Fuerzas políticas primitivas
Cómo entendía el nazismo y fascismo Jorge Luis Borges.
En su lectura del fascismo, Borges hacía hincapié en sus dimensiones inconscientes. Sostenía que, para explicar o, en sus palabras, “razonar” el comportamiento fascista que se observaba en Europa y las Américas había que centrar la atención en esta “profundidad”. En 1944, planteaba la siguiente pregunta retórica: “¿No ha razonado Freud y no ha presentido Walt Whitman que los hombres gozan de poca información acerca de los móviles profundos de su conducta?”.
Al igual que Freud, el escritor argentino relacionaba el inconsciente con la vuelta de lo históricamente reprimido, es decir, con formaciones míticas que se habían reprimido en una etapa primitiva del desarrollo de la civilización, en una etapa precultural. Por lo tanto, en 1944, declaró que el fascismo era “jugar a la barbarie enérgica”. Teniendo en cuenta las grandes críticas al psicoanálisis que expresaba de vez en cuando un Borges cada vez más conservador e incluso autoritario, sobre todo después de la caída del peronismo, en 1955, cuando se ubicó en las antípodas de sus posturas antifascistas anteriores, llama la atención que, en un ensayo de 1944, contrastara el acto de razonar del psicoanálisis con la barbarie fascista.
Borges abordaba el fascismo con profunda ironía, pero también lo consideraba una fuente de asombro retórico y conceptual. Hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, le sorprende el entusiasmo que mostraban los fascistas de Argentina, incluso al percibir que la derrota del nazismo era inminente. Describe ese estado mental fascista como una forma de suspensión de la incredulidad. En literatura, la suspensión de la incredulidad del lector permite que la historia avance; en el fascismo, la suspensión de la incredulidad se vuelve una fuente inagotable para la política; reemplaza el mundo real por ideología y convierte la verdad en mentiras. “El enigmático y notorio entusiasmo de muchos partidarios de Hitler” se explica por el hecho de que “han perdido toda noción de que ésta [la incoherencia] debe justificarse”. En síntesis, como ya había hecho en 1940, Borges rechaza la posibilidad de entablar un diálogo racional con el fascismo. Sin embargo, a diferencia de la típica desestimación antifascista de catalogar el fascismo como meramente absurdo y, por lo tanto, decir que carece de contenido real que se pueda interpretar, Borges presenta a los fascistas como pensadores del tipo equivocado.
Borges no niega que la barbarie pueda pensar e incluso participar de tradiciones intelectuales (hasta hace referencias a las reacciones barbáricas ante las tradiciones occidentales, desde la tradición jesuita hasta Friedrich Nietzsche). Sin embargo, considera que la forma de pensar fascista se vuelve una especie de “razonamiento monstruoso”.
Borges entiende la lógica del nazismo como una deificación de lo “atroz”. Se trata de un rechazo absoluto a la ética normativa occidental, dado que “el fin justifica los medios”. Borges incluso sugiere que, para el nazismo, los medios suelen volverse los fines. En síntesis, la violencia compone el sentido político fascista. En un escrito de 1940, sostiene que el fascismo argentino admira a Hitler “no a pesar de las bombas cenitales y de las invasiones fulmíneas, de las ametralladoras, de las delaciones y de los perjurios, sino a causa de esas costumbres y de esos instrumentos”. Por lo tanto, para Borges, el fascismo nazi constituía un “prodigio”. “Es de naturaleza moral, y es casi increíble”.
Esta unión fascista de una lógica de interpretación “monstruosa” y una nueva normativa que, de forma paradójica, se basa en la búsqueda ininterrumpida de violencia anómica conduce a la muerte, a la “decapitación”, de la razón. El acto sacrificial representa la búsqueda fascista de autenticidad. Es la personificación de una poética de “impulsividad” y una falta de lógica. Borges simplifica el rechazo fascista a la razón combinándolo con tópicos nietzscheanos. No obstante, al mismo tiempo, subraya el complejo proceso a través del cual la disolución de la normativa indica la totalidad trascendental de la revolución nazi. Como argumentó en un ensayo antifascista de 1939, “Adolf Hitler obra a lo Zaratustra, más allá del bien y del mal”.
