Beatriz Sarlo (1942 - 2024)

Confesiones de una intelectual arrabalera

Con la intención manifiesta de esquivar el autorretrato, Beatriz Sarlo comenzó a escribir sus memorias en 2017; finalmente entregó a sus editores el material en abril de 2024 y, desde entonces hasta su muerte, el 17 de diciembre del año pasado, trabajó en el libro. En No entender. Memorias de una intelectual (Siglo XXI), indaga por primera vez en momentos trascendentales de su historia: la huida de la casa familiar, la bohemia, el ingreso a la universidad. En definitiva, en cómo Beatriz Ercilia Sarlo Sabajanes llegó a convertirse en una de las pensadoras latinoamericanas más relevantes de las últimas décadas.

Postales. La fotografía que sirvió de portada para su libro Viajes: de la Amazonia a las Malvinas (Seix Barral, 2014), volumen en el que florece el itinerario, ciertamente utópico pero nunca ilusorio, de la joven latinoamericana. Su relato capta la inmediatez de raras experiencias tal como fueron vividas. Foto: cedoc

Situó a la producción intelectual como centro de gravedad de su existencia y la sostuvo con rigurosidad durante sesenta años. Por eso no llama la atención que Beatriz Sarlo, al escribir su autobiografía, la haya titulado No entender, memorias de una intelectual. Ella, que nunca escribió ficción, se desquita de algún modo con este, su último libro (Siglo XXI editores, 2025). Porque quien conoce algo de su recorrido sabe que un solo tomo (¡y menos aún de doscientas páginas!) no bastaría para dar cuenta de tantas y tan ricas aventuras que protagonizó. Repasemos brevemente: entre 1968 y 1976 trabajó en Eudeba y dirigió Los Libros (junto a Carlos Altamirano y Ricardo Piglia), revista fundada por Toto Schmucler. Tras el golpe de Estado de 1976 comenzó a trabajar en la misma editorial Centro Editor de América Latina y, en 1978, funda la revista Punto de Vista, que dirige por treinta años. En 1984 ingresa a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires donde impartió clases de Literatura Argentina del Siglo XX por una década, período en el cual participó de la reforma del plan de estudios heredado por la dictadura. Escribió gran cantidad de libros, contribuyó a forjar una mirada sobre la literatura nacional del siglo XIX y XX y apuntaló, desde la crítica, a escritores como Juan José Saer y a otros más jóvenes, que incluso habían sido sus alumnos, como Alan Pauls. 

Luego de haber discutido tanto el giro testimonialista de inicios de siglo, podría haber caído en la tentación de pensar que era posible intentar dar cuenta de todas esas experiencias desde la autobiografía. Pero no: de entrada, aclara que no desarrollará en dichas páginas todo aquello que, quien lo busque, encontrará en otros lugares (sus libros, clases, conferencias, entrevistas). Y por eso se dedica a tomar bloques de experiencia específicos, y a narrarlos, asumiendo con claridad que también el yo, y sus escrituras, son una ficción. 

 

La marca del peronismo

Paradójicamente, para quien pueda leerla con el prejuicio político por su no disimulado antikirchnerismo, uno de los tramos más logrados del libro es cuando se refiere al peronismo, que vivió siendo niña (y hasta su ingreso en la adolescencia). Su padre “gorila” y unos tíos peronistas, a través de quienes logró tener un contrapunto con la ley familiar; una estadía en un hospital rodeada de los juguetes que hacía llegar la Fundación Eva Perón; una pasión por la moda y su consecuente fascinación con la figura de Evita, todo eso marca su vínculo primario con el movimiento nacional con mayor proyección política y social de la historia argentina.

El tío Fernando, escritor, quien alguna vez le dijo que el peronismo “quería y respetaba a los pobres”, o su tío Jorge, ese forjista devenido peronista que un día la invitó a repartir volantes, lo que le permitió hacer su “primera incursión militante en las veredas de la calle Florida”. Aquella actividad, que realizó a sus 15 años, la hizo ya con la memoria y el “corazón ganado” por el recuerdo de ese mes que pasó internada cuando niña, luego de ser atropellada por un camión. Semanas en que, con su “correspondiente estampilla y la foto de Evita”, llegaban regalos en continuado, junto con el típico mate cocido hospitalario, pero acompañado de pan dulce. “Alguien pensaba en nosotros. Las madres de los chicos decían que era Evita quien se ocupaba”.

