Una historia argentina
"Vivíamos en Lanús. Desde que nos dejó mi viejo, la pasamos muy mal. No es que antes mi vieja, mi hermana, mi hermano y yo la pasáramos bien, porque mi papá tomaba, era muy violento, pero desde ese momento hubo hambre.
Fueron muchas las noches en las que no comimos. Yo me sentaba en el rincón de la pieza más grande, doblaba las piernas, las apretaba con mis brazos y apoyaba la cabeza sobre las rodillas. Creo que se llama en posición fetal. Entonces la panza no hacía ruido ni me dolía. Hambre tenía, pero en silencio, sin dolor.
Cuando comíamos, más que nada era polenta con chorritos de leche diluidos con agua. Mi mamá no tenía imaginación para otra cosa, ni le interesaba tenerla. Una vez, dos veces, tres veces seguidas, casi siempre. Una vuelta comí eso cuatro veces, y a la quinta preferí no comer. Era un pibe que hacía de todo. Vendía botellas, cartoneaba, desde la madrugada hasta las siete de la noche. La vez que preferí no comer, fue porque pensé: ¿yo tengo que comer esto? ¿Por qué? ¡Si madrugo, trabajo, no me guardo nada! Pensé eso, porque me estaba rebelando. Tenía que cambiar para sobrevivir como quería.
Si uno la sufrió, el hambre no se olvida más. Es como una sensación, un olor, una pesadumbre. Cuando estás por masticar algo, un aire te lima por dentro. Es como si fuera una tabla, a la que cepilla una lijadora rotorbital. Te alisa, te borra la dignidad.
A mí me salvó que nunca tuve envidia de nada. Ni envidia ni miedo, salvo al avión. Un amigo mío, al que le decíamos “El Cheto”, se había comprado unas zapatillas Adidas blancas, hermosas. Yo miraba las zapatillas y las deseaba, y no me enojaba porque no fueran mías. Si en vez de placer hubiese tenido enojo, habría robado. Eso me salvó.
Me salvaron mi abuela por parte de madre, que me dio amor. Charly García, que me mostró cómo es el cuerpo bajo la lluvia. Alejandro Dolina, que me enseño qué hacer con las vocales y las consonantes. Y haber estudiado el profesorado en educación física, porque mi secundaria era nocturna, y mucho más jugar a las cartas cuando faltaba el profesor que estudiar. Lo único que hacíamos era escolasear, porque los profesores faltaban siempre. Mi formación era muy escasa. Pero quise tener el título en algo.
A veces pienso que la mía es una historia argentina, que hubiese sido distinta en otro lugar. Hambre hay en muchos lados, pobreza también, miseria, sacrificios. Pero no sé si en otros lados es posible esta mezcla. Porque donde hay una pobreza como la que yo sufrí, no se puede estudiar. Y si se puede estudiar, no hay una pobreza tan enorme. Aquí hubo pobreza y estudio. Por eso digo que mi vida es una historia argentina.
Si yo me hubiera resentido habría robado, que es como aceptar que te traicionen. Robado a todos, a los malos y a los buenos también. Para robar te hace falta un impulso y un tema. Lo de que todos te traicionan es bueno.
Alejandro Dolina dijo que al traidor él lo prefiere impaciente. Creo que porque uno impaciente es más fácil de detectar y neutralizar que uno paciente y calculador. Se equivocan, hacen cosas de apurados y eso facilita saber quiénes son, qué son y defenderte. Fracasan antes de lo previsto. Dolina me ayudó a pensar, y pensar a hacer de mi vida algo aprovechable.
La primera milanesa la comí a los 19 años; por eso me tatué el 19 sobre el bíceps derecho. Este tatuaje que está aquí. No puedo ir explicándoles a todos los que me preguntan qué quiere decir ese número. Ni tampoco quiero. Hay cosas que son para entender, y otras que son sólo para ver.
A los quince, para mi cumpleaños, la tía Ana, hermana de mi abuela, me regaló una torta de ricota con una glaseada de crema en la superficie, y sobre ella unas tiras cruzadas de masa, como una pastafrola. Hecha por ella, una fortuna. ¡Yo no la quería cortar, para no romperla!
Aquella torta, mis hijas y el primero de enero son mis asombros. Mis hijas, porque puedo darles lo que nunca me dieron a mí. Una bicicleta, un buzo rústico, con capucha y bolsillos canguro, un par de zapatos stilettos con pulsera. Durante mucho tiempo, yo no iba al bar solo, ni siquiera para tomar un café, porque eso era gastar. Ahora puedo ir a un bar, pero solo nunca. Y si voy con alguien, pago por los dos. Pero puedo ir a un bar, o sea que mejoré.
Y el primero de enero porque me despierto cuando empieza a amanecer, aunque me haya dormido dos horas antes y me tenga que poner el despertador. Es el único momento del año en el que no hay sonidos. Ni bocinas, ni sirenas, ni siquiera chicos volviendo de las fiestas. Nadie. Estoy solo con mi silencio.
Ese silencio soy yo. ¿Quién soy? Exactamente, una historia argentina".
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