Hedonismo racional

Filosofía en 3 minutos: Epicuro

Influido por Demócrito, Aristóteles y los cínicos, se volvió contra el platonismo y estableció su propia escuela, conocida como "El Jardín", donde permitió la entrada de mujeres, prostitutas y esclavos a la escuela.

Epicuro, también conocido como Epicuro de Samos, (341 a. C., nació en Samos, y falleció en Atenas en 271/270 a. C.). Foto: Cedoc Perfil

Si es cierta la descripción que el renombrado sociólogo Daniel Bell realiza en Las contradicciones culturales del capitalismo (1976) de la sociedad capitalista, ya posindustrial, como materialista, extrovertida, consumista, tecnológica y sobre todo determinada por un hedonismo cultural y sexual, una filosofía hedonista (de hedoné: placer) como el epicureísmo debería haber renacido de sus cenizas desde hace mucho tiempo. Obviamente tal cosa no ha sucedido. Más bien ha ocurrido a la inversa. Entre los siglos XVII y XVIII, en pleno ascenso de la modernidad capitalista, hubo un resurgimiento de esta antigua escuela en varios países europeos, entre ellos en Francia con Pierre Gassendi (últimamente recordado por sus refutaciones a Descartes) y los gassendistas, para luego hundirse en un largo crepúsculo que no ha terminado. Esto se explica no sólo porque la filosofía interesa a poquísima gente, cuyas inquietudes superan o no se conforman con el mero sentido común y la imagen masificada del mundo, sino fundamentalmente porque el hedonismo epicúreo no se relaciona en nada con el modo de vida hedonista de la sociedad de consumo. 

Como dice Nietzsche, “aquel dios del jardín”, Epicuro (341-270 a. C.), fundó en las afueras de Atenas su famosa escuela, conocida como El Jardín, en un predio cerca de la Academia platónica rodeado de amplios jardines y huertos hacia el 306, la cual ha pasado a la historia como un agradable lugar en el que se celebraba la amistad y donde –rasgo peculiar y escandaloso para la época– era habitual que concurrieran mujeres y esclavos. Se cree que Epicuro nació en la isla de Samos, en el Mar Egeo, en una familia de origen ateniense y que por eso mismo realizó su primer viaje a Atenas para cumplir con la obligación del servicio de armas. Antes o después, no se sabe, permaneció en Teos (norte de Samos) para escuchar las enseñanzas de Nausífanes, un filósofo atomista discípulo de Demócrito y del escéptico Pirrón, que influyó decisivamente en su pensamiento. Epicuro intentó abrir su primera escuela en Mitilene de Lesbos, cerrada en breve, y luego en Lámpsaco (cerca del actual Mar de Mármara), donde logró formar un entorno de oyentes y discípulos, algunos de los cuales lo acompañaron en El Jardín hasta su muerte.  

Se supone que la sede la escuela se vendió hacia la segunda mitad del siglo I a.C., cuando la influencia del epicureísmo se extendía especialmente en Nápoles a través de Filodemo de Gadara –a cuya biblioteca en Herculano enterrada bajo las cenizas que dejó la erupción del volcán Vesubio, producida en el 79 d. C., se debe el último hallazgo de textos desconocidos de Epicuro– y Sirón, el maestro epicúreo de Virgilio. El epicureísmo ya se había introducido en Roma a mediados del siglo II a. C. y, de hecho, el primer filósofo en escribir en lengua no griega fue Lucrecio, un epicúreo, con De rerum natura (Sobre la naturaleza de las cosas), quizá uno de los principales tratados de la filosofía de Epicuro y la física atomista de la antigüedad. Durante el siglo I a. C. el epicureísmo se transformó en la filosofía predominante en Roma y llegó a influir en el estoicismo, también de gran difusión, como se percibe en la obra de Séneca, quien con frecuencia cita a Epicuro como maestro. El declive del epicureísmo se dio entre los siglos I y II d.C., en parte por la enemistad de estoicos poderosos (Cicerón, por ejemplo) y en parte por el crecimiento del cristianismo, más cercano a las concepciones teológicas y morales del estoicismo. 

