Osvaldo Aguirre: del verde al negro
“Leyenda negra” (Tusquets) relata la preparación y consumación del robo a un policlínico de Rosario en la década del 90. El autor ha tomado el tema de un hecho real pero no me consta su fidelidad ni tampoco me importa. Se trata de una novela con sus propias leyes, sea cual fuere la fuente inspiradora. Los protagonistas son pistoleros duros. Es decir, piratas del asfalto o ladrones de bancos, armados hasta los dientes y que no vacilan en darle al gatillo. Álvaro Abós traza el perfil de su autor, Osvaldo Aguirre, uno de los más claros exponentes del escritor que juega entre la cuerda bucólica de su universo poético y su producción narrativa.
Hay un autor argentino que se desplaza sin pausa por diversos registros de escritura: poeta reeditado y premiado, ensayista, narrador, biógrafo, cultor de la non fiction –cualquiera cosa que ello sea–, editor y prologuista en rescates de escritores y libros amenazados por el olvido. No faltan en esa obra literatura para jóvenes y antologías. Es Osvaldo Aguirre, periodista cultural todo terreno, que no elude la crónica viva, sobre todo con puntuales flashes sobre el violento Rosario de estos días. Sus intervenciones periodísticas aparecen en medios grandes o chicos, en una deriva que es también geográfica. Su base es el campo editorial y periodístico rosarino pero también interviene en Buenos Aires y el interior. Semejante sobreactividad, que no cede a la banalidad ni al descuido, lejos de desarrollarse en condiciones materiales cómodas, encara las asperezas del apagón cultural –y material y espiritual– que atravesamos desde hace ya unos cuantos lustros.
Se me hace difícil definir el perfil de Osvaldo Aguirre con alguna aspiración comprensiva de esa ductilidad porque hay que conciliar la cuerda bucólica de su universo poético –una decena de títulos desde el inicial Las vueltas del camino (1992)– con su producción en narrativa y crónica, en especial el reciente libro de cuentos Cada día es una vida (Ediciones del Camino, 2024), que motiva estas líneas y que prolonga la narrativa negra de Osvaldo Aguirre, un teatro del crimen cuya escenografía puede ser tanto rosarina como porteña.
Entonces, ¿qué liga al poeta de la vida en los campos de Colón –ese pueblo situado en la frontera bonaerense con Santa Fe, donde nació en 1964 y en el cual pasó su infancia–, con el mundo criminoso de las urbes? Los poemas de Osvaldo Aguirre son fotografías íntimas de una vida familiar ligada a los ciclos agrarios –siembra, cosecha– y los fenómenos naturales: la lluvia, la escarcha y el granizo. “Un fino tratado de lo silvestre”, ha llamado Marosa di Giorgio a esa poesía.
Ese arco poético culmina, quizás, en el libro que obtuvo el Premio José Pedroni 2019, elegía sobre el mundo rural pretérito y sobre ciertas voces prenatales. Su título, 1864, el año en que nació el bisabuelo de Osvaldo Aguirre, inmigrante.
¿Se trata de un paraíso perdido? Quién sabe. Ese Colón, pueblo que hoy registra un censo de 21.390 habitantes, el Colón bonaerense, cuna de Osvaldo Aguirre, lo fue también de Rogelio Gordillo, el Pibe Cabeza, y de Aníbal Gordon, ¡dos pesados de la historia del delito argentino! Todo esto lo conoce bien este escritor, que ha explorado esos territorios en libros de investigación periodística que son también narraciones voraces: Historias de la mafia en Argentina (2000), La pandilla salvaje. Butch Cassidy en Argentina (2004), o La Chicago argentina (2006), aparecidos en Tusquets, o Enemigos públicos (2006), en Aguilar. Encargado durante años de la página policial en el diario rosarino La Capital, Osvaldo Aguirre pasó luego a dirigir Señales, el suplemento cultural del diario. Se probó en la novela con Los indeseables, Todos mienten y El novato, publicados entre 2004 y 2010 en la colección Extremo Negro. Una trilogía que narra las aventuras de un cronista policial en el Crónica de Natalio Botana, allá en los años 20 y 30 del pasado siglo.
En 2020, durante la parálisis librera y editorial del covid, Osvaldo Aguirre publica en Tusquets Leyenda negra, una de las grandes novelas policiales argentinas, sobre la que me extiendo en otra parte de esta nota. Dos años después, la Universidad Nacional del Litoral edita la biografía crítica Francisco Urondo, la exigencia de lo imposible, donde revisa con rigor y sin preconceptos la vida y la obra del poeta, narrador y militante santafesino.
