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El caos que vivimos

Pensar este fénomeno y sus vaivenes.

Asumir el caos. En la vida y el arte es el último libro escrito por Luis Felipe Noé. Es de editorial El cuenco de plata en co-producción con la Fundación Luis Felipe Noé. Foto: juan salatino

Referirse al caos está de moda. Ya sea algo ominoso que nos amenaza, la calificación de una situación socio-política, una clave para explicar inesperados descubrimientos en el campo científico, la situación del mundo artístico actual o un tema creador (incluso algunos filósofos se arriesgan a pronunciar esta palabra). También, para hablar de grandes catástrofes humanas y naturales o para aludir al futuro o a banales aconteceres como el tránsito de los automóviles. Por lo tanto, corresponde preguntarse: ¿de qué hablamos cuando hablamos de caos?

Intentemos una aproximación inicial. Ante todo, veamos cómo define el Caos el Diccionario de la Real Academia Española: “1. Estado amorfo o indefinido que se supone anterior a la ordenación del cosmos. 2. Confusión, desorden. 3. Fís. y Mat. Comportamiento aparentemente errático e impredecible de algunos sistemas dinámicos, aunque su formulación matemática sea un principio determinista”.

Luego de leer esta definición (su manera común de uso) me pregunto si no es simplemente una limitación conceptual de algo mucho más complejo: ¿el estado amorfo e indefinido es un pasado anterior al orden del cosmos? Y si es así ¿por qué lo usamos cotidianamente?, ¿se trata sólo de tratar de explicar lo inexplicable en cuestiones científicas?, ¿el comportamiento errático e imprevisible está limitado a la física y a la química?, ¿se puede hablar de un principio determinista del caos? Pero ¿es que hablando del caos uno puede mencionar contradicciones o ellas lo caracterizan? ¿Caos es sinónimo de desorden? ¿No será que el caos es un término que supera la mera oposición entre orden y desorden? ¿Estamos tratando de entender qué es el caos porque no podemos definir qué es el orden? ¿El orden no es meramente una suposición ideal?

La definición académica de la palabra caos nos está expresando, de manera implícita, que no se puede abarcar este término conceptualmente. Sin embargo, por algo está tan presente en nuestro mundo actual. Veamos.

Lo indeterminado

En el prólogo a su libro Caos. La creación de una ciencia (1987), James Gleick dice: “El moderno estudio del caos comenzó en el decenio de 1960, con el desagradable hallazgo de que ecuaciones matemáticas muy simples podían modelar sistemas tan violentos como una cascada. Nimias diferencias de entrada o input llegaban a transformarse rápidamente en enormes diferencias de salida u output, fenómeno que se denominó dependencia sensitiva de las condiciones iniciales. En el tiempo atmosférico, por ejemplo, ello se traduce en lo que se conoce sólo medio en broma, por efecto de la mariposa, a saber, la noción de que, si agita hoy, con su aleteo el aire de Pekín, una mariposa puede modificar los sistemas climáticos de Nueva York el mes que viene”. Esta afirmación es totalmente trasladable al campo de la sociología, la política y a todos los terrenos culturales. Más aún, a la vida social contemporánea.

Las mariposas utilizadas metafóricamente en la teoría del caos de origen científico vuelan también en el tiempo. O, mejor dicho, las experiencias realizadas en la física, la química y las matemáticas son algunos aspectos involucrados en una teoría general del caos, de la cual recién estamos tomando conciencia de su necesidad.

Por lo tanto, más allá del registro físico químico, observemos cómo se manifiesta en la actualidad (esa que sentimos que está dejando de serlo porque todo presente es efímero); tomando conciencia que en nuestras sociedades son las actuaciones de los seres humanos las que pueden producir las peores tormentas.

Podríamos denominar mariposas negras a las que vuelan en la atmósfera de la política internacional, ya que son un ejemplo actual de la dependencia sensitiva de las condiciones iniciales y, también, de lo imprevisible. La historia, que no se reduce a anécdotas, lo confirma y lo manifiesta en su incesante devenir.

Comúnmente, asociamos el caos con nuestros temores por el futuro, sin darnos cuenta que el futuro está presente en el desarrollo temporal del propio caos que venimos viviendo sin asumirlo. Es así que Bergson se preguntaba: “La existencia del tiempo ¿no constituirá una prueba de que hay indeterminación en las cosas? ¿No sería, tal vez, el tiempo esta indeterminación misma?”.