¿Pesaron más las imágenes de las fotografías, en la joven Sarlo, que una intelectualización de lo que aquellas iniciativas de “justicia social” significaba a la hora de forjar una subjetividad política? Eso parece, porque si bien Beatriz tuvo un paso por el peronismo –temprano, breve, por su ala sindical combativa– no serán ni las ideas ni las acciones de ese movimiento la que atraparán para siempre su atención (ella de hecho tendrá su militancia en las filas del maoísmo), sino la figura de Eva. “A Perón no se le perdonaba el presente. De Eva, además del presente, lo que resultaba imperdonable era su pasado”, escribe Sarlo, quien destaca de Evita el hecho de haber conocido la política “en estado práctico” y haber sido capaz, “con lo poco que traía”, de desarrollar todo ese “bricolage de acción y discurso” y de llegar a ser “la mujer más importante de la Argentina antes de los 30 años”.

Pero no son estas cuestiones, sin embargo, las que más le interesan, sino eso otro que también desarrolla en su libro La pasión y la excepción. Eva, Borges y el asesinato de Aramburu. A saber: la juventud que la singularizaba, la belleza que la hacía admirable. Tal vez por eso, desde ese día en que ganó una mención en un concurso en el que escribió sobre Evita, a los 11 años, y salió en una foto en el diario Mundo Infantil (para cólera de su padre), lo que le importó de esa mujer fue la asociación que le permitió hacer con la moda: “la veía como una modelo o actriz…”. Porque para una niña de los cincuenta como ella, la formación cultural encontraba sus primeros maestros “en el cine nacional y la radio”, ámbitos que Eva conocía muy. Por eso en esos años “respetaba la moral” de su padre, al mismo tiempo que “admiraba a Eva”. 

 

Los hombres de su vida

La figura de su padre va a ser una figura central en su vida: él la maravilló con su oratoria, le enseñó a armar cigarrillos y valorar esos “rituales materos” que compartían en sus vacaciones campestres cada año, al armar (“ensillar decía él, promoviendo el criollismo”) y cebar el mate, tras haber mantenido la pava en equilibrio entre dos ladrillos.

A pesar de su alcoholismo, que confiesa fue “una nube sobre mi vida, con etapas en que su presencia se volvió peligrosa”, pero que pudo conjurar por su “obsesión con el trabajo” (con la escritura) y durante un buen tiempo, también, por la militancia política, su padre fue quien desde chica la incentivó: sea diciéndole que agarrara el “mataburro” mientras le señalaba el Diccionario de la Real Academia, fuera porque su ejemplo lector (del diario opositor La Nación, pero también del oficialista El Mundo que hojeaba todos los días) la inspiró, tanto como esos libros de Verne y de Salgari que él le regaló, y que ella leyó con pasión junto con la colección de Robin Hood, una vez que pudo conquistar “condiciones de independencia”, al transformar el “cuarto de servicios” en su habitación con velador, algo que cambió dice, forjó –podríamos pensar– su vida intelectual. Fue ese hombre nieto y bisnieto de argentinos, con fuerte cultura de bar, además, quien le dio algo que la marcaría para siempre: ese dicho de que, en la vida, había que mantenerse con la cabeza en alto y mirando para adelante. 

El padre y los tíos, decíamos, pero también los amantes-compañeros de vida, y los compañeros de ruta (de estudio, de trabajo, de militancia) cumplen un papel fundamental en la economía narrativa de estas memorias. David Viñas, de quien recuerda que citaba con respeto, como si existiera “una secreta afinidad entre dos estilos tan opuestos”. Teniendo en cuenta sus discusiones públicas (emblemático desplante de Sarlo frente a los dichos de David en 1998 en el programa Los siete locos de la TV Pública), no deja de sorprender que, mientras que no hay referencias a Saer, hay sin embargo, elogiosos comentarios sobre Viñas: “Discutía como si el desenlace fuera definitivo y allí se jugara todo. Violento y arrollador, era al mismo tiempo democrático. Era partidario siempre. Hizo del partidismo el impulso vital de sus investigaciones, no el obstáculo que temen los débiles, sino la fuerza que permite ver más a los inteligentes”.

Hermosos pasajes los que le dedica a Rafael Filippelli (su última pareja, por cuatro décadas), de quien destaca que le regaló “el cine y el jazz”, y a quien le dedica varias páginas rescatando con particular énfasis ese viaje que hicieron juntos en 1985 a Nueva York, donde vivieron por unos meses.

