Lente retrovisor
Fundación Larivière exhibe Carrusel de melancolías, la primera muestra individual en Argentina de la reconocida fotógrafa chilena, que reúne 65 fotografías, en su mayoría en blanco y negro, y luego coloreadas con lápices y tinturas. Imágenes etéreas, de contornos evanescentes, que retratan el universo variopinto, a la vez marginal, que flameaba en el oscuro Santiago durante la dictadura de Pinochet.
El día abre espléndido. Aire liviano, seco, veintiséis los grados de temperatura; intermitentes rulos de viento arrastran como rebaba de la tiricia dominguera los sonidos que ejecutan las familias enjambradas a orillas del Canal Saint-Martin. Solo el traqueteo cansino de una lancha diminuta fabrica las jorobas líquidas que en los bordes de concreto perecen. El dragueur, que de súbito erige su humanidad frente al éxtasis contemplativo de Lorena, pretende cortejarla, ofrecerse como guía de la ciudad para aquella muchacha recién llegada. Es un sujeto simpático, con el cabello ensortijado, lentes sin marco y la frente surcada por canalillos de cultivo; había dejado nacer un bigote delgado sobre los labios gruesos. Tiene el cuerpo metido en unos jeans azules y camisa blanca de algodón (el rechinar del cuero asado en el restorán de enfrente expone una viva relente de ajo, atenuada por los perfumes que escupen las flores pubescentes de la magnolia plantada junto a la placa mansa). Es entonces que se dedica a remontar, junto a su nuevo amigo parisino, los hits citadinos: Arco del Triunfo, Jardines de las Tullerías, La isla de la Cité; Puente de las Artes, Notre Dame, hasta clausurar la tarde con el ascenso a la monumental torre de hierro trenzado. Ahhh (largo suspiro), desde lo alto obtiene unas vistas espléndidas del paisaje inconmensurable en ese momento del día en que se produce la última reserva de luz natural; Campo de Marte recibe los reflejos del disco multicolor que sigilosamente rueda hacia el milagro de la transformación, ardientes luces que se amplifican con el resplandor de un incendio selvático, antes de develar el avance de la nocturnidad. A lo lejos se oyen los primeros motores del ocaso ensuciando el silencio que ha metido a Lorena en una órbita gomosa en la que está girando a miles de vueltas por segundo. Como participante de un rito de exploración psicotrópica. Y todo cabe allí, en ese instante.
Había arribado a la Gare d’Austerlitz a bordo del Expreso Puerta del Sol, el tren nocturno que entre 1969 y 1996 unía, y sin transbordo fronterizo, Madrid con París; 1370 kilómetros en algo menos de quince horas. “En París me esperaba un amigo de mi padre, José Echeverría, un filósofo chileno que me hospedó en su casa, pero como aquel día necesitaba terminar unos trabajos que debía entregar, me pidió que dejara las maletas, me dio dinero, un mapa y me pidió que volviera al atardecer, y fue así que pasé el día con ese muchacho que, si bien no perdía la esperanza de que yo me fuera con él a su departamento, se comportó como un caballero”. Ese primer día, Leonora abrazó la certeza de que su estancia en la capital francesa modificaría para siempre sus patrones perceptivos, una fuerza que florece tan bella como inevitable, un atractor extraño que había germinado en algún lugar. Muchos años atrás.
En 1969, con solo 15 años, Vicuña llega a Buenos Aires con sus compañeras en un viaje de estudios organizado por el liceo al que asistía en Providencia. Pese a la dictadura, Buenos Aires no había claudicado y permanecía efervescente, infinita. Librerías rebosantes que permanecían abiertas por la noche, restoranes, bares, disquerías desperdigadas en un tablero diverso, extraordinariamente vital. “Santiago era una ciudad chiquitita, y estábamos como tapados por la cordillera. Entonces llegar a este mundo abierto, con ese río que parece mar, donde todo es enorme, claro, me impresionó, me impactó muchísimo. Culturalmente ese viaje fue para mí como un remezón que marcó toda mi adolescencia, además me cambió el switch, como se dice, y volví con una visión de Chile… dije yo me tengo que ir de acá, esto es muy chico, esto no es lo que me corresponde. El viaje a Buenos Aires me acercó al mundo que yo buscaba”.
A comienzos de 1973, y luego de algunas conexiones de trasbordo, desembarcó en Madrid para establecerse durante cuatro meses en casa de Arturo Soria, otro amigo de su padre, un español republicano que había sido refugiado en Chile. Los vapores tóxicos de la dictadura franquista se propagaban como reguero de pólvora por la capital que no ofrecía lo que Leonora buscaba y que sí encontraría en París. Algo muy pequeño en principio, tan diminuto que resultaba casi invisible en su origen, y que, sin embargo, abría una perspectiva nueva y luminosa que a través de un orden superior estaba tratando de expresarse. Fue allí donde apareció la fotografía.
