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El ser que habito

Donde un libro me llevó (Ediciones Granica) es la más autobiográfica de las obras de Luis Gusmán. Nutrido con la evocación de aquellas obras que marcaron su infancia lectora –de Salgari a Edmondo De Amicis, de Edgar Rice Burroughs a Lewis Carroll–, con canciones imborrables que llevan los nombres de Charles Aznavour, Sandro, Matt Monro y Leonardo Favio y sus viajes tras las huellas de los grandes escritores en Venecia, Praga o Los Angeles, se trata de un compendio de postales y encuentros que hablan, sin más, de una vida consagrada a la literatura. A modo de adelanto reproducimos pasajes del libro, que ya se distribuye en librerías.

Luis Gusmán. Foto: néstor grassi

He sido un niño cantor, lector y viajero”. Aquí me pongo a cantar, leer e imaginar. Así se viene Luis Gusmán con Donde un libro me llevó, con el subtítulo: canciones, lecturas, viajes. Reitera: oyendo, leyendo, virando. ¿Hacia dónde fue el escritor? A la memoria, sin vueltas, ni rodeos. Como flecha, el lector encontrará aquí una visita al tiempo que nos huye, se nos va con la memoria de una lengua que reniega de sí abrazada al olvido, por la falta de uso, de exceso.

No es inocente el tríptico con el que Gusmán construye su paisaje, ese Jardín de las delicias intelectual, conformado por la sensibilidad estética, la inocencia de la sorpresa infantil y el detalle que fluye a la escritura. También expone la estrategia que construye el envés del tríptico medieval, el de El Bosco, decorado con un contraespacio. ¿Anida allí lo siniestro? Al contrario, nada más que tristeza, penuria por la lectura perdida, inacabada. 

El acierto de este libro está en que el yo se abstiene de la genialidad ególatra de los que hoy anidan como autores de la celebridad, y lo hace con fervor, por Avellaneda, por el primer límite del Conurbano antes de ser inmensidad desparramada como mancha indeleble en torno al puerto de todos los puertos argentinos.

De Villa, En el corazón de junio; de El frasquito, por ejemplo, asoman trazas fundadoras, mojones territoriales: impresiones de África en un continente que deriva hacia el Sur a punta de puñal. Y acaso, acá se rebela (y revela) que el barro barrial era promesa de baldío, y que hoy es fango contaminado, detritus. 

He leído la obra literaria de Gusmán con Mañana campestre, perfumada de azahar; y también con Avellaneda blues: “Sur y aceite / Barriles en el barro, galpón abandonado / Charco sucio / El agua va pudriendo un zapato olvidado”. En la incertidumbre de tales viajes musicales y lectores, siempre encontré la medida de un rescate, esa atención preciosista por la voz que nunca calla, desentendida de cerrar un ciclo para siempre. Eso es –precisión y deriva– la literatura argentina.

Alicias

En la infancia, ningún libro me dio más terror que Alicia, empezando por los dibujos de John Tenniel. 

Las palabras nunca querían decir lo que las palabras decían. Siempre acechaba una adivinanza o un retruécano. Mi tío Negro era como si hubiera leído Alicia. Si estaba durmiendo, me decía: “Dormís como un lirón”. Después encontraba la frase en el libro. 

Mi tío era el Sombrerero Loco. Me volvía loco con sus adivinanzas estúpidas. “¿De qué color era el caballo blanco de San Martín?”. 

“¿Sabés cuál es el apellido de tu abuelo Jesús, mi padre y el padre de tu madre?”.

“No sé”, respondía tímidamente. 

“Vázquez de Vázquez”. 

Yo no entendía. El personaje Humpty Dumpty habla como si fuera un juego. Mi tío hablaba como si fuera un juego. 

Recuerdo a mi tío Negro llevándome al Parque Retiro. Al juego de los espejos. La imagen se agrandaba, se deformaba. No entendía qué tenía de divertido ir al parque de “diversiones”. Había un juego que consistía en un hombre negro al que solo se le veía la cara y al que se le tiraba una pelota. Hasta que entendí que el parque de diversiones, lo que tenía de divertido era el miedo. Miedo al tren fantasma, miedo al vértigo de la montaña rusa. Mientras yo me moría de miedo, mi tío se divertía con mi miedo. 

La casa de mi otro tío, Tito, era inquietante por la falta de palabras. El silencio enlutado de viudas calabresas. Como si estuviesen vestidas de negro desde niñas, desde siempre. Como si todos los parientes hubiesen muerto en la guerra. 

En la escobería había visto a dos gallos pigmeos a los que preparaban para las riñas. Era la fábrica de escobas de un tío, que los hacía practicar frente al espejo. Los vi picotear el espejo hasta cascarlo, los he visto ir detrás del espejo a buscar al otro pigmeo. 