La lección fundamental de la ciencia respecto del caos, en la segunda mitad del siglo pasado, ha sido despertar la necesidad de asumir su presencia en todos los aspectos de la vida; incluso más allá de sus disciplinas. Como advierte Franco “Bifo” Berardi: “nunca debemos olvidar que la actual conformación del mundo contiene muchas posibilidades distintas (en conflicto), no sólo una”. O, como afirmó mucho antes Niels Bohr: “Todo es posible a condición de que sea lo suficientemente absurdo”. También, es cierto, que en los últimos años la palabra caos ha vuelto a asustar a algunos científicos que prefieren guardarla en la oscuridad y conformarse sólo con el término complejidad. ¿No sería mejor usar el término caos para aquellas vivencias subjetivas que suscitan las acciones humanas en un mundo complejo? Debemos tomar conciencia de que las diversas “entidades” abstractas que se cruzan, teóricamente entre sí, aportan cada una implícitamente sus distintos “órdenes”. Requerir un retorno al “orden” en la plenitud de la interacción de “órdenes” diferentes significa tratar de imponer uno de ellos sobre el resto; frenando así el proceso interactivo que se ha iniciado por alguna razón desde el Origen del mundo y nunca se detuvo salvo en ciertas ocasiones de equilibrio circunstancial.

Son estas ocasiones las que generaron conceptos de “orden” civilizado que se pretenden eternos, más allá de que se encuentran prácticamente con la resistencia de la evidencia cotidiana. Y la civilización occidental fue elaborada y mantenida durante procesos continuos de guerra entre sus partes o por expansión.

Existiendo

La palabra caos no es un gerundio. Aunque, estoy tentado a usar el neologismo “caosiendo” para caracterizarla. Lo excluyo porque está mal visto iniciar un texto con un gerundio (capricho que nunca entenderé) y más si es un neologismo. Si lo hiciese sería para señalar que pertenecemos constitutivamente al caos.

Busco en el Diccionario la palabra “gerundio” y encuentro una definición que sobrepasa su uso gramatical para personalizarla en “aquel que habla o escribe en estilo hinchado, afectado inoportunamente. Erudición o ingenio”. Y en otro término –gerundiano– alude a lo “hinchado y ridículo”. Si bien, no pretendo (todo lo contrario) ser un gerundiano, apelo a estas definiciones por la utilización del término hinchado. Por algo, ahora se habla mucho más del caos que antes. Quizás la globalización sea la causa porque, al contrario de la uniformidad que se esperaba, se siguen reivindicando (como hace siglos) naciones, grupos étnicos y religiones.

El caos no nos acontece, sino que formamos parte fundamental de él. Lo que se supone ominoso y terrorífico de aquello que llamamos caos es, en cambio, un carácter constitutivo de la sociedad global e histórica a la que pertenecemos. Debemos asumir que nosotros formamos parte de él y que implícitamente está dentro nuestro.

Esto no es el comienzo de una definición del caos (dado que pretender delimitarlo es ir contra su permanente transformación). Salvo que dijéramos que es nuestra vida cotidiana desde antes que naciéramos o que adoptáramos el axioma irónico de Stanislaw Jerzy Lec: “Es el orden que fue destruido con la creación del mundo”. Nosotros constituimos el caos tanto como el caos nos constituye. Nosotros somos nuestros propios fantasmas. Pero eso, que todos lo sabemos, no lo asumimos. Suponemos que los culpables del caos son los otros; una concepción equivocada que limita el caos a circunstancias que alteran el orden. El caos está por encima de todas ellas. El caos está en los otros y nosotros somos también los otros.

El gerundio que le corresponde a la palabra caos es existiendo.

Acontecimientos

Cuando se cree que un orden establecido (llámese cosmos, civilización, monarquía, república, democracia, régimen comunista, neoliberalismo, etcétera) comienza a estar amenazado se habla de “crisis”. Palabra que no deja de suponer otra: caos. En este caso, la crisis atañe a una concepción política y el caos es la vivencia que en la población suscita esta crisis. Como vivimos en un tiempo en el cual todos los órdenes están en crisis, el caos aparece con frecuencia en las con- versaciones cotidianas pero con distintos significados. Lo cierto es que tememos lo imprevisible, pero no todo lo que no podemos prever es de por sí catastrófico; por ejemplo, no se consideran catastróficos la mayoría de los progresos científicos y tecnológicos ni los avances en la vida social. Los primeros pueden causar consecuencias imprevisibles para la sociedad y, los segundos, resultan casi siempre de luchas reivindicatorias.