“Saber para sentir” es la frase que utiliza Sarlo para definir esa extraña relación entre las pasiones y el intelecto. “Desde el principio elegí o acepté a hombres que prometieran ser mis maestros en alguna cosa. Incluso los más jóvenes estaban aprendiendo algo que podían, a su vez, enseñarme”, comenta, y agrega: “Con cada relación perseguí una idea de aprendizaje, de transferencia o de intercambio, de diálogo y de polémica… nunca competí con esos hombres y los ayudé cuanto pude y con el tiempo fui percibiendo que mi enamoramiento tenía siempre ese secreto más allá del cuerpo, más allá de los sentidos y de la sensibilidad”.

 

Las mujeres de su vida 

“Las mujeres de mi vida fueron mis tías”, sostiene Sarlo, quien cuenta que ellas le enseñaron tanto a cocinar como a moverse en el espacio urbano (“esos aprendizajes tenían dos escenarios: la cocina, el territorio femenino por excelencia, y la ciudad, un espacio gobernado por hombres que lo compartían con sus mujeres”). Susana Zanetti, Juana Vigonozzi, su prima Susana, son las mujeres más reivindicadas. Con Zanetti, diez años mayor que ella, sostenían discusiones “agitadas y cómicas”, un alivio en esos tres primeros años de la dictadura en que ella la albergó en su departamento de la calle Corrientes y Uruguay, y le salvó la vida, en esos tiempos oscuros y temerarios para el país en los que Sarlo decidió que prefería morir, que abandonar Buenos Aires (“todas las noches me adoctrinaba en la literatura latinoamericana del siglo XIX”). 

Vigonozzi, por su parte, fue quien primero le habló de la Revolución China, allá por 1967. La había conocido en su trabajo en el Centro Editor y junto a ella Sarlo recuerda haber asistido por primera vez a una ceremonia literaria Galatea. “Según viejas notas recuperadas de una libretita, la presentación del libro tuvo lugar el 11 de septiembre. Hablaron Eduardo Romano y Elizabeth Azcona Cranwell. Luego Juana se fue a España”. También rememora cómo caían fascinadas ante los chismes que ella les contaba sobre escritores conocidos, como Andrés Rivera o Juan Gelman, con quien había compartido la experiencia del grupo poético Panduro. “Con José Luis Mangieri, su gran amigo y editor, comíamos para discutir sobre casi todos los temas, menos sobre Juanita”, quien –remata– enseñó eso que consideraba la mayor sabiduría que los hombres y mujeres sin dioses podían atesorar, y es saber que la pregunta “¿Quiénes somos?” no tiene respuesta, pero que, sin embargo, se mantiene abierta como una prolongada inseguridad de la razón.

Sobre Susana, su prima que estudiaba arquitectura, comenta Sarlo que, a partir de los 12 años, comenzó a pasar las tardes del sábado parada al lado de su tablero. Y también que, durante varios años, esas tardes en la bohardilla se transformaron para ella en una especie de “laboratorio epistemológico” donde se traducían espacios con palabras o palabras con bocetos. “Mi prima estaba obligada a pasar de un lenguaje a otro y esos otros lenguajes no usaban los mismos signos”. Aprendió así a ver lo que no sabía, y a descubrir –ya a los 14 años– que no tenía “pasta de especialista”. También cuenta que alguna vez le escribió una carta, donde le decía que, si bien la última vez que se habían visto, a mediados de los años 70, había sido en circunstancias tristes, no era aquella la única imagen que conservaba, al contrario, pensando en ella se le venían a la cabeza “muchas imágenes luminosas”.

 

Feminismo

Mujer con fuerte presencia en la vida pública desde muy joven, cuesta imaginarla sin posición respectos de los debates que, sobre todo en los últimos años, abrieron los feminismos. Sin perder el registro de memorias que marca el estilo del libro, aborda la cuestión con sinceridad y lucidez. “El feminismo no fue mi tema sencillamente porque no me sentía subordinada por mi sexo”, afirma, e inmediatamente después agrega: “Esto me impidió ver que otras y otros sí eran subordinados”. Y cuenta la desgarradora historia de una amiga suya de la Facultad, a quien no vio por mucho tiempo, y luego se enteró de que había sido “facilitada” a una red de trata por un novio, y que había pasado un tiempo cautiva en la frontera con Bolivia. “Desde el final de la adolescencia, cuando abandoné la casa familiar –dice para finalizar–, me consideré en igualdad absoluta con los hombres, aunque percibiera que esa igualdad podía no ser reconocida”.