En este contexto, la violencia se vuelve el punto de partida de la política, la fuente de poder y los orígenes de esta. Dentro de este marco, la víctima –en el caso del Holocausto, el Otro judío– se transforma, al igual que la razón en sí, en un objeto sacrificial. Esta percepción borgeana presenta convergencias conceptuales con varios teóricos más recientes, desde Jacques Lacan hasta Giorgio Agamben.
En la obra de Lacan, por ejemplo, la idea del sacrificio judío a manos de los nazis era una parte esencial de la teoría y la práctica nazi. El judío representaba un “dios en la oscuridad”. Para Agamben, la lógica del sacrificio del Holocausto es carnavalesca, una especie de inversión de las posiciones de los sujetos que transforma el objeto sacrificial en un sujeto de conocimiento ontológico. No estoy de acuerdo. Este tipo de discurso analítico dota de total significado a una experiencia que las víctimas no eran capaces de comprender en su propio contexto. De hecho, no podían entenderlo, ya que su “sacrificio” solo tenía sentido para los fascistas. Solo ellos pueden explicarse a sí mismos el sentido de la victimización. Para los no fascistas en general, y las víctimas en particular, el Holocausto no tiene sentido. Por lo tanto, en términos de experiencia histórica, los límites de la representación marcan los momentos más difíciles de trabajar sobre el trauma. Los intérpretes que no vivieron el evento traumático se encuentran, ya sea de forma consciente o inconsciente, con una barrera de conceptualización.
Ese fue el caso de Borges. Para él, el Holocausto era un acontecimiento sin sentido desde la perspectiva de la razón. Sin embargo, también era el resultado objetivo de formaciones mitológicas significativas basadas en la irracionalidad. Para Borges, este rechazo a la razón se relaciona con los elementos más primitivos de la ideología fascista: el argumento racional se reemplaza por imágenes, emociones y deseos. En otras palabras, el fascismo adopta la política imaginaria y provoca acontecimientos radicales que van más allá de los límites de la representación y justificación racional.
En referencia a esta posibilidad contextual de representar el horror, George Steiner resalta la centralidad de la víctima como testigo y narrador. Asegura que “de la gran variedad de literatura sobre el Holocausto, solo tres o cuatro autores pudieron conseguirlo […], sobre todo Celan. Sin duda, Primo Levi […]. Puede que haya media docena de textos sobre los que diría que el gran atrevimiento se justifica, aunque, ¿a costa de qué?”. En los ejemplos que cita Steiner, el costo que pagaron todos fue la vida: “Celan se suicidó, Primo Levi se suicidó, Jean Améry se suicidó; todos se suicidan mucho después de los acontecimientos, como si el haber sido testigos de semejante horror les hubiera arrebatado la vida, y de todo significado al lenguaje que usaban”. Todos ellos eran víctimas, pero Borges no. Sin embargo, Borges compartía con ellos la noción de que el trauma de la victimización fascista trascendía la realidad de la experiencia y se volvía la fuente de su interpretación.
En los casos de Paul Celan, Levi y Améry, el recuerdo del horror, el acto de recordarlo, provoca el final del narrador. Los tres habían tratado de representar la muerte y pagaron el mismo precio que el bardo borgeano del cuento en el que, por pedido del rey, un poeta hace varios intentos por representar la famosa batalla de Clontarf. En el primer relato, abundan las metáforas de guerra. En el segundo intento, las metáforas dan lugar a una forma de representación más directa, más literal. Aquí, el efecto de realidad que crea el poeta con su presentación es casi total. En la tercera representación, la muestra de la batalla es absoluta; el poeta llega a la esencia de la guerra. En esta narración del poeta no solo se representa la guerra, sino que también se la vive. El poeta se suicida después de conseguir esta representación. En el fondo, al representar lo irrepresentable, la narración trasciende la comprensión obtenida a través de esta representación. Luego, su vida pierde todo significado. El logro de representar los límites al final impone la disolución de todos los sentidos en la muerte. Esta idea se presenta como una situación mítica; la representación se vuelve el mito de su imposibilidad.