La madre de ese tío hacía injertos, y su hijo, unas escobas alargadas que parecían mujeres pintadas por Paul Delvaux. Las escobas las ataban con alambre, y para identificarlas les colocaban un cartel que parecía una mordaza negra sobre la paja, que parecía una cabellera amarilla. Las llamaban brujas. 

En ese terreno en Villa Luzuriaga había un gallinero que se disputaban mi tío, los gallos y las comadrejas. Era raro: cruzaban gallinas. En ese terreno me encontré con huevos cuyas cáscaras no eran del color habitual sino celestes, verdes. Aún hoy me asusta recordarlos. 

Podía encontrarlos escondidos entre los atados de paja, cerca del molino donde cosían a las brujas. Puntada tras puntada. Alicia se acerca al huevo: “Este se hacía cada vez más grande, más humano. Estaba segura de que era Humpty Dumpty. Estoy tan segura como si tuviera el nombre por toda la cara”. A Humpty Dumpty le dieron un regalo de incumpleaños. Alicia pregunta: “¿Qué es un regalo de incumpleaños?”. 

Es un regalo que te dan cuando no es tu cumpleaños. Así hablaba el tío Negro todo el día. Con otros chistes, otros trucos, como cuando sacaba humo por los ojos. Había que mirarlo fijamente para ver si se incendiaban, si ardían, y de pronto te rozaba la mano con la brasa del cigarrillo. Un poco sádico, pero igual yo quería seguir jugando. 

Todo era raro en esa casa… Estaba también el invernadero. En invierno sus vidrios se empañaban. Acercaba mi aliento y limpiaba para espiar. Adentro había tomates, para mí, de colores extraños. Atravesar esa puerta era como para Alicia atravesar el espejo, porque por ese lugar también había algún conejo que de pronto desaparecía. Después supe que se los comían. 

Lo que más me aterrorizaba en ese libro eran los cambios corporales. De pronto, podías ser un gigante y de pronto un enano, de pronto delgado hasta casi esfumarte y de pronto voluminoso. 

Cómo Alicia se transformaba de pronto en un caligrama, un cuerpo de letras vivientes. Cómo alguien se podía ahogar en un mar de lágrimas. Lo tomaba literalmente hasta que otro juego de palabras venía a socorrerme. Si tenía un ojo extraviado, era que literalmente había perdido el ojo. Esa confianza ciega en la superstición de la literalidad que tuve en la infancia. 

Me aterrorizaban los dibujos de Tenniel. Esa langosta que devenía en cuadrilla de langostas. Recordaba mis vacaciones en la casa de una tía. Una casa de varios departamentos. El de mi tía era el último de un largo pasillo. De pronto, el cielo se ponía negro. Era algo que había leído en la Biblia y que el cura había dicho en algún sermón de los domingos. La plaga de langostas, como un aluvión verde, descendía del cielo a la tierra. Aún recuerdo el patio de baldosas rojas cubierto por un manto verde. No salía a la calle hasta que esa alfombra verde y quieta, aunque de golpe en movimiento, desaparecía. 

Las cartas de Alicia eran cartas distintas a las cartas de truco, de escoba, de brisca, que circulaban en mi casa. Eran las cartas de póquer que mi padre escondía hasta que las descubrí. Cartas clandestinas de jugador de póquer. La reina de corazones, de diamantes, no eran iguales al ancho de oro, que era el culo sucio.

Los animales de Alicia hablaban como personas ingeniosas, con enigmas inquietantes, cosas que no entendía.

En la caparazón de la tortuga de mi casa, mi hermano Hueso había grabado: “Perón vuelve”, y cuando volvió, le pintó: “Viva Perón, carajo”. Y ahí andaba la tortuga por el patio bajo la mirada despreciativa de mi padre, diciendo que pintar una tortuga era cosa de negros.

Ella cantaba boleros

Desde antes de Tres tristes tigres, Cabrera Infante me acompaña para tratar de destrabar mi lengua, no solo de escritor sino también de niño. 

No podía pronunciar la erre y mi abuela me hacía practicar: “Erre con erre guitarra / erre con erre barril / qué rápido ruedan / las ruedas del ferrocarril”. Pero como me aburría, me lo cambiaba por: “Tres tristes tigres / comen trigo / en un trigal”. 

No entendía por qué podía pronunciar una sola erre sin dificultad, pero bastaba que fueran dos erres para que se me gemelizara la lengua, y se me volviera un trabalenguas impronunciable. 

Nunca pude tocar en una guitarra un tango, ni una milonga, ni una zamba o un rock. Allá en los sesenta, en los tiempos del folclore y el rock and roll. 

Leer Tres tristes tigres, Ella cantaba boleros y Mi música extremada me destrabaron para escribir Alguien cantó. 