El supuesto “fin de la historia”, asociado ingenua o maliciosamente a la caída de la Unión Soviética y al triunfo del neoliberalismo, se transformó pocos años después en un pánico general ante lo incierto.

Tal como cuenta Félix Guattari en Caosmosis: “En el Este, la caída de la cortina de hierro no se produjo bajo la presión de insurrecciones armadas sino por la cristalización de un inmenso deseo colectivo que demolió el sustrato mental del sistema totalitario posestalinista. Fenómeno extremadamente complejo por cuanto combina aspiraciones emancipadoras, compulsiones retrógradas, conservadoras y hasta fascistas, de orden nacionalista, étnico y religioso. En medio de esta tormenta, ¿cómo superarán los pueblos de Europa central y de los países del Este la amarga decepción que les ha reservado hasta ahora el Oeste capitalista? La Historia nos lo dirá. ¡Una Historia portadora quizá de ingratas sorpresas, pero también, por qué no, un ulterior resurgimiento de las luchas sociales! ¡Cuán asesina habrá sido, en comparación, la guerra del Golfo! A su respecto casi podría hablarse de genocidio pues condujo a la exterminación, sin distinción de pueblos, de muchos más iraquíes que las víctimas causadas en 1945 por las bombas de Hiroshima y Nagasaki. Con la perspectiva del tiempo, su apuesta parece claramente como una tentativa de someter a las poblaciones árabes y de adueñarse de la población mundial: había que demostrar que el estilo yankee de subjetivación podía imponerse merced al poder combinado de las armas y de los medios de comunicación”. Lo sutil del propósito de este imperialismo no es el de “adueñarse de la población mundial”, sino, aún peor, de su destino.

A comienzos de los años sesenta, se concebía el desarrollo tecnológico como la promesa de una sociedad mejor en la cual el hombre tendría tiempo para su quehacer personal y se liberaría, al menos en parte, de la alienación laboral. Hoy nos damos cuenta de que esta ilusión devino en desocupación o mayores horas de trabajo disperso y “en negro”. A mediados de esa misma década, Marshall McLuhan hacía un panorama de la realidad tecnológica que con el tiempo no sólo lo apreciamos como atinado sino cada vez más acelerado: “El medio, o el proceso de nuestro tiempo –la tecnología eléctrica– reforma y reestructura los modelos de interdependencia social y cada aspecto de nuestra vida personal. Nos fuerza a reconocer y revaluar prácticamente cada pensamiento, cada acción, cada institución, dadas por sentadas”. Sin embargo, concluía candorosamente: “Nos damos cuenta ahora de la posibilidad de arreglar el entorno humano como una obra de arte, como una máquina diseñada para maximizar la percepción y de hacer del aprendizaje de cada día un proceso de descubrimiento.

La sociedad alterna optimismo con pesimismo según se acelera la dinámica de los cambios; dando por negativos los previstos como positivos y viceversa. Lo imprevisible puede leerse de forma optimista o pesimista; ya que en el campo sociopolítico lo único previsible es que todo se escapa de control.

Es así que, en 1988, el antropólogo Georges Balandier publicó su libro El desorden haciéndose eco de la caología (ciencia del caos) pero asociando la palabra caos a la de desorden. Sin embargo, en su conclusión, se resiste a pretendidos restablecimientos del “orden”. Así, dice que “la administración del movimiento y, por consiguiente, del desorden, no puede reducirse a una acción defensiva, a una operación de restauración, a un juego de apariencias que sólo impondrían efectos de orden en la superficie. Más aún que en los periodos apacibles, es una conquista, una creación constante que orientan los valores jóvenes, una ética nueva y en gran medida compartida. Lo cual implica dar todas las posibilidades a lo que es portador de vida y no a lo que depende de un funcionamiento mecánico, a la sociedad civil y no a los aparatos. Encuentro aquí una conclusión ya propuesta no hace mucho: hacer participar de manera continúa la gran cantidad de actores sociales en las definiciones –que deben retomarse siempre– de la sociedad, reconocer la necesidad de su presencia en los lugares donde se forman las elecciones que las producen y donde se engendran los elementos de su significación. Dicho de otro modo, hacer el elogio del movimiento, disipar los temores que inspira y, sobre todo, no consentir jamás que se aproveche el miedo confuso que produce”. 

Esta correcta apreciación de Balandier confunde, sin embargo, el modelo de movimiento progresista con el movimiento en el cual lo imprevisible se manifiesta. Y lo imprevisible no está en el dominio de nadie y menos de los “intelectuales” al servicio del Poder.

