Mishima, cincuenta años después del suicidio
El 25 de noviembre de 1970, el escritor japonés comandó la toma de un cuartel en Tokio, y luego de arengar a los militares reunidos en el patio, que se mofaban de él, se suicidó.
El pasado jueves 25 de noviembre, la muerte de Diego Maradona buscó un giro mediático hacia la comprensión en coincidencias históricas con la de Fidel Castro, que en su momento ofició de protector o sanador político. Pero esquivó, tal vez con culpa y repulsión, el 50 aniversario del suicidio de Yukio Mishima: ocurrió por seppuku, sus vísceras expuestas por mano propia con una daga, finalmente decapitado por un fiel seguidor de su secta nacionalista Tate no Kai. En el mismo acto lo acompañó Morita, amante y secuaz. Tal escena ocurrió luego de la toma de un cuartel en Tokyo, frente a los militares japoneses, ante corresponsales extranjeros y el periodismo local. Un final dramático, mediático, tan contundente como irreversible.
Para Irmela Hijiya-Kirschnereit , profesora y traductora de la Freie Universität de Berlín, Alemania: “Mishima puede ser considerado como una obra de arte total, que abarca tanto sus creaciones artísticas como su estilo de vida, y puede ser que su intención fuera borrar las fronteras categóricas entre la vida y las obras de ficción. Se puede considerar uno de sus logros el hecho de que Mishima, el hombre, haya funcionado como modelo en un buen número de obras de arte contemporáneas, como resultado de su estrategia de impresionar, por muy ambivalentes que sean sus contornos. E incluso debemos admitir que su transformación estética y uso estratégico de varios formatos mediáticos para la diseminación pública de su imagen anticipó algunas características básicas de nuestro zeitgeist narcisista.”
Pero al perfil del héroe sacrificial lo precede una obra. 34 novelas, 50 obras de teatro (en las tradiciones kabuki y noh, también en estilo occidental), 25 libros de cuentos, 35 ensayos y una película, Patriotismo (1966), basada en su novela homónima y con la actuación protagónica del propio Mishima, quien representó la escena ritual similar a la de su fin, anticipándolo. Para fulgor de los biógrafos, tal exposición estética dio forma definitiva a la fantasía samurai del honor, la dignidiad y lo sagrado ancestral, o también, encendió la larga mecha de su explosión. En tal tránsito, el éxito, la lectura popular acrecentada por la amistad y protección del premio Nobel de Literatura, 1968, Yasunari Kawabata. Este también se suicidó en 1972, y adjudican el hecho a una depresión acrecentada por el suicidio dos años antes de su joven amigo.
Arrancado de los brazos de su madre, criado por una abuela severa, tan mística como oscura, dentro de una familia de aristocracia guerrera, asistió a una escuela al tono, incluso recibió del emperador un reloj de oro como premio por ser el mejor de su clase. En su primera novela, Confesiones de una máscara, expone el descubrimiento de esa maquinaria fetichista ávida por la sangre y la espada, por el cuerpo y la piel como límite extremo. Y también, se le escapa una marca de impostura, cierta falsedad que le deparaba la burla de sus contemporáneos, en tanto exageración de las tradiciones sintoístas (culto al emperador). En tal paradigma, como reproche, la construcción de esa imagen como escritor de éxito no tuvo reconocimiento crítico. Con el editor de esta página discutimos al respecto: tal vez la calidad literaria de Mishima podría compararse con el folletín post romántico en nuestra lengua, equivalente a Corín Tellado con acceso a cierta tradición tribal idealizada. Pero, también, afín con un ejemplo paralelo más conservador y popular, no por distante menos representativo: el primer bestseller argentino Hugo Wast, seudónimo del Director de la Biblioteca Nacional, Gustavo Adolfo Martínez Zuviría.
Más allá de estas ilustraciones comparativas, existe un teatro cultural y político que potenció la figura de Mishima: la Guerra Fría. Al capitular por la Segunda Guerra Mundial, Japón recibió una ocupación económica más efectiva que la territorial, el Plan Marshall. Pasó de ser un imperio enemigo a la joya económica de Occidente, también el portaviones gigante para las Guerras de Corea y Vietnam. La aristocracia militar nipona y sus industriales pagaron con dos bombas atómicas el resurgimiento bajo la tutela capitalista triunfante, a cambio no rindieron cuentas por las atrocidades cometidas en la ocupación de Corea. Bajo estas tensiones, Mishima opuso un nacionalismo atávico, vindicador del mito propio como ejemplo de destino estético, anticomunista. Parafraseando a David Viñas, tal vez el suicidio fue la única manera de que creyeran en la verdad de sus palabras, envueltas en una imaginería de mercado que no hacían más que disolverlas. Ejemplo de un mecanismo aún vigente: ya no le rinden homenaje en su lengua.
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