En cualquier caso, mientras la filosofía estoica ha sido elaborada desde su fundación, hacia el 310 a. C., por diversos autores y a través de distintos períodos, el epicureísmo se basa exclusivamente en los principios hedonistas establecidos por Epicuro. No es que los epicúreos desconozcan las tendencias e interpretaciones, incluso el eclecticismo, pero no se apartan de esos principios, que se pueden reducir a tres: para alcanzar la felicidad (hedoné) es preciso suprimir el temor a los dioses y a la muerte y evitar el sufrimiento. Sobre estas premisas descansa la física atomista, la ética y la gnoseología del epicureísmo y todos los comentaristas y doxógrafos se las atribuyen a Epicuro. El problema es que de su obra hasta la actualidad han llegado, de los 300 libros que Diógenes Laercio en Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres afirma que escribió, sólo dos colecciones de sentencias, las llamadas Máximas capitales y el Gnomologio Vaticano, descubierto y publicado en 1888, algunos fragmentos y tres cartas: a Herodoto (sobre epistemología y física), a Pítocles (cosmología, astronomía y meteorología) y a Meneceo (ética).

A pesar de esta limitación, se acepta que Epicuro, quien no era ateo, enseñaba que el temor a los dioses carece de justificación, porque estos, en tanto divinidades, son perfectos, incorruptibles y bienaventurados, inmortales e incorpóreos y, en esa medida, no se ocupan de los actos humanos, de lo contrario no serían perfectos. Por otra parte, distingue entre la preconcepción (prólepsis) de los dioses o la imagen que se hacen los mortales de ellos, de cómo existen realmente y, a la vez, de las creencias populares sobre su existencia. Según Epicuro, tampoco el temor a la muerte tiene sentido, ya que mientras se está vivo no hay sensación de la muerte y cuando se ha muerto no hay sensación de ninguna clase. Un pasaje de la Carta a Meneceo lo dice de este modo: “Acostúmbrate a pensar que la muerte es nada respecto de nosotros, puesto que todo mal y todo bien reside en la sensación, y la muerte es privación de la sensación”. En la misma carta también escribe: “Cuando estamos vivos, la muerte no está presente, y cuando ella esté presente, ya no estaremos vivos”. 

Sin duda, estos razonamientos de Epicuro acerca de la muerte han suscitado muchas adhesiones más allá del epicureísmo. Se dirá que aún resta el sufrimiento como antesala de la muerte. Es cierto, respecto de lo cual se aplica el mismo pensamiento: no hay que temer el dolor corporal, pues cuando es fuerte e insoportable dura poco y cuando dura más es menos fuerte y, por lo tanto, soportable. Diógenes de Enoanda, un epicúreo del siglo II d. C., alrededor del año 120 mandó grabar algunas máximas sobre un muro, cuyos fragmentos se descubrieron en 1884, uno de los cuales dice así: “¿Por qué los dolores más fuertes no pueden dudar? Sea porque disminuyen en intensidad, sea porque, al quitar la vida de quien sufre, se suprimen a sí mismos”. Por lo demás, resulta posible aliviar el dolor físico con el recuerdo de alegrías pasadas y, ya en casos extremos, con el suicidio, que equivale a la aniquilación de toda sensación. Pero, sin llegar tan lejos, el mismo Epicuro, que sufrió de dolorosas enfermedades, buscaba aliviar el dolor mediante recuerdos alegres

El fin de la vida epicúrea es el placer –hedoné– y este para Epicuro y el epicureísmo en su conjunto se define negativamente como ausencia de dolor. Mejor dicho, como se lee en las Máximas capitales: “La eliminación del sufrimiento es el límite del alcance del placer. Cuando el placer está presente, el dolor, la pena, o ambos a la vez, están ausentes”. Se trata, conforme a esto, de eliminar todo aquello opuesto al placer como ausencia de sufrimiento y de cultivar una vida serena que contribuya a ello. Desde luego, para un sujeto moderno representa algo muy complicado de llevar a cabo, expuesto todo el tiempo a estímulos de su deseo hedonista. En ese sentido, la doctrina de Epicuro no deja lugar a equívocos: hay deseos naturales y necesarios de placer, pero hay también placeres naturales e innecesarios y otros que no son naturales ni necesarios. En cuanto a los primeros, la sentencia 33 del Gnomologio Vaticano expresa: “Este es el grito de la carne: no tener hambre, no tener sed, no tener frío. Quien alcanza esos estados, puede rivalizar con Zeus”. En una palabra, puede considerarse un dios. Entre los segundos se incluyen el deseo sexual y de belleza y, entre los últimos, también llamados “vacíos”, deseos tales como de inmortalidad del alma, de riquezas o de amor infinito, que se oponen a la vida bienaventurada y a la ataraxia, ese estado de ánimo imperturbable y tranquilo al que también aspiraban cínicos y estoicos. 

