Conejo Abdou
El sonido del hervor de la olla y el crepitar de las llamas crecieron de pronto en la oscuridad. Nada más se oía. Abdou se apoyó de espaldas en la puerta y cerró los ojos con fuerza.
En esta cabaña, junto a este fuego que humea en medio de la única habitación con piso de tierra, con la ayuda de dos niñas que apenas saben hablar, un bebe gritón y un hombre barbudo de lengua afilada que parece despreciarlo, Abdou se entrega a la tarea.
Deposita la piedra junto al fuego y aparta las cenizas. Echa a las brasas otro poco de leña, sopla con fuerza e instala el soporte de varas verdes, flexibles a la vez sólidas, con la olla de hierro. Mientras, en el umbral, figuras de ojos blancos lo observan atentamente. Adbou los ignora.
Un conejo desollado cuelga de un gancho junto a la salida del humo. Abdou lo descuelga, le arranca los cuartos traseros y le quiebra el espinazo. Mete los trozos en la olla y extrae luego de un nicho unas papas y unos pocos granos de sal gruesa. Parte las papas con el filo del hacha y las echa en la olla, junto con la sal. Busca las zanahorias. En vano. Alguien se ha llevado las zanahorias.
Se vuelve lanzando hacia la puerta una mirada de enojo. Las cabezas de las niñas desaparecen y desde afuera llega el eco de unas risitas de soprano.
Abdou deja que la olla hierva mientras afila el hacha y fabrica una escoba con hojas de palmera. Y lentamente, muy lentamente, sus visitantes van acercándose, con los ojos fijos en el fuego y los labios húmedos. Hoy se festeja. Hoy cumple años Abdou.
Conocí a Abdou en las afueras de Áqaba, al sur de Jordania. Montado sobre el Mitsubishi Lancer carmesí rentado en Amán, había decidido cargar combustible antes de emprender viaje hacia el desierto de Wadi Rum. De manera que me detuve en la estación de servicio donde ocurrió el milagro.
Lo sabemos de memoria: cuando los argentinos viajamos al exterior, al exterior del exterior, donde la comunicación se vuelve difícil, el salvoconducto para trenzar un cruce ocasional y cordial se reduce al simple ejercicio: “Argentina-Maradona” (o Messi en tal caso). Esto mismo ocurrió en todo el itinerario que dibujé en Jordania; de idéntica manera había sucedido en Líbano, semanas antes.
Decía: mientras cargaba el tanque en aquella estación provista de dos surtidores y un compresor para inflar neumáticos, la sonrisa de Abdou iluminó el entorno: ¿De dónde eres?, preguntó mientras sostenía el gatillo. De Argentina… Argentina: ¡Saviola!
El sonido del hervor de la olla y el crepitar de las llamas crecieron de pronto en la oscuridad. Nada más se oía. Abdou se apoyó de espaldas en la puerta y cerró los ojos con fuerza para que se acostumbraran rápidamente a las sombras. Cuando los abrió, las franjas de sol que entraban por los respiraderos y el resplandor del fuego bastaban para iluminar el interior del rancho.
Se encogió de hombros. Lamentaba de veras no tener más zanahorias. Apartó la olla del fuego y, mientras esperaba a que se enfriara, terminó de afilar el borde del hacha.
La velada transcurrió por escasas dos horas. La familia, los amigos, y yo sentados sobre almohadones en el llano, alrededor del fuego. El guiso se sirvió en cazuelas de barro. Cantaron, bailaron (yo no) y reímos (yo sí). Brindamos con té de menta, bebimos café en cantidades industriales. Aquella tarde-noche en la que me fié de Abdou y acepté la invitación para estirarme hasta su casa como invitado a su cumpleaños, celebré también su ocurrencia. Como todo hincha de River, yo también admiro a Javier Saviola.
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