BORGES Y LA BIBLIA V

El libro de Job: desde el seno de la tempestad

El Dios inescrutable, el de Job, aparece en uno de los párrafos de mayor misticismo que escribió Borges. En el cuento “El Aleph”, Carlos Argentino Daneri dice: “Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos, cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten, ¿cómo transmitir a otros el infinito Aleph que mi temerosa memoria apenas abarca?” Julio César Crivelli, en esta quinta entrega, pone en relación la experiencia mística de Santa Teresa de Jesús con la del Daneri de Borges, es el enfrentamiento con la incomprensión, con la irracionalidad relatada en Job.

Job. Izq.: la destrucción del Leviatán. Al lado: Job por Leon Bonnat (1833-1922). Foto: cedoc

El libro de Job trata sobre la irracionalidad de Dios. Dios no es un ser de la razón porque nuestra razón es algo tan primitivo y elemental que jamás podría comprender a Dios. Dios no actúa con la razón ni se lo puede “entender”. Así, todos los “dioses” que hemos inventado los hombres, en cualquier religión, son creadores del cosmos y jueces de nuestra conducta. Porque son los creadores de la Ley del universo y de la Ley de los hombres.

Yahvé también y es en el libro de Job donde se pone de manifiesto que tanto su justicia como la naturaleza –sus creaciones–, resultan inescrutables para nosotros. El Dios del libro de Job es un Dios tremendo, que habla desde el “seno de la tempestad.” Y permite que un Ángel Caído enviado por Satán destruya la familia y la hacienda de Job, llevando su sufrimiento hasta el límite de la vida. Pero aún después de algunas vacilaciones, pese al sufrimiento y al dolor cuyo motivo desconoce, Job mantiene su fe. Job cree, sin lugar a dudas, que jamás llegará a comprender la justicia de Dios.

Al final de Job, aparecen Behemot y Leviatán, dos bestias poderosas e indómitas para el hombre. Son el testimonio de una creación peligrosa, permanente amenaza para los hombres que deben vivir para prevenirse de su ataque. El trabajo a que la Caída condena al hombre es, precisamente, la permanente transformación de la naturaleza como previsión y defensa de su ataque. “El trabajo es, en primer lugar, un proceso entre el hombre y la naturaleza, un proceso en que el hombre media, regula y controla su metabolismo con la naturaleza. El hombre se enfrenta a la materia natural misma como un poder natural.” (Marx: El Capital, Libro I, cap. 5).

También la naturaleza es incomprensible para nuestra razón, igual que la Justicia, la otra creación de Dios. Una y otra son imprevisibles, caóticas, fatales. En “La Memoria de Shakespeare”,  Borges alude a “Behemoth o Leviathan, los animales que significan en la Escritura que el Señor es irracional”. También en la “Lotería de Babilonia” se alude a la irracionalidad de Dios. No es casual que el cuento transcurra en Babilonia, donde se confundieron las lenguas. Recordemos que hay una Compañía misteriosa, que todo lo dirige. Pero nadie entiende cuál es el sentido, si es que hay alguno. La vida es como una lotería de suertes, nada es previsible ni comprensible para los habitantes de Babilonia.

Allí reina un caos de injusticia. La sociedad está sujeta a reglas misteriosas tan contradictorias como imprevisibles, de inusitada crueldad, o todo lo contrario. Nadie sabe quién es la Compañía, así algunos piensan que la Compañía es Dios. Otros, que no existe. La Lotería de Babilonia nos recuerda la Escritura enigmática de un Dios inescrutable, del Dios de Job.

Ese Dios misterioso e inabarcable también está en uno de los párrafos de mayor misticismo que escribió Borges. En “El Aleph”, Carlos Argentino Daneri, el protagonista, dice: “arribo ahora al inefable centro de mi relato, empieza aquí mi desesperación de escritor. Todo lenguaje es un alfabeto de símbolos, cuyo ejercicio presupone un pasado que los interlocutores comparten, ¿Cómo transmitir a otros el infinito Aleph que mi temerosa memoria apenas abarca? Los místicos, en análogo trance prodigan los emblemas: para significar la divinidad, un persa habla de un pájaro que de algún modo es todos los pájaros; Alanus de Insulis, de una esfera cuyo centro está en todas partes y las circunferencia en ninguna; Ezequiel, el profeta, un ángel de cuatro caras que a un tiempo se dirige al Oriente y al Occidente, al Norte y al Sur. (No en vano rememoro esas inconcebibles analogías; alguna relación tienen con el Aleph)”.

Aleph, recordemos, es la letra sin sonido de la cual pende el alfabeto, el primer motor inmóvil, el inicio, el caos que no se somete al lenguaje, que no está sometido a la razón. Aleph es como el cero, que está antes de la matemática, o como el caos, que está antes del cosmos.

Hay un párrafo de Santa Teresa de Jesús que revela una coincidencia curiosa en tanto pone en evidencia la naturaleza mística de la descripción del Aleph. Dice: “Estando una vez en oración, se me representó muy brevemente cómo se ven en Dios todas las cosas y como las tiene en sí mismo, digamos que la divinidad es como un diamante muy claro y todo lo que hacemos se ve en este diamante siendo de manera que él encierra todo en sí mismo porque no hay nada que salga fuera de esta grandeza. Y ahora fíjense, que cosa espantosa, (es decir: Santa Teresa se espanta), me fue ver en tan breve espacio ver tantas cosas juntas en este claro diamante.” (Libro de la Vida).

La experiencia mística de Santa Teresa de Jesús es equivalente a la del Daneri de Borges, es el enfrentamiento con la incomprensión, con la irracionalidad relatada en Job. Frente al infinito, a la irracionalidad absoluta, no hay sistemática posible, no hay entendimiento, sólo queda la enumeración caótica que despliega Daneri en el Aleph, una lista solemne, incomprensible e impotente para abarcar el universo:

“El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño. Cada cosa (la luna del espejo, digamos) era infinitas cosas, porque yo claramente la veía desde todos los puntos del universo. Vi el populoso mar, vi el alba y la tarde, vi las muchedumbres de América, vi una plateada telaraña en el centro de una negra pirámide, vi un laberinto roto (era Londres), vi interminables ojos inmediatos escrutándose en mí como en un espejo, vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó, vi en un traspatio de la calle Soler las mismas baldosas que hace treinta años vi en el zaguán de una casa en Fray Bentos, vi racimos, nieve, tabaco, vetas de metal, vapor de agua, vi convexos desiertos ecuatoriales y cada uno de sus granos de arena, vi en Inverness a una mujer que no olvidaré, vi la violenta cabellera, el altivo cuerpo, vi un cáncer en el pecho, vi un círculo de tierra seca en una vereda, donde antes hubo un árbol, vi una quinta de Adrogué, un ejemplar de la primera versión inglesa de Plinio, la de Philemon Holland, vi a un tiempo cada letra de cada página (de chico, yo solía maravillarme de que las letras de un volumen cerrado no se mezclaran y perdieran en el decurso de la noche), vi la noche y el día contemporáneo, vi un poniente en Querétaro que parecía reflejar el color de una rosa en Bengala, vi mi dormitorio sin nadie, vi en un gabinete de Alkmaar un globo terráqueo entre dos espejos que lo multiplican sin fin…”

Esta enumeración caótica será una característica de Borges, un recurso que usará muchas veces, quizás porque estaba convencido de la imposibilidad de aprehender la verdad.