En su caso, esa vocación por no ser relegada a un segundo plano estuvo presente desde su infancia: ser la “mejor en lectura” de la clase a los 11 años, imponerse a los 13 leer el Quijote, a los 15 Rojo y negro, a los 16 Las flores del mal (y a la misma edad, después rendir libre quinto año del bachillerato, inscribirse en la Facultad de Filosofía y Letras). Son esfuerzos, digamos así, que la marcaron como de grande –ya avanzada en los treinta, y acompañada por “compañeros de ruta”– se puso a estudiar El capital de Marx, y Ciencia de la lógica de Hegel. “Aprendí que leer puede ser un desafío imposible”, comenta, pero un desafío que contribuyó a que ganara autonomía en la vida. 

“La chica es inteligente, pero insoportable”, cuenta que le decían las maestras a su madre, de tanto en tanto, cuando la citaban en la escuela. Por eso sostiene que, a los 10 o 12 años, ni se le pasaba por la cabeza que “ser mujer podía implicar una desventaja”, o que podía “fundar una diferencia apreciable”.

Como puede intuirse, ese camino de conquista de autonomía personal nunca es presentado en términos individuales, cual liberal que confía en sus propios esfuerzos. Todos los nombres de mujeres y hombres que fueron presentados en esta nota (y seguramente varios más) fueron importantes, en distintos momentos y por diferentes motivos, para conformar ese variopinto rompecabezas sin el cual es difícil entender una, esa vida. Vida que se desarrolló fundamentalmente en un entramado urbano, en zonas específicas de la ciudad en donde, más allá del barrio en que se encontrara su casa o su estudio de trabajo, ella sentía que en Buenos Aires estaba en casa.

 

Buscar el sentido*

La dictadura me dio el tiempo que tiene un clandestino si consigue burlar la cárcel o la muerte. Fui simpatizante del peronismo a fines de los años 60, fui marxista leninista pro-China en esa misma década, soy socialdemócrata, hoy sin partido. Entre los años 60 y 70 hice política activamente. Desde 1978, acompañada por Carlos Altamirano, María Teresa Gramuglio y Hugo Vezzetti, fui editora de una revista que hoy se considera importante, Punto de vista. De los años 80 en adelante me convencí de que no existía un partido donde me sintiera en aguas familiares. En primer lugar, porque no había dirigentes que me interpelaran… De allí en más, la mía fue la intemperie del intelectual independiente que aunque no quiera hacerlo, no encuentra lugar donde afiliarse.

“Adoré Buenos Aires antes de saber o de reconocer que se puede adorar una ciudad con la misma intensidad con que se ama a un ser humano. Nunca pude abandonarla por más de seis meses seguidos, ni siquiera durante la dictadura militar. Si me tenían que agarrar que fuera acá y que todo terminara. Adoré y adoro el español de Buenos Aires que primero hablé como una chica de Belgrano y después como una intelectual arrabalera. Más que ningún otro espacio Buenos Aires fue mi casa”.

“El mundo de valores de las mujeres quedaba encerrado en los límites de la familia, o en aquellos años 50 en los de una profesión típicamente femenina como la de maestra. Mucho antes de ingresar en la escuela secundaria, yo proclamaba convencida y desafiante que no estudiaría para ser maestra. Aunque respetaba la independencia económica de mis tías que en esos años les permitía tener una buena jubilación como directoras de escuela. Yo me adjudicaba otro destino. No podía definir los valores que intuía superiores, pero formaban una especie de núcleo en cuyo centro brillaban la aventura, el desvío y la contradicción”.

“Mi gusto por las manifestaciones no ha menguado, entonces la sola idea de rozarme con desconocidos, de habitar con hombres y mujeres que a veces se dignaban a discutir con una adolescente, era tocar el cielo con las manos. Hablar con desconocidos sigue siendo para mí una forma sorprendente del diálogo, donde todo se juega en el presente de la consigna política o del volante y nada en el pasado compartido de quienes ya se conocen”.

“No entender puede producir con fortuna el reconocimiento de lo que falta para entender. Abre un paisaje nuevo porque obliga a mirar en otras direcciones. Es un pasaje hacia fuera de la cultura propia, una desconfirmación de la creencia de que con lo que ya se tiene alcanza y sobra”.

“No entiendo porque me falta algo, entiendo porque creo tener lo necesario. Entre estas dos convicciones, tener y no tener, oscila nuestra lectura, nuestra visión y nuestra escucha. Preguntar por qué algo no se entiende puede llevar a la inmovilidad y el abandono del objeto incomprensible. Si no se entiende, no vale la pena. O bien, conducir a hundirse en ese enigma e intentar algo”.

“Hoy es cada vez más difícil no entender. Algo hemos perdido porque ese era un principio activo indispensable al que debíamos responder siempre, incluso con el fracaso de no entender, que implica seguir buscando un sentido”.

*Extractos de No entender, memorias de una intelectual, (Siglo XXI , 2025).