DIARIOS ÍNTIMOS

Fórmula ritual

Considerado un género menor, confinado al rincón de los trastos y las curiosidades por la crítica especializada y menospreciado en comparación con los relatos autobiográficos, el diario íntimo ocupa hoy un lugar central en la producción del mercado editorial local. Las y los involucrados flexionan sobre un fenómeno en expansión.

Diarios íntimos. Foto: Pablo Temes

La nueva circulación de esos textos fragmentarios y discontinuos no se produce sin transformaciones significativas: los diarios ya no son íntimos en el sentido de estar reservados a sus autores y a unos pocos lectores y tampoco se despliegan como proyectos que atraviesan la vida de los escritores para revelarse hacia el final de sus vidas o de manera póstuma. Los diarios se escriben hoy como se escriben novelas, cuentos o poemas, con la expectativa de su próxima publicación.

La exposición de la intimidad no deja de ser un atractivo de los diarios, pero ahora resulta una ficción que los escritores construyen con plena conciencia, una construcción levantada sobre las fallas de la memoria y los olvidos voluntarios. “Hay partes que ya no sé qué veracidad tienen, de haberlas contado tanto. Sé que algunas sucedieron, otras seguramente fueron inventadas y otras no puedo escribirlas”, dice Santiago Loza a propósito de Diario inconsciente, “un falso diario” según sus palabras.

Tener una cuenta en redes sociales es llevar una especie de diario. Las publicaciones de los escritores en las redes pueden ser borradores y versiones preliminares previstas en su regularidad y en su dosificación, tanto para testear al público como para probar lo que terminará recopilado en un libro. Lo que va por ejemplo del “simulacro de diario” mezclado con recuerdos y microensayos, que Alberto Giordano publicó en Facebook a la trilogía integrada por El tiempo de la convalecencia (2017), El tiempo de la improvisación (2019) y Tiempo de más (2020), donde recuperó esos posteos.

Diarios que se despreocupan de la exigencia de veracidad y la socavan a través de la ficción. Diarios que nunca se llevaron y fueron construidos como quien escribe una novela a partir de apuntes dispersos. Ninguna operación, sin embargo, parece forzar el estatuto de ese tipo de textos. El diario íntimo es un género sin modelos prescriptivos y sin reglas: ni siquiera implica la periodicidad implicada por el nombre.

Por encargo. Rosario Bléfari llevó diarios a lo largo de su vida. Empezó a los trece años, se interrumpió a los diecisiete y retomó a los diecinueve. En Diario del dinero (2020), su primer libro en el género, publicó anotaciones fechadas entre abril de 1983 y mayo de 2019. El siguiente, Diario de la dispersión (2023) fue escrito por encargo “en el contexto de una época en la que los diarios personales estaban a la orden del día”: la época del aislamiento social por la pandemia, en la que el género llegó a un punto de saturación.

El titulo Diario del dinero señala el recorte singular con que Bléfari observa su vida cotidiana: el registro minucioso, obsesivo, de los gastos de cada día y de los ingresos económicos. Al mismo tiempo, las entradas son convencionales en el sentido de que siguen con cierta continuidad el curso de la vida: Bléfari comenta sus lecturas, expone planes para escribir cuentos, se lamenta por una novela abandonada, sigue las grabaciones de sus discos, anota conversaciones y situaciones domésticas y familiares.

Diario de la dispersión, en cambio, está focalizado en el análisis de un método artístico (“Quiero ver cómo hago lo que hago y si en realidad hago algo”), aunque también incorpora notaciones autobiográficas de su último período de vida, en la ciudad de Santa Rosa. Ya no se trata de llevar un diario sino de adoptar su forma con otro objeto: si la periodicidad de la escritura se vuelve inestable en las versiones anteriores, en el de la dispersión Bléfari toma al género al pie de la letra y escribe de lunes a domingo.

