La lucidez del durmiente
Ball se siente con autoridad para hablar de los sueños e incitar a emprender una aventura que ridiculizaría a la más innovadora de las inteligencias artificiales.
Acerca del inestable y heteróclito campo de los sueños –plagado de imágenes condensadas y desplazamientos varios– se ha tejido un sinfín de teorías científicas y sobrenaturales; pocos ostentan, sin embargo, un saber de certeza irrebatible, un gobierno absoluto sobre ese reino irreverente que trasviste a su antojo jerarquías sociales, roles convencionales y éticas privadas. De cualquier manera, el voluble Jesse Ball (Nueva York, 1978), que sabe abrevar en diversas formas de la ficción, tiene lo suyo para decir, y con la convicción que supone todo manual: es que El sueño, hermano de la muerte, uno de sus dos últimos libros publicados por Sigilo, se presenta, en su mismísimo subtítulo, de la siguiente manera: Una guía para niños que sueñan.
Ball, un declarado noctámbulo, como asegura en su Autorretrato –el texto autobiográfico que elude, siguiendo a Eduard Levé, toda jerarquía narrativa y cronológica– sufre de parasomnias: camina como cualquiera, claro, aunque dormido. Solía en su momento hablar, también, dormido; y a partir de los años noventa, desde el momento en que su hermano ingresó a un hospital con relativa salud y salió cuadripléjico, padece de terrores nocturnos. Afirma en Autorretrato: “Desde los veinte años, una de mis especialidades ha sido tener sueños lúcidos. Sigo quedándome atónito al constatar que es un tema que no le interesa a nadie. Intento explicarles: “¡las aventuras que puedes tener!”. Más allá de sus lecturas, Ball resulta, por el peso mismo de la praxis (incluso de la involuntaria), todo un “onironauta”.
Pasando en limpio: Ball se siente con autoridad para hablar de los sueños e incitar, sobre todo a niños, a emprender una aventura que ridiculizaría a la más innovadora de las inteligencias artificiales: tomar el control cuando se sueña; recordar quién se es –en la vigilia– cuando se sueña, para deleitarse con la más fascinante, y revolucionaria, de las creaciones mentales humanas. Hay, sin lugar a dudas, un dejo profundamente humanista en el autor: no importa la situación fáctica en la que uno llegue a encontrarse –un niño desamparado, un convicto en su prisión–: siempre se puede escapar, cultivando cierta disciplina, a un lugar más hospitalario, puesto que a los sueños no hay que interpretarlos ni reducirlos a símbolos más o menos escuálidos; a los sueños, profesa, hay que vivirlos.
Con algunos hábitos que recuerdan a Castaneda y a la atención plena del mindfulness, la propuesta de Ball aspira a que la gravedad de las “cosas” de la vigilia sea homologable a la del plano onírico. Y la lucidez del durmiente residiría en alcanzar la conciencia en el sueño: ser capaz de recordar quién se es durante la aventura onírica. Recobrada –sobre todo en el trayecto de una pesadilla– la identidad personal, el onironauta toma las riendas, dispone a gusto del más fantástico de los mundos y rubrica la vieja sentencia de Hölderlin, aquella de que el hombre es un mendigo cuando piensa, pero todo un Dios cuando sueña.
El sueño, hermano de la muerte
Autor: Jesse Ball
Género: novela
Otras obras del autor: Cómo provocar un incendio y por qué; Los niños 6; Cuando comenzó el silencio; Autorretrato
Editorial: Sigilo, $ 12 mil
Traducción: Santiago Featherston
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