Cuando decimos que una situación compleja es caótica, porque la asociamos con un desorden que está fuera de nuestra supuesta estabilidad, tenemos que tomar en cuenta que esa situación es producto de un proceso dinámico cada vez más acelerado y complejo, en el cual se entrecruzan grandes desarrollos tecnológicos con el accionar imprevisible de los seres humanos.

Con una mirada más estrecha, Kevin Kelly sostiene que “buena parte de lo que habrá de ocurrir en los próximos treinta años es inevitable: el futuro tendrá consigo la inteligencia artificial, una mayor automatización y aún más pantallas”. En respuesta, Berardi señala: “El darwinismo se basa en la idea de que los más fuertes y aptos ganarán la batalla por la vida, y Kelly transfiere este principio del espacio salvaje de la selva al espacio civilizado de la economía en red. Su teoría resultó acertada en la era neoliberal: los pocos individuos lo suficientemente fuertes como para explotar y saquear lo que estaba a su disposición emergieron como los ganadores del juego de la Modernidad tardía. El problema es que prácticamente han destruido el mundo”. Y “entonces Kelly regresa con su falsa utopía, y afirma que el futuro está más o menos escrito en el presente”. Es que, como bien indica Berardi, “la economía financiera y las formas del dinero y los códigos que se despliegan constituyen los campos en que este automatismo cognitivo se implementa”.

También, con una óptica a lo Kelly, el historiador israelí Yuval Noah Harari sostuvo en su libro Homo Deus (2015), que “la mayoría de la gente rara vez piensa en ello, pero en las últimas décadas hemos conseguido controlar la hambruna, la peste y la guerra”. En todo caso, dice que “si bien estos problemas no se han resuelto por completo han dejado de ser fuerzas de la naturaleza incomprensibles e incontrolables para transformarse en retos manejables y sabemos muy bien lo que es necesario hacer para impedir el hambre, la peste y la guerra… y generalmente lo hacemos con éxito”.

Cuando leí estas afirmaciones en el prólogo del mencionado libro quedé muy perplejo, pero seguí leyéndolo y constaté que este optimismo se transformó al final de la obra, dado que afirma:

… nadie sabe en verdad cómo serán en 2050 el mercado laboral, la familia o la ecología, o qué religiones, sistemas económicos y estructuras políticas dominarán el mundo.

Los humanos ceden su autoridad al libre mercado, al conocimiento masivo y a algoritmos externos debido en parte a que no pueden abarcar el diluvio de datos.

Si pensamos en términos de meses, probablemente tendríamos que centrarnos en problemas inmediatos como los disturbios en Oriente Medio, la crisis de los refugiados en Europa y la desaceleración de la economía china. Si pensamos en términos de décadas, el calentamiento global, la desigualdad creciente y la disrupción del mercado laboral cobran mucha importancia. Pero si adoptamos una visión realmente amplia de la vida, todos los demás problemas y cuestiones resultan eclipsados por tres procesos interconectados:

1.  La ciencia converge en un dogma universal, que afirma que los organismos son algoritmos y que la vida es procesamiento de datos.

2.  La inteligencia se desconecta de la conciencia.

3.  Algoritmos no conscientes, pero inteligentísimos pronto podrían conocernos mejor que nosotros mismos.

Estos tres procesos plantean tres interrogantes clave, que espero que permanezcan en la mente del lector mucho después de que haya terminado de leer este libro:

1.  ¿Son en verdad los organismos sólo algoritmos y es en verdad la vida sólo procesamiento de datos?

2.  ¿Qué es más valioso: la inteligencia o la conciencia?

3. ¿Qué le ocurrirá a la sociedad, a la política y a la vida cotidiana cuando algoritmos no conscientes pero muy inteligentes nos conozcan mejor que nosotros mismos?

El peligro no reside solamente en las respuestas sugeridas por el autor a estas preguntas sino también –entre muchas otras– en creer que la guerra y el hambre son cuestiones superadas. ¡Y la peste! ¿Se hubiese animado Harari a hacer estas afirmaciones en el año 2020?

