marcia schvartz en w–galería

La hechicera

Soy otras, título de la exposición –con texto de Roberto Amigo–, repasa la dilatada producción de la multifacética artista argentina Marcia Schvartz; desde los tempranos años 80 hasta la actualidad, el recorrido, que ocupa la totalidad de la galería, se organiza en núcleos temáticos enfocados en distintas áreas de su práctica: retratos, instalaciones, cerámicas y una sala dedicada a su serie Norte negro. Asimismo, por primera vez se exhibe su archivo personal, testimonio de sus colaboraciones y procesos.

Texturas. Izq.: Karina de Alejandro Korn (2023), técnica mixta, collage, apliques de trenzas, óleo y pastel sobre tela. Medio: Luna roja (2023), técnica mixta, óleo y lana de oveja sobre arpillera; y La reina del Bambo (1982), cartapesta, guata, tela, lentejuelas, bijouterie y zapatos. Foto: gza. w—galería

Es muy difícil no caer en el hechizo que preparó Marcia Schvartz. Lo presenta como una exhibición que se llama Soy otras, pero en realidad son pócimas, brebajes y cocimientos que estuvo diseñando en el caldero de su mente prolífera y con la impecable destreza de su oficio de pintora y dibujante. Con dotes de chamana, esas capacidades de modificar la percepción de la realidad, Schvartz vuelve arte muchas cosas que en la vida real no lo son. De ahí su encanto. Ese poder que tiene para arrojar esos filtros sobre la vida misma. Sus obras parten de allí, de lo cotidiano, los estereotipos, del papel del arte y de los artistas. Los captura e interrumpe el flujo ordinario de sus devenires convencionales: la que va al baile, la galerista frívola, el hincha de fútbol, el macho, ella misma, y los convierte en influjos de magia potente.

Porque es una maga o una bruja, hace algo muy difícil. En ese poder de volverlos obras de arte, los despoja de sus atributos originales. No le alcanza con la parodia. Hay una mirada amorosa y risueña para los retratos de cuerpo entero que podrían, casi a la perfección, definirse con la frase de Néstor Perlongher: esa que habla sobre la potencialidad de las “serialidades menores”. Las serialidades barriales y su facultad productiva, para decirlo con palabras del poeta, están en muchos versos pero sobre todo en Por qué seremos tan hermosas, publicado en Austria-Hungría en 1980, primer poemario de Perlongher (único redactado íntegramente en Buenos Aires) por la célebre editorial Tierra Baldía, dirigida por Rodolfo Fogwill. Una suerte de manifiesto de esta busca obsesiva por rascar en la letra, y en cuerpo, una estética chingada y chonga. La que combina perfecto con el término neobarroso, un neologismo como boutade inventado por él mismo. Una lectura que no es solo un cambio de consonante, sino la posibilidad de analizar todo de otro modo; por empezar, como si en el realismo encontrara su límite en las tradiciones y consensos. Con el neobarroso se puede penetrar ese muro, intensificar y disolver las categorías. Como si este invento abriera la compuerta y dejara que el dique se rompiera por el barro. Hasta inundarlo todo de esa masa blanda compacta de tierra y agua que va a destruir el cliché, salirse del molde y perforar estas identidades, las serialidades barriales, por ejemplo, y volverlas una máquina de repetición y diferencia.

Para “narrar” la frivolidad de algunos eventos artísticos, personajes del ambiente, apela a un ejercicio  sofisticado: ese grupo de obra funciona bajo la lógica que podrían equiparse a lo que se conoce como profanaciones. Al menos de la manera que las podemos estudiar en Elogio de la profanación, el luminoso texto de Giorgio Agamben. Lo profano implica lo sagrado. El que profana reconoce (y en todo caso, celebra) la existencia de lo que les pertenece a los dioses porque de esa manera puede desactivar su poder y volverlo disponible al uso. Justamente, esta implicancia mutua, esta necesidad de lo uno con lo otro, es lo que los hace un par perfecto. Sacar de la esfera de los hombres algunos objetos, lugares o animales y ponerlos a disposición de los dioses, consagrarlos, es volverlos sagrados. El movimiento contrario, devolverlos al mundo de los hombres, restituirles su capacidad de uso, es todo acto sacrílego.

Giorgio Agamben lo explica muy bien en ese texto que forma parte del libro Profanaciones y advierte la diferencia entre la profanación y la secularización; mientras que esta última deja intactas las fuerzas y las traslada de un lugar a otro, la primera las neutraliza, como quien desarma una bomba cortándole los cables correctos. El juego fue un órgano de profanación pero, según el filósofo italiano, está en decadencia. El hombre moderno no sabe hacerlo más y no puede acceder a la fiesta como modo de inversión o liberación. 