El punto en común entre el Diario del dinero y el Diario de la dispersión revela otra característica notable. Bléfari mantiene a su vida privada fuera de los textos, en particular las referencias sobre su enfermedad terminal. No se reserva esas situaciones, pero las menciones dan por sobreentendidas las circunstancias: “Hablo con Susana y le cuento todo lo de la ecografía”, escribe por caso, o a propósito de su participación en la película La idea de un lago comenta que los productores “me cuidaron mucho y la directora nunca supo lo que pasaba”. Tampoco hay una interioridad fuera de la palabra. “¿Qué es lo íntimo en relación a lo textual? –se pregunta Bléfari en una entrevista–. Así como es una ilusión la exposición, lo es la intimidad, por lo menos desde la construcción de la palabra. La lengua teje hacia afuera”.

Marcos López también escribió por encargo en la época del aislamiento, lo que acaba de publicarse como Querido diario: el título, con los dos puntos, recuerda la fórmula ritual con que se escribían los diarios íntimos en la adolescencia. El diario presuponía la escritura manuscrita y hasta un soporte particular en papel: no cualquier cuaderno sino uno de tapa dura con formato de libro, que incluía un candado y una llave para que nadie pudiera conocer su contenido. El set se volvió anacrónico: ahora se escribe y se publica en el acto, o lo más pronto posible.

En el antiguo imaginario juvenil y de clase media el diario era lo que se escribía y al mismo tiempo un amigo imaginario, un confidente. Marcos López subvierte esa forma con un diario que se integra con el conjunto de su obra y con la construcción de un personaje que señala a cada paso su carácter ficticio. El yo se configura en las entradas al modo de sus retratos fotográficos, apariciones de rostros desconocidos, producidos para la ocasión, antes que registros de lo real.

López crea sus retratos con los recursos y hasta con la gestualidad de un director de cine. La imagen es una producción en la que supervisa previamente los detalles de la escenografía, el vestuario, la iluminación, las cámaras y el personaje o los atributos de ficción que encarna el modelo. Al llevar un diario extiende ese movimiento en la escritura: el sujeto asume identidades múltiples y provisorias, reivindica la contradicción como derecho del artista y encuentra en la incertidumbre una clave de la subjetividad, ya que desde chico, según dice, quiso ser otro.

Memoria y ficción. Santiago Loza escribió en papel desde una edad que no puede precisar y ahora sigue lo que serían cuadernos virtuales. “Soy bastante disperso y me cuesta mantener la atención por un tiempo muy prolongado. También hay algo del apunte que me interesa, del texto que no pretende sentenciar ni cerrar un sentido”, dice. I Acevedo pasó del papel al soporte digital a los quince años, cuando le regalaron una computadora y empezó un diario, “costumbre que se mantiene hasta hoy”.

La escritura viene de antes, cuenta Acevedo en Diario de los quince: “En algún cuaderno de la infancia había anotado un decálogo personal de escritura” y buscándolo apareció un diario personal en papel que no recordaba haber escrito. El diario no es en su caso un medio de expresión sino parte de lo que constituye al escritor y le revela el sentido del oficio: “Con el tiempo entendí que escribir, para mí, no era solamente escribir literatura. Escribir era una práctica con la que aspiraba a lograr algún tipo de intervención en la realidad (…) Pasaron casi treinta años de esto y para mí fue quedando claro que escribir es una práctica que estructura nuestra relación con el mundo en un tipo particular de intercambio simbólico y espiritual”.

Diario de los quince es la primera entrega de una obra que incluye otros volúmenes inéditos y surge como un recorte de ese conjunto, un proceso que I Acevedo pensó a partir de los Diarios de Emilio Renzi, de Ricardo Piglia, un modelo quizá canónico, pero al mismo tiempo fuera de la actualidad. Diario inconsciente compone a la vez un conjunto de fragmentos como reverso de un ejercicio continuo y aplicado de la escritura: Santiago Loza reconoce además una intervención fuerte “y la visión de que había un libro” en las lecturas previas de Andrés Gallina y Eugenia Pérez Thomas, editores de Bosque Energético.

