Apuntes en viaje

Niño correa

En aquel rincón donde se procede a la suspensión de la realidad para explorar el interior entrópico de ese colosal monumento a la bata y la chancleta.

Niño correa. Foto: marta toledo

El día se presenta espléndido (escasas nubes hinchadas de cielo). Es domingo. Mi padre y mi madre ríen, charlan junto al grueso de la pandilla que transita el día, tuestan las porciones permitidas. Se percibe un intenso olor a almizcle, el rumor del aire mueve suavemente las hojas de los sauces. Mi mamá carga en sus brazos a mi hermano, recién nacido. Frente a ella está papá, al otro lado anida Esteban, el primo de mi madre. Tiene los pies diminutos, ensanchados en los frentes por prepotencia del juanete, en la porción anterior los callos zanjados a ambos lados tiñen de amargura los talones. Las piernas a media asta, gobernadas las pantorrillas por ramitas venosas de tonalidades y grosores disímiles. Caderas anchas, los hombros flacos. Ostenta una cabellera bien alimentada. Esa bocota fuera de lugar, desmesurada para el rostro delicado, tallado con destreza. Su mirada es deslumbrante, profunda, hechicera. (Si conseguías realmente detenerte en ella, o más que eso, penetrarla hasta el hueso, te dabas cuenta que todo cabía ahí, en ese instante.)

Esteban ahora ceba mate debajo del lapacho rosado que escupe desde lo alto. Entrega el mate y se mira las manos, como si temiera hacerse daño. Debe tener la vejiga del tamaño de una sandía, porque jamás se excusa para ir al baño. De vez en cuando observa el cielo que cada vez es más claro. Las jornadas en el club caminan en cámara lenta. Mate, té, jugo de pomelo, torta frita. En aquel rincón donde se procede a la suspensión de la realidad para explorar el interior entrópico de ese colosal monumento a la bata y la chancleta. Trozos de un puzzle que enhebran el sistema por el cual se revela el ideologema del sujeto oxidado y brota uno de los cortes de difusión de los grandes éxitos medicinales: la pasión verista por la materia sanadora. Para ello, claro, acatamos el master plan que nos alerta (ojo) que la intimidad familiar se licuará como ingrediente de un postre molecular.

Por mi parte, me resisto a contemplar la escena a la distancia, a los pies del fresno, anudado como estoy a este tronco celador de mis actos (me quedo con la convicción del remordimiento, como en la sordidez nocturna al que lo arrastra el vicio de la conspiración).

Hasta que cumplí cinco años, mi padre empleaba conmigo un método de educación no formal que consistía en una resolución simple y efectiva para evitar cualquier accidente que pudiera ocurrirme: atarme. Con un arnés, con una soga. Atarme. A un árbol, a un poste, a una tranquera. Atarme. Esteban estaba espantado; mi padre justificaba el procedimiento con lecturas zoquetes de algunos estudios sin nombre que aseguraban que de esa manera el infante adquiría autonomía, forjaba el carácter y así. Nunca creí que aquello fuera cierto, siempre supe que mi padre ejercía la paternidad con pereza, le gustaba echarse a leer, cavilar, del mismo modo que lo hacía en su consultorio para ganarse el sueldo: echarse para escuchar, recetar psicofármacos de ser necesario. Echarse. Y con el niño atado, él podía hacerlo.

Aquel domingo logré zafar del nudo; en cuestión de segundos abandoné el sector familiar para salir a recorrer el predio. En apenas un instante aquella cabecita de nene de 4 años estrellada contra el filo de una hamaca criminal. La sangre que brota como manadero del cráneo todavía palpitante.

(Continuará.)