A diferencia de las víctimas del Holocausto, el poeta borgeano intenta crear un relato que representa, pero también valora la violencia de la guerra. Hasta es posible ver su muerte como un reconocimiento borgeano de la imposibilidad de darle un marco de sentido a la violencia. El poeta lo intenta y no logra celebrar al soberano a través de una crónica mítica de violencia. Quiere que el mito del soberano sea una teología política, pero no logra representar el mito fuera de sí mismo y del ámbito de los creyentes. Para Borges, la literatura no puede brindar una coartada política para la violencia, o al menos no puede representarla como corresponde en términos literarios. La política como mitología no puede ser poética. En su análisis sobre el populismo argentino, la irrupción de la fe política crea lo que él llama una “crasa mitología”. Borges adopta la misma perspectiva para reflexionar sobre el fascismo. Como en el cuento borgeano Ragnarök, los “héroes” del fascismo ya no tienen una posición social de legitimidad heroica.
La imposibilidad de la representación es igual a los efectos violentos que motivan los falsos ídolos. Sus acciones violentas presuponían, como veremos en el caso del nazi borgeano Otto Dietrich Zur Linde, la destrucción del mundo como lo conocemos y también la de la literatura.
La mitología moderna del totalitarismo, como la entiende Borges, crea una “época irreal”. En su percepción de lo mítico, Borges separa los mitos clásicos de los modernos. El mito clásico enriquece la literatura y, hasta como diría Borges en el caso del héroe imposible de Miguel de Cervantes, la critica desde el ámbito de la propia irrealidad. El mito moderno del héroe confunde la literatura con violencia. Por eso, para Borges, el mito puede representar una genealogía de la literatura, pero también el final de ésta.
Si, en su forma clásica, el mito puede representar lo poético, en la versión fascista, la búsqueda mítica de lo poético resulta en un trauma extremo y, por lo tanto, en la imposibilidad de representarlo de manera definitiva. En otras palabras, es sobre todo en el caso del mito político moderno que resulta imposible entenderlo por fuera de la fe que involucra y promueve el marco mitológico de este. Aun cuando el nazismo se presenta a sí mismo “como impulsivo e ilógico”, todavía no encontró su poeta. La poética como política mítica es una empresa “vanidosa”. Lo más frecuente es que los efectos traumáticos del mito político, y los límites de representación que provocan, eliminen toda posibilidad de diálogo y establezcan fronteras de hierro entre la razón y la irracionalidad. La creencia fascista en dicotomías da lugar a dicotomías concretas y hace que sea imposible dialogar con los fascistas. Por lo tanto, con el “hitlerista” argentino, “la discusión resulta imposible porque las fechorías que imputó a Hitler son encantos y méritos para él”. Para Borges, el hitlerista es un “adorador secreto” de la “crueldad”.
El mito y sus límites
Los límites de la representación de la mitología política pueden presentar dos dimensiones significativas. La primera es el marco mítico que impide que las personas no creyentes entablen un diálogo sin cuestionar las razones de la devoción, la fe y el encanto que subyace al mito. La segunda es la sensación extrema de los efectos traumáticos que causa y la casi imposibilidad de representarlos.