Loza reconstruye un período de juventud marcado por la internación en una clínica psiquiátrica, sin proponerse un diario. “Armar un relato de superación me parecía espantoso –advierte–. No creo que haya nada que superar. Hay algo de lo que se narra que es una pérdida de sentido y una disolución y a la vez está amparado por la ficción”.

Las nuevas versiones del diario rompen la ilusión tradicional del reconocimiento entre el sujeto que escribe y el que se configura en la escritura. “Ya no soy esa persona, y quién sabe cómo pasaron las cosas. Esa juventud que se narra no me pertenece, pero al mismo tiempo deja secuelas”, dice Loza. El título Diario inconsciente, además, alude a lo que no se pudo contar: “Hay algo nodal del acontecimiento que no puede verbalizarse, porque no tiene forma, porque se lleva mal con el lenguaje”.

También contra los relatos que transcurren a través de los años, el Diario de una guardavidas de la chilena Natalia Figueroa Gallardo está circunscripto a un verano y a una experiencia de duelo por la separación de una pareja. La diarista llega a una playa de la región de Coquimbo con el recuerdo de la relación que terminó mal “y cómo todo eso generó en mí la idea de no ser digna, de arruinar lo que toco, de estar hecha para la soledad y para la tristeza”.

Figueroa Gallardo llama “diario de vida” al texto y cuenta que la idea de llevarlo surgió al recibir el impacto de una ola grande al internarse en el mar. Todo un recibimiento. Conectada con la naturaleza y los deportes marinos, transcurre “un verano en que el agotamiento, el cansancio, ha amortiguado la pena de volver a una casa en la que nadie te está esperando”. Escribir y nadar son formas de tramitar el golpe y de volver al mundo.

Diario de una guardavidas fue también publicado por Bosque Energético, una editorial dedicado al género. Las anotaciones terminan con el verano, con el comienzo de otro viaje y nuevos proyectos literarios. Una escena presenciada en el aeropuerto de Madrid plantea hacia el final un descubrimiento inesperado: ante una familia que encuentra un diario y curiosea su contenido Figueroa Gallardo observa que “una intimidad expuesta, una herida que trata de curarse con palabras, podría no significarles nada”. Pero la experiencia de la escritura se cierra con el recuerdo de estar acompañada en el mar por otras mujeres y de salir del agua “poderosa y renovada”.

En Una familia bajo la nieve, la primera novela de Mónica Zwaig, el género aparece como forma de narración. De un relato de impronta autobiográfica, la narradora y protagonista pasa a transcribir un supuesto diario. “No me propuse escribir una autobiografía, no me parece algo que esté dentro de mis capacidades y tampoco sería algo que me divierta. Tengo una vida muy aburrida y prefiero mil veces dialogar con personajes de ficción. La ficción es lo que me dio aire y espacio para escribir. Sin eso no podría haber llegado nunca a la novela”, dice Zwaig.

No haber llevado un diario puede ser un asunto pendiente. “A mí me encantan los diarios, me encanta leer diarios y me encantaría tener el tiempo y la disciplina de escribir un diario –agrega Zwaig–. No es mi caso, pero me encantaría mucho poder hacerlo”. La novela fue la ocasión de realizar ese deseo.

Sin causa ni fin. El diario íntimo contradice las ilusiones de la literatura del yo. “¿Quién es el yo? Esto no lleva a nada porque el yo no existe”, anota Alejandra Pizarnik en sus diarios, el 6 de noviembre de 1962. “Escribo este diario sin ganas –declara Witold Gombrowicz–. Su insincera sinceridad me fatiga. ¿Para quién escribo? ¿Si tan solo para mí por qué se imprime? ¿Y si lo es para el lector, por qué finjo entonces conversar conmigo mismo?”