Epicuro enseña que una vez que el displacer provocado por una necesidad se suprime, porque se la satisface o se la resuelve de algún modo, el placer no aumenta y no puede aumentar, porque no es más que la eliminación del dolor. Si se intenta que aumente y se quiere transformarlo en un placer “en movimiento” (kinetikós), entonces lo que aumenta son las posibilidades del regreso del sufrimiento o la pena. El hedonismo epicúreo consiste en lograr un estado de serenidad, de sosiego, de ataraxia, en la ausencia de dolor, en eso que Epicuro nombra como placer “en reposo” (katastematikós), en el cual se logra, no el goce sensual, sino el equilibrio anímico y la desaparición de todo deseo que lo perturbe.  Sin embargo, esto no significa simplemente la renuncia a los placeres naturales e innecesarios y a los que no son ni naturales ni necesarios, o de los deseos relacionados con ellos. Implica, en realidad, una economía de los placeres, una selección y un ordenamiento de estos mediante la phrónesis (prudencia, en el sentido de prever o anticiparse a lo vendrá), de tal manera de condicionarlos al bienestar físico y espiritual. 

Aunque parezca raro, la física atomista de Epicuro y del epicureísmo tiene como función evitar la perturbación anímica que provoca el temor a las divinidades y a la muerte, y de contribuir en el conocimiento del dolor y el placer. Como en el atomismo presocrático de Leucipo y Demócrito, el universo epicúreo se compone de átomos y vacío, y de mundos infinitos y eternos, tanto visibles como invisibles. Los átomoi (los “indivisibles”) son diferentes entre sí debido a sus figuras (no infinitas), tamaño y peso –cualidad que falta en la teoría atomista de los presocráticos y permite concebirlos en “caída”– y se caracterizan por la indestructibilidad, la solidez y la sutileza de acuerdo a lo que pesan. Los más sutiles forman las imágenes y el alma. Según la Carta a Herodoto: “Quienes dicen que el alma es incorpórea, hablan para no decir nada, porque, si lo fuera, sería incapaz de padecer o de actuar sobre cualquier otra cosa”. Por esto la vida buena epicúrea, que requiere de la autarquía –del griego autárkeia: “bastarse a sí mismo”,– y de la libertad con relación a los deseos y los placeres, depende del movimiento en caída vertical de los átomos en el vacío. 

Ahora bien, se ha adjudicado a Epicuro la tesis, luego desarrollada por Lucrecio, que esta lluvia infinita y eterna de átomos del universo no obedece a un principio de necesidad o determinismo sino de contingencia. En cuanto “caen” por razón de su peso, cabe suponer que, en algún momento azaroso e indeterminado en tiempo y lugar, puede darse una desviación en la trayectoria vertical de los átomos, un desplazamiento leve o pronunciado que altera las cosas del mundo, si bien no su inalterable e impasible orden. Este fenómeno, enteramente deducido de la constitución atómica, es el que Epicuro denominó párenklisis y Lucrecio tradujo al latín como clinamen, lo cual –y aquí reside su importancia filosófica– fundamenta la libertada humana y, ante todo, la economía de los placeres del epicureísmo. De lo contrario, como señala Epicuro en la Carta a Meneceo, el epicúreo no podría alcanzar la vida bienaventurada, ni vivir “como un dios entre los hombres”, porque justamente esa es la finalidad suprema de esta filosofía que quiere abolir el sufrimiento humano. 

Dicho lo cual, se entiende que nada más lejos del hedonismo que Bell encuentra en el capitalismo contemporáneo –y no parece demasiado desacertado–, que la hedoné de Epicuro como el principio y el fin del buen vivir, es decir, de la vida ética. En todo caso, si bien se piensa, una sociedad de consumo en estado primitivo, aunque refinada, ya se prefigura en la época helenística, contra la que reaccionan en gran parte tanto el cinismo como el estoicismo y el epicureísmo. Al menos, ese trasfondo se sugiere en un momento de la Carta a Meneceo donde Epicuro comenta: “Cuando decimos que el placer es el fin de la vida, no nos referimos a los placeres de la genta disoluta y a los que residen en el goce, como creen quienes ignoran nuestra doctrina”.  

 

*Doctor en filosofía, escritor y periodista
Borges y el anillo del ser (Editorial Verbum) es su último libro
@riosrubenh
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