Los diez cuentos policiales de Cada día es una vida son como estalactitas que se desprenden de ese gran témpano que es Leyenda negra. Destacan algunos ejercicios de humor bajo el que se inscriben personalidades monstruosas. En Esta llamada proviene de un establecimiento carcelario, un asesino que usa la sorpresa, la parla infantiloide y la voz ingenua pretende continuar su récord mortífero. En Samurái el relato se monta en el lenguaje jeroglífico de los peritos, para los cuales un cadáver puede ser tan atractivo como el original de un gran pintor. Son diez excursiones que se permite O.A. en el territorio escapado del crimen.
Quizás el secreto de la obra vibrante y polifónica –poeta, novelista policial, crítico literario– de Osvaldo Aguirre está en que jamás cede a la tentación de un íncubo que a todos los escritores nos amenaza: mezclar los númenes, buscar una expresión original mestizando los registros que de una manera u otra poseemos, una tentación que en lugar de potenciar nuestros materiales, suele desperfilarlos. Cuando este escritor narra, el relato es seco y duro. La poesía, en estas pesadillas, hay que buscarla bajo el lodo del crimen. Faena, en todo caso, para el lector.
Una novela negra. Leyenda negra (2020) relata la preparación y consumación del robo a un policlínico de Rosario en algún momento de la década del 90. El autor ha tomado el tema de un hecho real pero no me consta su fidelidad ni tampoco me importa. Se trata de una novela con sus propias leyes, sea cual fuere la fuente inspiradora. Los protagonistas son pistoleros duros. Es decir, piratas del asfalto o ladrones de bancos, armados hasta los dientes y que no vacilan en darle al gatillo. Las primeras cien páginas de la novela se concentran en ese asalto y en las personalidades, vidas y peripecias de los siete ladrones. Allí parecería agotarse la materia de la novela. No es así. Tres partes o capítulos siguen a continuación. Yo, lector, descubro que lo contado en la primera parte por uno de los pistoleros no era todo. Aquel relato, como todo relato, esconde resquicios y secretos, palpitan en él mundos diversos, las verdades que parecían incuestionables se resquebrajan. Se suceden la narración de una mujer, amante de uno de los ladrones, la versión del abogado defensor del matón, y por fin la de un cronista que también tiene lo suyo para decir sobre la historia.
Hay en Leyenda negra un eco de los locos de Roberto Arlt. En Los siete locos y en Los lanzallamas todo el tiempo se proyectan crímenes. Los locos de Arlt querían consumar su delirante revolución mundial financiándola con el asalto a bancos, explotación de mujeres y homicidios. Los pistoleros de Osvaldo Aguirre, décadas después, son más módicos. Solo pretenden asegurarse el futuro, hacer una diferencia y retirarse. Algunas cosas han cambiado. Pero otras persisten. Y en ambos mundos narrativos, se repite la comprobación que hace Sartre, a propósito de la vida de Jean Genet. La vida criminal gira alrededor de un hecho del cual no se habla: la delación.
Los delirantes de Arlt y los pistoleros de Aguirre, unos y otros, fracasan. Son perdedores natos. Erdosain se suicida en un tren suburbano, después de cometer su único asesinato, en la persona de la Bizca. Uno de los locos de Arlt en cambio termina en Hollywood, como actor exitoso. El fin de los malandras de Leyenda negra es inexorable: acribillados por las balas policiales, destrozados en la mesa del tormento o muertos en vida en la cárcel.
En Arlt y en Aguirre, las peripecias de los personajes se incrustan en una espesa negrura moral, sin remisión. La policía, la Justicia, el periodismo pero también los seres menores, el popolo minuto que pulula cerca del crimen aun sin caer en él, no son menos turbios que el hampa, en el cual, por lo menos, ciertos códigos de lealtad resuenan, aunque también ellos terminen violados.
De estas disquisiciones, en Leyenda negra no se encontrará nada, pues Osvaldo Aguirre es de aquellos que pueden decir, como Joseph Roth, que “sólo entiendo el mundo cuando narro”.
Leyenda negra es un policial duro y perfecto como un diamante. Bajo esa superficie, como en todo gran policial, palpita un mundo que es intensamente perturbador, porque es el nuestro.
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