Cabrera Infante dice que el bolero es sentimental y el tango es dramático. Creo que es una mezcolanza. Estos textos abolerados siempre estuvieron al borde del precipicio de lo cursi. Ni siquiera podían ser kitsch, esa manera de contar la vida que nos enseñó Puig. 

Posiblemente no conozco mejor título que La Habana para un infante difunto. Está el nombre de su ciudad que es parte de su vida, la pavana latente en la música de ese lenguaje. Lo digo por haber escuchado ese canto en La Habana. Y en el mismo título, su apellido, un Infante en una infancia difunta.

Quizás por eso Alguien cantó. Sí, ciertos libros cantaron y destrabaron mi lengua. 

Adán y Eva, esa canción que en la voz de Paul Anka era, para mi juventud, la biblia de los sesenta. Borges nos da la dicha de ese primer encuentro en su versión bíblica del origen del mundo, en dos versos de su poema La dicha: “El que abraza a una mujer es Adán. La mujer es Eva. / Todo sucede por primera vez”. 

Tal vez la mejor manera de definir el comienzo de cualquier amor. 

De chico, había tenido un sueño: quería ser uno de esos niños que cantaban el número de lotería para Navidad, Año Nuevo o Reyes. El sorteo lo trasmitían por radio. Uno cantaba el número, y el otro decía el valor del premio. Para ser niño cantor había que ser huérfano y estar en un orfanato. Entonces imaginaba que me quedaba huérfano porque mis padres se morían en un accidente. 

Jugaba a ese juego con mi abuela. Ella cantaba un número y yo, exultante, cantaba el premio mayor. Lo cantaba arrastrando la voz, prolongando el suspenso, invadido por la poderosa sensación de que la fortuna y la felicidad de tanta gente estaban en mi voz. 

Me daba vergüenza contar aquel juego de niño. Solo mi hermano lo sabía. Quería terminar siendo cantor de tangos como mi padre, resultaba demasiado obvio. Y a veces, en la vida, las cosas suceden de esa manera. Pero esta vez no sucedieron. Lo que más me apenaba del juego es que ser huérfano era perder a mi abuela, pero me consolaba porque ella jugaba al juego conmigo.

 

Mi viejo

A mi padre nunca lo vi caminar lento. Tampoco lo vi viejo porque la parca se lo llevó joven. Siempre elegante, zapatos Guante, camisa de seda, traje a medida. 

A mi abuelo, bien llamado Jesús, lo vi caminar lento. 

Él era mi viejo. 

El asma y la fatiga modulaban su voz. Cuando alguna vez me leyó alguna novela de piratas, cualquier interjección filibustera se le apagaba en la boca antes de gritarla. 

“Yo lo miro desde lejos / pero somos tan distintos, / es que creció con el siglo / de tranvía y vino tinto”. 

Con su respiración entrecortada caminamos hasta el tranvía para llegar a Avellaneda, hasta la librería El Rebusque, justo bajo el puente, donde cambiábamos dos novelas por una. El libro se respiraba rápido porque leía agitado, quiero decir, las novelas le duraban un suspiro. Ya fuera Búfalo o Bisonte, ese bestiario del Oeste que era su biblioteca. 

“Viejo, mi querido viejo / Ahora ya caminas lerdo / Como perdonando al viento”.

No, con el Jesús en mi boca, era al revés: el viento te perdonaba. 

“La edad se le vino encima / Sin carnaval ni comparsa”. 

Jesús Vázquez, de los Vázquez de Orense, nunca te conté que un día frente al espejo me probé tu ropa de jockey. Entonces sí te llevaba el viento. Como mi otro viejo, el joven, que tenía un caballo llamado Tres Colores.

Vos, Jesús, ¿tendrías un caballo preferido de esas novelas, cuando el Oeste estaba en cualquier calle del barrio? 

¿Sabés, mi querido viejo, que en un cuento que escribí amaneciste muerto en una estatua montando un caballo de piedra llamado Falstaff? 

“Es un buen tipo mi viejo / Que anda solo y esperando / Tiene la tristeza larga / De tanto venir andando”. 

Sí, entré a mi casa cantando. Mil novecientos cincuenta y siete, volvía de la escuela. Y mi tía se cruzó los labios en cruz y me gritó: “Chito, murió papá”. 

Sí, tenía la mirada triste, “una tristeza larga”... ya llevaba muchos años aquella rodada en un ignoto hipódromo de provincia, donde sucumbió su porvenir de jockey.

En mi vida alguien cantó: mi padre. Basta ver, en la foto publicada en este libro, cómo toma y se toma del micrófono. Me dio dos cosas en la vida: el tango y los libros. Vienen y se van conmigo. En su imprenta, imprimió el libro de Schopenhauer El amor, las mujeres y la muerte. Este título bien podría ser el plagio de una letra de Homero Manzi, de Cadícamo o de Cátulo Castillo.

