Apuntes en viaje

Cuatro paredes

Un macho amaga a salir volando y hace una especie de esquí acuático desplegando las alas y alargando todo el magnífico cuello hacia adelante.

Foto: MARTA TOLEDO

Hace unos años paseaba por Carrasco con Marisa Silva y María Rosa. Era una tarde de invierno, helada como puede ser en Montevideo, el cielo encapotado. Creo que había llovido o estaba por llover. Entre tantas casas señoriales con vista al Río de la Plata, las chicas se detuvieron en una y me enseñaron la placa. Era una pequeña mansión, tenía las cortinas abiertas de la ventana del living donde un hombre tomaba café y leía el diario. Esa casa había sido un centro de detención clandestino en la dictadura. Pensé cómo alguien podía beber café y leer bajo ese techo, dormir, criar hijos, recibir nietos, festejar cumpleaños… 

Ayer caminábamos con Victoria por Köln. Era temprano y, según me dicen (es la primera vez que estoy en la ciudad) el clima es inusitado: hay sol y casi se puede andar en mangas cortas aunque aún no empieza la primavera. Caminamos a lo largo de un canal lleno de patos de distintos tamaños, especies y colores. También hay cisnes, uno empollando en la orilla, hermosos y soberbios, sabiéndose los reyes y las reinas del canal. Un macho amaga a salir volando y hace una especie de esquí acuático desplegando las alas y alargando todo el magnífico cuello hacia adelante. Es tan blanco que duele a la vista como un resplandor. Vamos yendo rumbo al tranvía, ella con su bici de tiro, me acompaña a la parada. Charlamos y disfrutamos del día luminoso. De repente escuchamos el zumbido diabólico de las bicicletas y una horda de adolescentes aparecen por todas partes, a toda velocidad, con la impunidad que les da ser jóvenes y no seguir envenenando el aire con los gases del combustible, ser su propio combustible. Las bicicletas han llegado a darme pánico en esta ciudad, un largo escalofrío en la espalda. Nos apartamos todo lo posible del camino de los bicitiranos y seguimos conversando. Cuando llegamos a la ruta del tranvía, Victoria me indica que puedo tomarlo dos cuadras a la derecha o dos a la izquierda. Mejor, siempre, a la izquierda.

Perfecto, me dice, así de paso te muestro algo… una casa. Me da curiosidad, pero no me adelanta nada. Hacemos un par de cuadras por ese barrio pequeñoburgués, tranquilo, con edificios lindos.

Cuando nos acercamos a un caserón enorme, en mitad de una cuadra, me dice: mis hijas cruzan de vereda porque no quieren ni pasar por acá.

Es una construcción antigua, en una ciudad reconstruida después de la Segunda Guerra. En la vereda, en el piso, hay una placa que casi no se ve, que pasa desapercibida. Victoria se inclina para traducirme lo que dice. 

Esa casa en la que ahora, por lo que indican los timbres, viven varias familias y hay también un consultorio médico, fue la casa del banquero Schröder. Entre esas paredes, se cocinó el nazismo y la toma del gobierno por parte de Hitler, en una reunión secreta en 1933. El frente tiene varias ventanas, algunas, como aquella casa de Carrasco, con las cortinas abiertas. No hay personas detrás de esas ventanas, pero sí algún adorno, alguna planta, señales de estar habitadas.

Algunas veces en algunas habitaciones de hotel duermo inquieta y sobresaltada. Cuando me pasa, fantaseo que ocurrió algo horrible en esa habitación y que por más que hayan cambiado las alfombras, los muebles y pintado las paredes, eso persiste. Quizá sólo son eso, fantasías, una cena pesada o el jet lag que conspiran contra el sueño apacible. ¿Pero cómo se podrá pegar un ojo entre las paredes del Mal, bajo el techo del Mal, detrás de las puertas del Mal?