Ciertas representaciones de las víctimas, los responsables y los testigos podrían ayudar a extender los límites para que podamos conceptualizar lo que antes estaba al otro lado de la frontera de la teoría crítica y en una especie de territorio mítico. Éstas le ofrecen al historiador nuevas posibilidades de acción analítica con orientación crítica dirigidas a analizar el lenguaje particular con el que parece expresarse el fascismo. En un sentido metafórico, lo mismo ocurre con ciertos textos canónicos que antecedieron al resultado más extremo del fascismo que fue Auschwitz. Para Borges, entre estos se encuentra la obra de Franz Kafka (1883-1924) y del escritor argentino más famoso de esa época, Domingo Faustino Sarmiento (1811-1888). Como nos recuerda Saul Friedländer, Kafka brinda una representación particularmente perspicaz de la inhabilidad de los individuos que se encuentran en los márgenes de la sociedad de encontrarle sentido a su propia victimización.
Este lenguaje, este idioma particular, es parte fundamental del mensaje que transmiten los narradores más incisivos del Holocausto –Elie Wiesel (1928-2016) y Primo Levi (1919-1987), por ejemplo–, de la misma forma que el mensajero de Kafka, que, como es bien sabido, no conoce el verdadero significado del mensaje. Como sostiene Wiesel, los sobrevivientes son mensajeros kafkianos que no pueden transmitir su mensaje, el cual consiste en una historia que no se puede contar.
Borges está relacionado con la narrativa de Kafka gracias a afinidades íntimas, que parecen representar ciertas situaciones extremas en términos de aquel mensaje kafkiano. En síntesis, tanto Kafka como Borges buscan narrar la realidad inestable del trauma a partir de la historia traumatizada de las víctimas. En La metamorfosis (en este caso me refiero a la traducción libre que hizo Borges del cuento en 1938), Gregorio Samsa es consciente de la pérdida gradual de su humanidad, de la disolución del “yo” que luego sentirían los judíos en Auschwitz. En este relato, la experiencia de victimización halla la analogía literaria perfecta. Gregorio es capaz de observar el cómo de este proceso, pero las respuestas a los porqués nunca aparecen, y luego, como Primo Levi, deja de preguntárselo. Considera la necesidad de desaparecer o darles su palabra a las sombras, como escribió Paul Celan (1920-1970) poco antes de arrojarse al río Sena. Al igual que Celan, Levi y otros, Gregorio se convence a sí mismo de que es necesario que desaparezca.
La desaparición es sinónimo de una muerte que parece determinada por las estructuras superiores/oficiales. Su sentido elude a la comprensión de la víctima. En este sentido, es importante resaltar la similitud entre La metamorfosis y un texto terrorífico de Petr Fischl (1929-1944), que luego moriría en Auschwitz. Este texto, concebido en el gueto de Theresienstadt, no presenta ninguna metáfora. La ausencia de estas introduce al lector en el mundo del Holocausto. El joven autor explica de forma literal este proceso en el que la pérdida de humanidad viene acompañada de la adaptación al monólogo de la muerte que imponían los nazis. La muerte se vuelve el habitus.
En La metamorfosis, Gregorio ni siquiera puede quitarse la manzana que le arroja su padre como un testigo que no reconoce a su pariente, amigo o vecino. Confirmando su autoenajenación, el padre no duda en castigar a su hijo, el insecto ante sus ojos. La vida en la casa sigue igual. La habitación del insecto, en retrospectiva, se presenta como una metáfora del campo de concentración. Es un mundo diferente para el Otro que existe en la normalidad del hogar. De este modo, La metamorfosis es una gran representación de la situación que describe Norbert Elias: la experiencia singular de un grupo minoritario al que se lo estigmatiza por extraño y que, al mismo tiempo, se siente totalmente integrado (“establecido”) en la corriente cultural y el destino político y social de la mayoría que lo estigmatiza.