Si hacemos intervenir al arte en estos pasajes, si formulamos la hipótesis de manera que contenga el artificio de Marcia, será el resultado de una profanación de lo sagrado. Es el abandono de una religión (no en el sentido de lo que une sino en la verdadera etimología de lo que separa a los hombres de los dioses, es el relegere y no el religare), falsa y opresiva por una que a través del juego se convierta en “la puerta de una nueva felicidad”.

Siempre las brujas son las malas de los cuentos. Porque nos fascinan, sobre todo por el atractivo que ejercen con su potencia transformadora, con su sabiduría y con la eficacia para alterar los abúlicos estados de conciencia. Son en última instancia las únicas rebeldes y revolucionarias.

Entre la literatura de Francisco de Quevedo y los cuadros de Francisco de Goya, Ramón del Valle-Inclán creó casi un género literario para contar la pesadilla de la realidad española a comienzos del siglo pasado. Los esperpentos que concibió para su teatro nacieron frente a la vidriera de una ferretería en un callejón madrileño. Un espejo cóncavo y otro convexo deformaban de manera perfecta, uno para un lado y otro para el otro, a quien se animara a mirarse en él. En esa ilusión óptica engendró esos seres grotescos y degradados. Con ese ojo que abusa del contraste y de la mezcla, que distorsiona, se burla, exagera, caricaturiza y alecciona, el autor de Luces de Bohemia propició una mirada anfibia que cruzara letras e imágenes y que sirviera para quienes la pudieran volver a poner en el centro de la escena. La usaran para sus propias vidas y sociedades. Los esperpentos ya estaban esperando a quien los viniera a buscar.

Allí fue Marcia Schvartz, según parece, para traer a las salas una selección extensa de su obra que, aunque no es una retrospectiva, intuye su largo recorrido en las artes visuales, su técnica personalísima y eso que llamaremos, no sin problemas, “estilo”. En el caso de Schvartz, por lo pronto, inconfundible.

Un corpus que se va haciendo a saltos por las distintas etapas, por las series, pero sobre todo, por estados de ánimo, alto impacto, sacudones frente a muchas de sus piezas. Nada de un arte sosegado y de deleite contemplativo. En Marcia, la furia –un viento negro y helado atraviesa muchas piezas– es el motor de su busca estética. Agita y remueve el delirio alucinado del último gobierno de Perón y la figura de Isabelita. Una pintura desaforada. Menos como salida de cauce, ya que el control que ejerce es absoluto, como una reina o una bruja, sino libre y subversiva. Pinta lo que se le canta, diríamos en jerga tan afín a la lengua del esperpento.

Donde pone el ojo, Marcia Schvartz pone la bala. De puntería perfecta, la artista asesta los golpes exactos al centro del sistema del arte. Preparándose para arteva (2011) y La zorra (2012) hasta Beauty & Art (2023) son especies de retablos pop, abigarrados en forma y contenido. Denuncian, en su modo de ver, la futilidad y la frivolización del arte en tanto mercado y farándula. De ambos lados, tanto la artista y la galería (pudo haber sido el museo) se permiten exhibir, como en ningún otro lado, la fuerza de la crítica, el ademán de la denuncia. Lejos de neutralizarla, la institución replica de un modo inteligente y experto la exposición de principios de Marcia. Se le ofrece, la contiene, la libera. La inscribe en la delicada relación entre el artista y los acaudalados, en tanto mecenas modernos de artistas de fuerte presencia ideológica. Hace pensar en Diego Rivera y Rockefeller, en Botana y Siqueiros, menos como comparaciones directas y precisas, sino en ese arreglo tironeado entre poderosos de diferentes campos.

Frente a las pinturas de Marcia de los entrañables desnudos de mujeres pieles marrones, rockeros de segunda, marginales sobre arpillera, amigos y gente cercana, las performances o instalaciones resultan el envés perfecto. Serán, por un lado, la contracara de lo que le importa a esta artista. Por el otro, Schvartz precisa de esa clase: la clase alta y sus mohínes, sus caprichos y excentricidades. Esa a la que cita y recorta de las revistas de actualidad. La pone frente al espejo (de su ojo) que tiene el poder de lo cóncavo y lo convexo.

 

Ficha técnica

Marcia Schvartz

Soy otras

Texto: Roberto Amigo

Hasta el sábado 14 de septiembre de 2024

W—galería

Defensa 1369. Buenos Aires, Argentina.