Por su parte, el economista James Galbraith advirtió: “Dos grandes fantasmas se ciernen sobre la humanidad. Uno es la extinción rápida a consecuencia de una guerra nuclear a gran escala, o un planeta tóxico resultado de un conflicto atómico más limitado, como ya indicó en su día el brillante físico Andréi Sájarov; el otro es una extinción más lenta, por efecto del calentamiento global desbocado. Ganar la carrera a esta amenaza exige el mayor esfuerzo de planificación, inversión, educación pública y seguridad social de la historia de la humanidad, es decir, la madre de todos los new deals. A pesar de ello, todos los economistas adeptos al paradigma dominante han frustrado cualquier intento de afrontarlo”.

En relación con el problema del hambre de acuerdo a la FAO, en 2021, había 828 millones de personas subalimentadas en el mundo. O sea, más del 10% de la población mundial que se calcula en 8 mil millones a fines del 2022. Además, 149 millones de niños menores de cinco años padecen algún retraso en el crecimiento o desarrollo por mala o escasa alimentación. Un atlas de las desigualdades nos informa que a fines del 2019, según las Naciones Unidas, 783 millones de personas viven por debajo de 1,40 dólares por día, mientras que en Estados Unidos (que tiene el 24,32 % del PBI mundial), 1.830 personas poseen patrimonios superiores a 2.500 millones de dólares.

En tal sentido, es interesante lo que el Premio Nobel Paul Krugman reveló en un artículo sobre las elecciones en Estados Unidos: “Los ricos consiguen a menudo lo que quieren, incluso cuando la mayor parte de los ciudadanos quieren lo contrario… Los estudios indican que, incluso cuando el desempleo estaba por encima del 8%, los ricos consideraban que los déficits presupuestarios eran un problema mayor que la falta de puestos de trabajo. Y los medios, se hacían eco de estas prioridades, tratándolas como si fuesen la única posición razonable…”.

Mientras estaba escribiendo este libro, en 2020, viví, como casi todo el mundo, una situación muy particular: encerrado largo tiempo en mi casa por precaución debido a la expansión del “coronavirus”, una pandemia internacional oficialmente llamada covid-19.

La pandemia provocó la reacción casi unánime de los países del planeta –aunque de distintas formas, en diferentes tiempos–; una guerra mundial contra un enemigo invisible. Nos encontramos ante la conciencia de lo imprevisible en todos los órdenes. Es hora de entender que el caos no es una situación especial sino un pasado, un presente y un devenir.

Lo propio de la actualidad es el perfeccionamiento sistemático de la corrupción mediante el capitalismo tecnológico. Como señaló el periodista británico Samuel Earle, internet ahora es una vasta red diseñada para capturar nuestro gusto, nuestra atención y nuestros patrones de pensamiento y para dirigirlos por caminos que generan ganancias. El objetivo no es un mundo donde cualquier cosa es posible, sino un mundo donde todo es predecible y adquirible. El ensayista tecnológico Mark Andrejevic, autor de Automated Media, emplea un término provocador para este modo de capitalismo: “comercio umbilical”. Dice: “De la misma manera en que un cordón umbilical satisface las necesidades de un feto antes de que pueda comunicarlas, las plataformas tecnológicas se esmeran para asociar nuestros de- seos antes de que los hayamos expresado”.

Repito: caos es pasado, presente y devenir. No se trata de pesimismo. Por caos no sólo se deben tener en cuenta los aspectos negativos. Siempre hay que creer en la fuerza del espíritu humano que participa del caos y que depende de él para su asunción. De esta manera, corresponde preguntarse si deben considerarse sólo los aspectos positivos del espíritu humano. Ni el optimismo ni el pesimismo son respuestas válidas. Simplemente, veremos...

 

☛ Título: Asumir el caos. En la vida y el arte

☛ Autor: Luis Felipe Noé

☛ Editorial: El cuenco de plata
 

Datos del autor 

Luis Felipe Noé (Buenos Aires, 1933). Estudió en el taller de Horacio Butler y luego continuó su formación como autodidacta. Entre 1956 y 1961, ejerció el periodismo en el diario El Mundo donde escribió críticas de arte. Residió en París y en Nueva York. Formó parte del grupo conocido como Nueva Figuración e integrado además por Ernesto Deira, Rómulo Macció y Jorge de la Vega.

Desde 1959 realizó más de cien exposiciones individuales. Publicó numerosos libros, entre los últimos publicados se encuentran El arte entre la tecnología y la rebelión (Argonauta, 2020), El ojo que escribe (Ampersand, 2024) y Asumir el caos. En la vida y en el arte (El cuenco de plata, 2024).

En el año 2017, crea junto a su familia y un equipo de profesionales la Fundación Luis Felipe Noé. Actualmente, reside en Buenos Aires, pinta y escribe.