto
La odia. Le genera un rechazo que no puede evitar. Le fastidia estar ahí cuando se arregla, se riza el pelo oscuro y se dibuja los labios con carmín frente al espejo. Para colmo, el borde biselado le devuelve su imagen multiplicada. No tolera que sea tan bella.
Le resulta insoportable verla servir el té a su marido, extender el mantel bordado y preparar la mesa para ofrecerle manjares especiados envueltos en reminiscencias de la tierra donde nació, en esa vajilla de plata con iniciales labradas que no se corresponden con su apellido y fuera, probablemente, producto de un saqueo. Le parece sacrílego. Evita entrar a la cocina cuando ella vuelve de hacer las compras y coloca cada ingrediente elegido sobre la mesada para luego lavarlo, seccionarlo y condimentarlo con cardamomo, menta y comino, esos aromas de Oriente que le recuerdan la casa de sus abuelos en Turquía. Detesta que le encargue hacer algún mandado en los negocios del barrio donde todos lo conocen como su sobrino, lo reciben con una sonrisa y le envían saludos para ella, su tía, siempre tan amable, tan hermosa persona, tan macanuda.
Cuando ese hombre la mira, cuando la roza –agradece que no se atreva a acariciarla en su presencia, aunque duda que sea cariñoso con ella, ni siquiera en soledad–, se le aparece la imagen de Gideon, su padre, con su cara ancha y sus manos fuertes.
Es un espectro que lo siguió por las calles de Bijeljina cuando hurgaba en los botes de basura para conseguir algo de comer, cuando vagaba por el puerto de Estambul como un roedor a la sombra de los minaretes de la mezquita, cuando disparaba una ametralladora contra aviones ingleses en el desierto de Palestina, cuando se subió al barco que lo traería a los brazos de ella, sus añorados brazos, a Buenos Aires.
No puede evitar esa presencia. Es más, la desea. Necesita sentir el abrazo paterno, el movimiento de caballito en sus rodillas, su arrojarlo al aire y su carcajada infantil, su intento de protegerlo, de ahorrarle los sufrimientos que no pudo evitarle. El fantasma de su padre judío merodea la casa confortable donde Dina vive con un nazi en Buenos
Aires, comodidad que no se merece. Le correspondería sufrir. Se lo ha buscado. Es una traidora, una puta traidora.
¿Por qué Gideon, su padre, murió y ella está viva? ¿Por qué él se consumió hasta hacerse cadáver en Jasenovac, desesperado por un mendrugo, y ella todavía bebe cerveza y prepara banquetes para los alemanes impúdicamente rozagantes en Vicente López? No conoce la respuesta, pero seguramente es tan horrorosa, tan abyecta, tan inmoral, que no se atreve a adivinarla. ¿Quién es Dina, mi madre? ¿Qué es?, se repite.
Shimon Dayan llegó al mundo un primero de enero en Estambul con la promesa de un buen año nuevo bajo el brazo.
Puede imaginarse a Dina, su madre, esa mujercita de diecinueve años, preparándose para el brindis de la medianoche antes de las contracciones. Celebraban en familia y con más fasto el año nuevo judío, pero las festividades del 31 de diciembre a la noche incluían a los amigos gentiles, tanto en Turquía como en Yugoslavia, donde vivió su infancia. Se cubría la mesa con un paño de hilo blanco, se desplegaban la porcelana y la cristalería en el enorme comedor de la casa, se invitaba a los vecinos, a los conocidos de la infancia, a algún empleado de confianza.
Por supuesto que no conserva recuerdos nítidos de esa época, pero sí una sensación de calidez.
A veces piensa que, en realidad, esa sensación de armonía y protección de antaño proviene únicamente de las fotos ajadas que conserva. Es una ilusión. La visión de un picnic rodeado de tíos y de primos, y él, de menos de dos años, con flequillo y bien peinado, sentado en el césped, aplastando con sus puñitos un sombrero que probablemente fuera de su padre.
Ahí está Gideon, parado junto a Dina, que lleva un atuendo liviano y un collar de perlas que casi nunca se quita. Él, el único de los hombres sin chaqueta, pero con corbata, que apoya una mano en el hombro de su esposa con una actitud tierna y juguetona. Ella, con labios carnosos, dientes perfectos y una sonrisa de hechizo, además de hermosos ojos claros con forma de pez. Es pequeña y su padre, enorme, un hombrón alto de pecho ancho, rostro grande y orejas prominentes.
Hasta hoy, indaga en el fondo de la foto, como si pudiera transportarse a esa escena y salir caminando hacia su casa.
El almuerzo campestre bien servido, los vasos llenos, la ropa impecable y elegante, demasiado para la ocasión, la atmósfera apacible y, a trasluz, algún insecto distraído atravesado por un rayo de sol y captado por la lente.
*Autora de Dina y Natan. Colaboración en investigación: Horacio Lutzky. Editorial Sudamericana (fragmento).