“En París todo me pareció deslumbrante en cuanto a la fotografía, las exposiciones maravillosas que vi… recuerdo una retrospectiva de André Kertész; exposiciones de Cartier-Bresson. En la fotografía encontré una especie de síntesis en esto del blanco y negro, el contraste; una cuestión muy ligada a lo real, a lo testimonial. Después, en 1976 cuando estuve un año en Grecia, recuperé una camarita rusa chiquitita, la que todavía conservo, y con esa cámara empecé a sacar fotos, como placer personal, sin pensar que eso podría tener una proyección”.
En 1977, a su regreso a Chile, donde permaneció cinco años, ingresó, por consejo de un amigo fotógrafo, en la Escuela de Foto Arte. Allí comenzó a vincularse de manera más activa con el sistema cultural santiaguino y a colaborar como fotógrafa en obras de teatro y danza que, juntamente con algunos trabajos en publicidad, ayudaron a fomentar la búsqueda experimental. “Empecé a notar falencias al momento de copiar. Me costaba mucho encontrar los ajustes, los contrastes con los papeles, con los reveladores químicos y todo eso. Curiosamente en el laboratorio se veía todo estupendo, pero cuando prendías la luz todo parecía tan gris, como copias lavadas, sin contraste, sin densidad. Entonces eso fue lo que ayudó un poco a que yo le metiera mano y empezara a ponerle lápices, tinturas, el betún de Judea sin saber qué efecto podía producir ni cómo se iba a conservar aquello. Pero siempre los resultados fueron maravillosos. Tenía unos tonos rosas, unos tonos así, medios casi sosos; algunas partes quedaban de un color y otras partes de otro”.
—¿Qué pensaban tus colegas al respecto?
—No me preocupaba mucho por eso. Es cierto que algunos se inquietaban: ¿eres fotógrafa o artista plástica? Y yo soy más bien intuitiva y me gusta poco hablar de los misterios que tiene también esto que yo hago. No lo domino completamente ni hasta el día de hoy. Es decir, siempre soy llevada por el color o soy llevada por ciertas imágenes que descubro incluso ahora en mis archivos que nunca había visto, como le puede suceder casi a la mayoría de los fotógrafos. Como en una segunda o tercera lectura, aparecen imágenes de repente que uno nunca cotizó y que las vuelve a cotizar porque tiene otra mirada, porque tiene otra experiencia y aparecen cosas que parecen tomadas por otras personas, pero que al mismo tiempo las puede materializar con colores y con distintas texturas.
Entre 1978 y 1983, reverberando en ese estrecho aunque entusiasta ecosistema artístico, ejecutó acciones que incluyeron exhibiciones, filmación de parte de un film, cofundó la Asociación de Fotógrafos Independientes (AFI) y, claro, tomó gran cantidad de fotografías: “Cuando llegué a Chile, había momentos en que el toque de queda era a las 12 de la noche; en otros momentos a las 10. Noche no había. Incluso de día vivíamos un poco de noche. Era un momento oscuro donde uno iba a esos lugares a refugiarse. Y yo he tenido muy buenos amigos poetas y creadores de todo tipo que se refugiaban en los bares”.
Carrusel de melancolías lleva por título la muestra que actualmente se exhibe en Fundación Larivière (Caboto 564, CABA), nutrida con 65 fotografías, que cuenta con la curaduría de Alexis Fabry y el diseño expositivo de Juan Lobianco –más un libro bilingüe con textos de Felipe Tupper–. Figuras fantasmales, etéreas, de contornos evanescentes, tironeadas por la prepotencia devastadora del olvido. Hoy eso que ya no está combate en la tensión subyacente de la imagen impresa; un dispositivo simbólico –el tiempo como agente omnipresente– tejido con las piezas que extrae de oscuros yacimientos para dilatar los límites de la belleza y el terror por vivir. Así, la aspiración a otra cosa que hay en los sujetos posibilita una apertura hacia esa zona que reconoce su infinito, hacia esa sustancia que no puede reducirse a lo genérico de la especie, sino que es el sujeto en y por sí mismo. El “éxtasis de la vida y el horror de la vida” del que hablaba Baudelaire. Con ese recurso llegan hasta el observador senderos insospechados de asociación que incorpora para la creación del universo de analogías personales. En la caligrafía íntima de la contemplación.
