EN BUSCA DEL VERSO PERDIDO iii

Eunice Odio: Con la mirada huyendo en una lágrima

Caracterizada por una poesía con una clara imaginería vanguardista, la vindicación de la autonomía de la mujer y la combinación de metros fijos y verso libres en una tensión siempre irresuelta, la poeta costarricense despertó amores y odios por igual. Fallecida en 1974, hermosa y fatal, padeció toda su vida el acoso y la admiración de los hombres, dos formas de ignorar su genuina condición de par, hoy sobrevive en las raras y esporádicas ediciones de sus libros de poemas, difíciles de hallar. Si la errancia fue su destino, que hoy sea leída es una forma justa de devolverle una patria amada: la poesía.

Odio. Retrato de la poeta costarricense y, al lado, un busto suyo, creación del escultor Mario Parra, ubicado desde 2005 en la Universidad de Letras de Costa Rica. Foto: cedoc

Eunice Odio no daba cuartel, no lo pedía. Fue una mujer muy difícil, tuvo una vida muy difícil y escribió una poesía más difícil aún. Era intolerante, agresiva, mordaz. El tránsito de fuego, su mejor libro, define su trayectoria en este mundo. Su vida correspondió siempre a su muerte. En esto fue consecuente y nadie debe quejarse: estuvo viva, está muerta, está viva.”

La concisión lapidaria de las palabras de Augusto Monterroso que abren esta nota describe con justeza la figura fascinante de una de las voces más notables y excéntricas de la poesía en lengua española del siglo veinte.

Cualquiera podría sospechar que ese nombre con que suscribió sus escasos libros decisivos fue una invención más de una mujer que hizo de la errancia un destino y, de la intrepidez, un estilo. Pero no. Nacida en Costa Rica en 1919 como hija natural de Aniceto Odio Escalante, éste solo reconoció su paternidad cuando la madre de Eunice, Yolanda Eunice Infante Álvarez, falleció, muy joven, en 1934. Eunice adoptó el primer apellido paterno, aunque no convivió con él sino con unos tíos. 

Tuvo una educación sólida y conservadora y se reveló precoz en la escritura de versos y prosas que rápidamente encontraron eco en diversas publicaciones. Sus primeros poemas dignos de mención aparecieron en la destacada revista costarricense Repertorio Americano, dirigida por Joaquín García Monge. Pero la chatura cultural de su país, reconocida por sus propios protagonistas, la llevó a peregrinar por otros rumbos –Cuba Nicaragua, Honduras, El Salvador, Estados Unidos– hasta que recaló en Guatemala en 1947, donde el gobierno de carácter progresista surgido de la llamada Revolución de 1944 ofrecía condiciones más hospitalarias con la creación. Para ello, contaba además con el estímulo de haber recibido en ese país el primer premio del tradicional Concurso Centroamericano de Poesía 15 de Septiembre, por su primer libro: Los elementos terrestres (1948) de parte de un jurado presidido por Miguel Ángel Asturias.

En ese libro, son ya evidentes los rasgos principales de la poesía de Eunice: una búsqueda de carácter místico, con una imaginería de clara procedencia vanguardista; la vindicación de la autonomía de la mujer; la combinación de metros fijos y verso libres en una tensión siempre irresuelta. En una serie de poemas de aparente carácter amoroso, al igual que los grandes místicos de la poesía en nuestra lengua, Eunice se dirige a un Amado con el que entabla una relación erótica manifiestamente carnal y, al mismo tiempo, a un ser trascendente, que se le aparece en ensoñaciones. Todo lo que se dice en estos ocho poemas de mediana o larga extensión suena en una lengua elevada y, en cierto modo, artificial, siempre oscilante entre el heptasílabo, el endecasílabo y diversas extensiones del alejandrino que, de tan bien barajados, huelen a verso libre. Pero las imágenes que en ella se construyen son provocadoras y luminosas: “Ven,/ Amado,// te probaré con alegría./ Te soñaré conmigo esta noche”, comienza diciendo el primer poema y, unos versos más adelante, agrega: “Ven,/ comeremos en el sitio de mi alma.” El amor es aquí una cuestión fisiológica, pero también espiritual. 

Ese apetito lírico tuvo su correspondencia en la vida afectiva de Eunice. Obligada a casarse a los 19 años con un hombre vulgar que la doblaba en años, se divorció de él cuatro años más tarde. Hermosa y fatal, padeció toda su vida el acoso y la admiración de los hombres, dos formas de ignorar su genuina condición de par. Y tuvo, entre los vaivenes de ese péndulo machista, un segundo matrimonio con el pintor mexicano Rodolfo Zanabria (1966), más afín pero también breve. Para entonces, ya residía en México y se había nacionalizado mexicana, tras escapar de Guatemala cuando el golpe de estado contra el presidente Jacobo Árbenz, y luego de vivir tres años en Estados Unidos, donde trabó relación, entre otros, con el poeta William Carlos Williams, a quien dedicó un poema que el propio Williams tradujo al inglés. 

Autora de ensayos críticos y reseñas notables, la obra lírica de Eunice incluye, además de ese primer libro, otros dos de muy escasa circulación: Zona en territorio del alba (publicado en la Argentina en 1953 por el sello Brigadas Líricas) y Territorio del alba y otros poemas, que recoge algunos de los poemas publicados en la Argentina y otros hasta entonces inéditos. Pero, más allá de las evidentes virtudes de esos libros, es sin dudas su monumental poema de casi quinientas páginas, El tránsito de fuego (1953) el más ambicioso y definitivo.

Poema fundacional, extenso fresco lírico con fulgurantes astillas épicas, es una suerte de glosa de los textos bíblicos en clave surreal, a través de una serie de poemas que se articulan orgánicamente en un todo unificado y al mismo tiempo múltiple. Imposible desplegar aquí uno de esos poemas completos. Basten unos pocos versos para apreciar su altura: 

¡Silencio!

El polvo clama, celeste y 

[oprimido por la luz,

íntimo y despuntando, su

[ámbito cercado por el alba.

Polvo es silencio de 

[primeros sonidos.

Lo grande sueñe en piedra

[y lo pequeño, claramente yaciendo en sílabas de

alondra.

Corra el tiempo soplando

[hacia su última presencia duradera,

porque el aprisionado,

apoyado en ciertas 

[vastedades,

en invisibles pozos de

[tormenta,

mas poderosamente 

[armado de sueño y

tenebrosa levadura,

recogiendo su voz y su

[presencia ingénita,

con el aire, sin pie que lo

[encamine,

ha pasado por Ojo de Dios.

Está presente.

Admirada por Octavio Paz y Salvador Elizondo, por Carlos Martínez Rivas y el citado Monterroso, por Rosamel del Valle y Juan Liscano (con quien mantuvo una rica correspondencia), Eunice fue silenciada en México por oponerse –descomedidamente, es cierto– a los ideales de la izquierda intelectual y, sin dudas, por su áspero carácter y su poesía inimitable.

Murió sola, ahogada en alcohol, a los 54 años de edad, quizá, para decirlo con uno de sus más hermosos versos, “con la mirada huyendo en una lágrima”.