De forma más contextual, para Borges y algunos de sus contemporáneos de la Argentina y otros países, la obra de Kafka brindó metáforas para conceptualizar el fascismo y el Holocausto mientras ocurría. Como es bien sabido, en El proceso, una víctima es asesinada y muere degollada “como un perro”. Al reflexionar sobre El proceso, en 1937, es probable que Borges se haya fijado en esta ejecución, ya que recordaba a ciertas prácticas específicas de importancia en el contexto argentino. El degüello (la ejecución por un corte en la garganta) era el método infame que usaban los seguidores del dictador argentino del siglo XIX Juan Manuel de Rosas (1793-1877). Borges estableció comparaciones entre el degüello y Hitler. Si bien, a comienzos de la década de 1930, el fascismo argentino había aceptado a Rosas, hacía mucho tiempo que se criticaba la violencia de su gobierno por ser “barbárica”, y los argentinos liberales lo consideraban el arquetipo de un mal dirigente. Aquí, la obra del escritor y político liberal Sarmiento cobra especial importancia. Sarmiento fue presidente de la Argentina de 1868 a 1874, y dejó una marca perdurable en el país gracias a ciertas políticas, como la reforma educativa, que hizo hincapié en un plan de estudios público y secular. También fue un escritor prolífico que se esforzó por conceptualizar y popularizar el liberalismo en Latinoamérica. Establecía diferencias claras entre el liberalismo y otros movimientos políticos, como el autoritarismo y la violencia política que tipificaban los episodios como el régimen de Rosas. Tanto Borges como Sarmiento veían la política argentina desde la perspectiva de la filosofía política occidental. Esto es lo que le permitió a Borges distinguir elementos de las concepciones de lo moderno de Argentina y Latinoamérica dentro del fascismo global.
Sin embargo, a diferencia de Sarmiento, Borges buscaba analizar la lógica intelectual de la irracionalidad. En otras palabras, le interesaba el proceso según el cual el fascismo se volvía parte de una lógica burocrática que no existía en la época de Rosas y Sarmiento. En este sentido, para Borges, Kafka fue como un complemento de Sarmiento que presentaba más matices, un narrador fundacional (en el sentido de Doris Sommer) de la literatura argentina (y latinoamericana). Para Sarmiento, la política de América Latina era una competencia entre civilización y barbarie. Con este marco de referencia, a Borges le resultaba esencial, como escritor argentino, evaluar el fascismo.
Borges planteaba la posibilidad de que hubiera razones para estigmatizar a las víctimas, pero que no son evidentes desde la perspectiva de éstas. A los ojos de Borges, Kafka abría la puerta a caminos que nos permiten entender y seguir explorando nuestros propios problemas al momento de conceptualizar la otredad de la victimización. La relación entre el tormento y lo siniestro representa una búsqueda obsesiva por hallar el sentido detrás del contexto. Como observa Beatriz Sarlo, Borges veía en las representaciones burocráticas kafkianas un proceso por el cual el oxímoron se vuelve la matriz de una estructura social claramente totalitaria. Esta alusión aparece levemente enmascarada en “La lotería en Babilonia”, el cuento de Borges publicado en la revista argentina Sur en 1941: “En muchos casos, el conocimiento de que ciertas felicidades eran simple fábrica del azar hubiera aminorado su virtud; para eludir ese inconveniente, los agentes de la Compañía usaban de las sugestiones y de la magia. Sus pasos, sus manejos, eran secretos. Para indagar las íntimas esperanzas y los íntimos terrores de cada cual, disponían de astrólogos y de espías. Había ciertos leones de piedra, había una letrina sagrada llamada Qaphqa.
☛ Título: Mitologías fascistas
☛ Autor: Federico Finchelstein
☛ Editorial: Taurus
Datos del autor
Federico Finchelstein (Buenos Aires, 1975) estudió Historia en la Universidad de Buenos Aires y obtuvo su doctorado en Cornell University en 2006.
En la actualidad, se desempeña como profesor de Historia en New School for Social Research y en Eugene Lang College de New School, en la ciudad de Nueva York.
Ha publicado numerosos artículos en diversas revistas especializadas, así como ensayos en volúmenes colectivos acerca del fascismo, el Holocausto, la historia de los judíos en América Latina y Europa, el populismo en América Latina y el antisemitismo.