Los diarios que Abelardo Castillo escribió entre 1954 y 1991 se presentan con un carácter imponente que hace valer el registro de la intimidad según los criterios tradicionales, como clave indispensable para acceder a la obra. Ejemplo de escritura desarrollada con plena conciencia, donde los mínimos detalles están sujetos al control del autor, puede ser contrapuesto a los diarios descabalados de Pizarnik, sujetos a diversas ediciones y controversias a partir del pasamano de los textos entre albaceas, amigas y editoras. También a las vacilaciones de diaristas insignes como Gombrowicz (“La falsedad existente en el principio mismo del diario me intimida (…) Sin embargo, advierto que uno debe ser el mismo en todos los niveles de la escritura”) y a escrituras más acotadas y diarios que pueden parecer pequeños respecto de esas obras que acompañan como una sombra rectora las trayectorias literarias.

El Diario francés de Arnaldo Calveyra podría ser un ejemplo. El texto, compuesto en siete partes y fechado entre febrero de 1959 y septiembre de 1960, surge el mismo año en que Calveyra publica Cartas para que la alegría, su primer libro, y mientras escribe El diputado está triste, obra con la que se inició como dramaturgo. Apenas llega a París, se recluye en un hotel. “Me quedo sentado estas primeras noches velando una ciudad donde todos me ignoran y de la que lo ignoro todo”, anota. La pieza en que se aloja prefigura ya su versión del cuarto de trabajo, un retiro donde el aislamiento y el silencio son las condiciones necesarias para abolir la distancia con el campo entrerriano, el mundo de referencia.

Calveyra recorre España y el interior de Francia –en Lamoura encuentra un equivalente de Mansilla, el pueblo entrerriano donde nació– y vuelve a París, “la ciudad donde puede escribirse (o reescribirse) el poema nacional de cada país”. En el cruce de culturas redescubre una lengua propia. Si comenzó a escribir poemas en francés, le dice a una corresponsal, fue para darse cuenta de que era imposible y “para aquilatar la circunstancia de poseer una lengua, (...) el hecho de haber sido criado en una lengua”.

Guillermo Saccomanno podría representar el último escritor que cultiva el género en el estilo tradicional. En esa perspectiva tener un diario puede ser tan importante como destruir los originales. “Desde la adolescencia, en diferentes períodos de mi vida, llevé diarios que más tarde destruía –cuenta Saccomanno en un artículo publicado el 9 de abril de este año–. El más largo, el último, una pila de cuadernos, duró más de veinte años y lo quemé hará unos cinco. No me parecía justo que seres queridos los herederan abochornados y debieran cargar con mis bajones, reproches, y culpas”.

Sin embargo, la destrucción por el fuego fue una purificación: Saccomanno comenzó un nuevo diario, “una serie de libretas donde junto impresiones de lecturas, ideas y dibujos” en la línea de lo que ya expuso en Los días Trakl (2020). El objeto está más circunscripto –“tal vez su escritura responda a la cuestión de por qué escribir, qué escribir”– y esa decisión es tan importante como el hecho de llevarlo en forma manuscrita. Un diario practicado de esta manera es un regreso a las fuentes: “La relación con la palabra, con la grafía, es parecida a la que se puede tener con el dibujo, cuando escribís a mano –plantea Saccomanno–. Ahí se desplaza algo, pienso por ejemplo en los poetas de la dinastía Tang, casi todos pintores y dibujantes. Es algo que se perdió con la máquina de escribir y más con la computadora, con esa falsa impresión de que ya se publica. Al escribir a mano, entrás en el silencio y el silencio te coloca en una situación de abismo, de reconocerte en tu letra”.

Los diarios íntimos no tienen las exigencias de las autobiografías. “Al presentar la vida como un proceso in medias res, pautado por la dinámica del recomienzo continuo (la insistencia de lo que no tiene causa ni fin), absorben el interés del lector hacia una experiencia en la que importan tanto las continuidades significativas, como lo que se deshace, se pierde o se olvida, a veces porque sí, sin trascendencia”, escribe Alberto Giordano en Tiempo de más. Si Juan José Saer consideró ya que el diario es superior a la autobiografía y a la biografía “porque su estructura es más abierta”, la forma actual del género deriva incluso hacia nuevas posibilidad de creación.