Apuntes en viaje

Crucero humedad

La alimentación diaria es escasa, basada en plátanos, tubérculos de mandioca, frutos de tamarindo y cacao –hoy almorzamos hormigas ahumadas aplastadas en harina de mandioca.

Crucero humedad. Foto: marta toledo

En mi libreta escribo: 

Desde la embarcación se obtienen unas vistas espléndidas. La pandilla de cocodrilos descansa en la orilla angosta. Inmóviles, los bichos parecen troncos de árbol; las escamas dentadas de la cola se confunden con gajos de corteza. Piedras dispersas en el rellano, tapizadas con vegetación densa. Tucanes, papagayos, guacamayos. Manadas de capibaras (¡enormes!) nadan como perros a escasos metros del bote. Peces voladores, arañas, libélulas, avispas… Pulso vital del entorno. Ohhh, con los binoculares que arrima un viajero austríaco atrapo flores esculturales que cuelgan de la copa de palmeras de moriche. 

José es el guía de la expedición. (Tacho algo ininteligible) Es peruano, pero se instaló en Puerto Ayacucho hace ya casi treinta años. Viste un conjunto crudo de lino; las sandalias franciscanas son negras. El cabello largo, hasta la altura de los hombros, alterna los claros de las canas con los tintes del azabache. Ha dejado nacer un bigotillo delgado sobre los labios gruesos. Tiene la frente así, arrugada; parece surcada por canalillos de cultivo. Su cuerpo languidece por el calor sofocante. Yo estoy exhausto, tironeado desde el centro de la espalda vencida. 

(El Orinoco es un río ancho, en algunos pasajes se extiende hasta dos o tres kilómetros -chequear- de costa a costa. En las orillas se establecieron gran parte de las tribus indígenas ancestrales de Venezuela: piaroa, panape, baniwa, bare, yanomami, puinave, piapoco, warekena, guahibo, hoti, curripaco, y yekuana.) Hace ya 6 días que remontamos el río legendario. 

Uno de los asistentes le confirma a José el lugar donde detener la marcha, anclar el bote y armar el campamento para pasar la noche (en algunas partes del trayecto la selva se acerca tanto al río que resulta imposible montar la base en tierra firme; es entonces cuando dormimos en la misma embarcación). El espacio elegido parece lloriquear, arriba y abajo; lecho mojado por el rocío vespertino que imprime un aspecto ceroso. El aroma proyectado de las hierbas blandas impregna el ambiente y el todavía poder cegador del sol se amplifica con el nácar del colchón pluvial. 

Acampanar implica colgar las hamacas de los árboles y buscar madera seca (uf) para engordar la fogata que no solo permitirá alimentarnos*, sino, sobre todo, espantar a los insectos y posibles predadores nocturnos como los jaguares. (*La alimentación diaria es escasa, basada en plátanos, tubérculos de mandioca, frutos de tamarindo y cacao –hoy almorzamos hormigas ahumadas aplastadas en harina de mandioca; en ocasiones –sobre todo por las noches cuando se enciende la hoguera- también pollo y peces. Es escasa, dije, aunque más lo es el agua. René, el colombiano dice: “si no fuera por la falta de agua y el instinto killer de los mosquitos, me sentiría a gusto en la selva”.) 

José nos convoca: asegura que detrás del cortinado verde que nos rodea, habita una placa de agua donde reposan flamencos, espátulas rosadas y garzas blancas. Nadie responde. Todos agotados. En mi caso, solo escaneo el arriba. Descubro detrás de una celosía natural extrañas flores anaranjadas de las heliconias trenzadas a los árboles robustos (rivalizan para obtener una porción de luz). Me detengo a la vez en el batallón de hormigas que ascienden por la cuerda de las hamacas. Tengo la piel inflamada e irritada; cocinada por el sol. El ronroneo carrasposo de los mosquitos es incesante. Con la noche llega un diluvio torrencial y el aire se satura de humedad. Se activa el sonido ensordecedor (los jaguares cazan tapires en la oscuridad, estos escapan del asedio internándose en la espesura selvática que despierta a los monos aulladores, que a la vez despierta las aves, y así; la vida se agita) de un sistema mecánico perfecto.