Carta al hincha de Racing de los 80 y 90
¿Viste que todo valía la pena? ¿Que todo lo que hiciste, todo lo que viajaste, todo lo que lloraste, lo que puteaste y lo que sufriste algún día iba a tener una recompensa? El premio llegó y es esta felicidad: la de estos días y estos meses, el orgullo de ver la camiseta y el escudo en la calle, la vida que pasa como un flashback y las lágrimas de emoción que te genera cualquier comentario o recuerdo que leés, escuchás o ves por la tele o YouTube.
Racing campeón: las dos palabras que te anudan el pecho.
Tu equipo y mi equipo, Racing, es campeón de la Sudamericana y de la Recopa, los dos hitos que ahora tiene tu vida, siempre atravesada por ese amor incondicional por la acadé. Porque es lo más importante de las cosas menos importantes, pero en estos contextos aciagos y difícil, cuando la vida se hace cuesta arriba, Racing es un bálsamo. Una excusa para ser feliz, para sonreír, para emocionarse.
Para quienes nacimos en los 80 y crecimos en los 90, Racing siempre fue algo parecido a un apostolado. Profesábamos una fe sin demasiado sustento en la realidad deportiva. Y como la realidad de los equipos y de las dirigencias solo nos daba disgustos, fuimos nosotros los que entregábamos casi todo lo que podíamos. Éramos más que hinchas: éramos militantes de una causa. Lo que no recibimos en ese tiempo lo estamos recibiendo ahora. Luchar garpa.
Y si crecimos y vivimos nuestra adolescencia entre la mierda de las crisis económicas y deportivas, la quiebra, la posibilidad siempre latente de la desaparición y las falsas promesas del gerenciamiento, ahora llegamos a la adultez con el regocijo de sentir que volvimos a ser lo que nos contaban nuestros viejos y abuelos: aquel equipo de José multicampeón, aquella delantera del 58 que repetían de memoria –Corbatta, Pizzuti, Manfredini, Sosa y Belen– o el tricampeón del 49, 50 y 51. En la riquísima historia de Racing, nuestro tiempo –la década del 80 y el 90– fue una interrupción. Un paréntesis que nosotros creíamos permanente, porque era el tiempo que nos tocaba vivir. Pero eso se terminó hace rato.
Ahora, en este siglo, nosotros también tenemos nuestros apellidos ilustres: Gaby Arias y sus atajadas cruciales, la tracción a sangre de Nardoni, la garra enorgullecedora de Salas y los goles y cuerpazos de Maravilla. Y nuestros lugares: los golazos al Corinthians en el diluvio de San Pablo. El viaje y la coronación en Asunción contra Cruzeiro. Y la paliza a Botafogo en Río de Janeiro. Ciudades y nombres que quedarán para siempre, de acá hasta la eternidad.
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