—¿Sentís nostalgia por ese universo que ya no existe, que la muestra intenta recuperar?
—No sé si tengo nostalgia de esa época o tengo más bien nostalgia de algo que todavía no he vivido y que podría parecerse a aquello. Pero sí es cierto que el mundo se transformó en otra cosa. La realidad actual es muy dura, áspera, con un capitalismo salvaje, el sentido de la vida es totalmente diferente al que yo conocí. Es como un poshumanismo. A finales de los ochenta, principios de los noventa, esos bares que yo retraté estaban extinguiéndose, anunciaban su fulgor final. Eran las últimas luces. Sin embargo, creo que todavía hay lugares que mantienen ese sentido del santuario, porque son como tabernas, tabernáculos también y de alguna cierta manera hay lugares que uno siempre busca donde hay ese remanso. Por ejemplo, el sitio donde vivo actualmente (en las afueras de Carahue, al sur de Chile), que no tiene nada que ver con una ciudad, es un poco un escondite de ese mundo espantoso que vivimos. De todos modos, podría decirte que hay ciertos bares a los que me gustaría volver a entrar. Empujar una puerta como aquella, sentir que están todavía los amigos que están ahí hablando y fumando. Nos reíamos mucho, se bebía, había como un goce que hoy día no está. Eso tal vez lo echo de menos. Sí, es cierto.
—El ritmo de expansión del mundo digital se ha vuelto inconcebible. Y lo que es real ha superado incluso nuestros sueños más febriles. ¿Cómo te llevás con la desacralización de la fotografía, la pérdida áurica en la distancia entre la toma y el registro, la proliferación de mecanismos fotográficos que nos fuerzan a nadar en la turbulencia de las imágenes? Y podría sumar la intromisión de la inteligencia artificial que noquea nuestras sensibilidades como consumidores de ese relato alucinado.
—Me parece interesante esta pregunta sobre el panorama actual de lo que es la imagen fotográfica. Estamos tan atiborrados de imágenes a todo nivel. Bueno, la inteligencia artificial, que tan artificial tampoco es y que ya también lleva su tiempo y tantas cosas que han pasado con esto de la tecnología que avanza y avanza y no se detiene, que efectivamente la imagen pasa a tener una importancia capital y la tiene así de manera rapidísima, pero luego es abrumador, entonces cuesta tener incluso una definición posible y por eso yo creo que también hay gente que se refugia todavía en lo analógico. Yo soy un poco de esas personas que se refugiaron en lo analógico porque es también lo que conozco y porque todavía creo que no ha sido completamente explorado. Sin embargo, me encanta lo digital y creo que también tuvimos obligadamente, por lo menos yo en Europa, que pasar rápidamente a lo digital, no solo desde el punto de vista de la imagen, sino también yo trabajaba con el sonido y en el sonido me transformó rápidamente en una persona que hacía la detección de sonido en lo digital. Fui una pionera, prácticamente inventé todo un sistema que después le enseñé a mucha gente en París antes de volver a Chile, y nos vimos forzados porque en realidad arrasó lo numérico, como le dicen los franceses a lo digital, y había que ponerse al día o morías. Entonces hubo que ser creativo, innovador, tratar de entender este mundo que es un mundo binario, que es un mundo complejo y que es un mundo que aparentemente es limitado, pero que tiene como un fondo infinito. En la aparición, por ejemplo, del Photoshop, yo empecé a trabajar con Photoshop II con unos libros que se llamaban Para dummies (tontos) y me pareció a mí extraordinario hacer estos ejercicios y ver estas cosas. Y cómo, claro, también se podía intervenir la imagen de muchas maneras, ponerle muchas capas, colores, rayas, tramas, etcétera. ¿Qué decirte? Los cambios de época son feroces. Imagínate que dentro de poco no vamos a saber siquiera lo que es la caligrafía. Escribir a mano ya no existe. Prácticamente hoy casi nadie escribe a mano, se aprietan teclas. Es algo bastante abrumador, aberrante, aterrador. Efectivamente, pasar de lo análogo a lo digital ha sido brutal y tremendo. Pero uno tiene que encontrarle la vuelta. En el fondo, el deseo que hay ahí tiene que encontrar también la clave. Hay claves y esas claves, como todas las cosas, están, a lo mejor afuera o adentro, o no sé, a lo mejor la fotografía no está afuera de uno, sino adentro de uno, por lo menos mientras tengas preguntas que hacerte y mientras en el fondo no te las contestes todas y ni quieras contestártelas todas. Habrá que seguir. Hay que seguir.
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