 

Dublín

Enero de 1979, primer viaje a Europa. Tenía tres lugares adonde quería ir. Primero a Barcelona a ver a mi amigo Oscar Masotta. Después a Venecia, a conocer lo que había leído, visto en los cuadros, en películas, y lo que había soñado. Y a Dublín, porque estaba la torre Martello y porque Leopold Bloom me esperaba para recorrer juntos la ciudad. Sí, Leopold Bloom, porque la literatura ha sido injusta con él, porque el monólogo de Molly se lo llevó puesto. Y él, según dice Onetti de un personaje en su novela Dejemos hablar al viento –cuyo título parafrasea un verso de Pound–, “como todo cornudo, pedía una oportunidad más”. La ironía habilita la licencia de que, para un cornudo, que la mujer lo engañe puede ser un paraíso.

Llegué a Londres y habían perdido las valijas en el aeropuerto. Las recibí dos días más tarde. Nevaba. Paré en un hotel cerca de la estación Victoria. No había visto a Marlow en su barco anclado en el Támesis, pero ya flotaba Conrad en un paisaje de humo. 

En ese tiempo no le temía a volar en avión. Como comisario de a bordo había volado en DC3. Solo temía nunca llegar a Dublín.

Pero un día llegué. Y fui a parar a un hotel apartado del centro, solo porque se llamaba Liffey. Un hotel de segunda. Un hotel de marineros. Esa misma noche se escucharon gritos de alguien que empujó la puerta. No un ladrón, un borracho. Quiso entrar en la habitación, pero la puerta estaba con llave. No dormí en toda la noche. Tomé un velador de mármol para defenderme. Pero cómo defenderme de los gritos y de un idioma desconocido. 

Por la mañana vi el Liffey de aguas liffeantes, un anagrama de “elefantes”, y me sentí un niño yendo detrás de las sirenas. Si para Kafka el problema de las sirenas no es su canto sino su silencio, en la ciudad de Bloom nunca había silencio. Yendo a conocer el barrio de la Bella Cohen, por primera vez vi a los muchachos arrojarse en patinetas en las calles en bajada. Fui a algún pub, pero eran otras las sirenas, todo el tiempo gritos, una alegría exultante. 

El silencio estaba en el Trinity College. En los manuscritos de Kells, en las bibliotecas de libros inmóviles, detenidos en el tiempo de otra edición. En la vitrina, los manuscritos de verdad parecían iluminados. Una epifanía, cuando todavía entre nosotros esa palabra se podía usar. Ese mundo que todo le debía a un empleado de seguros, Salas Subirat, y a un vendedor de avisos para el diario: Leopold Bloom. 

Recorrí la ciudad de un lado para el otro buscando la estatua de Nelson. La había visto en un libro. Hasta que me enteré de que el IRA la había volado por el aire hacía muchos años. Viajaba medio sonámbulo. 

Busqué Eccles Street N° 7, donde vivía el matrimonio Bloom. Pregunté en el pub de la esquina. Me dijeron: “Si quiere conocer la casa de un escritor puede ir a la de Sean O’Casey”. El dramaturgo no me interesaba, pero en ese tiempo en ese barrio era más conocido que el propio Joyce o el matrimonio Bloom.

Finalmente di con una típica casa irlandesa. Era solo una dirección. Pasé por la maternidad San Jorge, pero no estaba el doctor “Buck” Mulligan.

Así recorrí Dublín hasta que llegué a una biblioteca pública. Recuerdo que tuve el manuscrito de Stephen Dedalus en las manos. Eran otros tiempos. Hace más de cuarenta años. 

Pero faltaba el final. Mi acompañante de siempre logró ubicar al cuidador de la torre. Un tal señor Nicholson, un apellido común, porque en la guía ocupaba varias páginas. Entonces un libro me llevó a la obra de Harold Pinter El cuidador.

El señor Nicholson nos dio una cita en la torre. Tomamos un micro que recorrió toda la bahía hasta Dun Laoghaire. Ahí estaba la torre esperando. El señor Nicholson nunca llegó o nos desencontramos. La torre estaba cerrada. 

En ese momento, no como ahora, la torre era tierra de nadie. Harold Pinter escribió en 1975 una obra de teatro con el mismo título que la novela de Onetti, Tierra de nadie, publicada en 1941. Los títulos son tierra de nadie. En los funerales de Pinter, una actriz leyó un fragmento de esa obra de Pinter. Pero no solo eso, sino también el cuento de Joyce Los muertos. Quizás, de haberlo sabido, podría haber leído un fragmento de Onetti.

Salté un alambrado, un cerco pequeño y quedé del lado de adentro, pero afuera de la torre. Cuando mi acompañante me fue a sacar una foto, se le había terminado el rollo. No hay ninguna prueba de que una vez, un día soleado, estuve en la torre Martello, esperando al señor Nicholson. Salvo este relato.