Camino de entrada
No se me ocurría nada más que decirle. De hecho, nunca se me ocurría nada que decirle, y me quedé allí parado pensando en conversaciones pasadas. Detrás de toda aquella escena había una historia, pero yo no tenía ningún deseo de que Pablo la explicara en ese momento: era domingo, y estaba claramente irritable.
El acceso para el coche abría un claro en el cerco vivo; Pablo observó fijamente la casa blanca, débilmente iluminada, la galería majestuosa, el portón del garaje, las persianas, y la puerta de madera, con un tragaluz en forma de abanico. Volvió a recostarse en el asiento, para luego de incorporarse apretar la cara contra el vidrio de la ventanilla, escudriñando las otras construcciones en sombra y los jardines también oscuros. Al cabo de unos segundos se encogió de hombros y bostezó.
En la explanada de enfrente se enredaban pequeñas ráfagas de viento. El aire estaba cargado de inspiraciones agudas. Niños y muchachas gritaban al unísono, aferrados a las barras cromadas de los artefactos gimnásticos. El playón era pequeño, cercado por árboles y casitas y el quiosco de ladrillo rojo. Era como un pañuelo de hierba tendido bajo el cielo mojado. Pese a la incongruencia del terreno, el pueblo estaba dispuesto en una cuadrícula perfecta: un bulevar central de quinientos metros de longitud lo partía al medio. A la luz del día no resultaba nada emocionante.
Pablo incorporó una vasta carga de aire por la nariz, abrió la puerta y descendió del coche para dirigirse a la entrada (lo seguí); se agachó y palpó bajo el felpudo en busca de la llave. (Una fina nube de arena blanca se erizó sobre el piso de piedra cuando el felpudo descendió de golpe a su lugar.) Giró la llave en la cerradura, empujó la enorme puerta hacia dentro y pasó al interior. El polvo se elevaba en espiral bajo los rayos de sol que penetraban las vidrieras.
—Vení, entrá –me dijo seco.
Junto a la mesada de la cocina habitaba una mujer en bata que prefirió seguir fregando la vajilla antes que detenerse en los intrusos. Sin embargo, Pablo la saludó: Hola Silvia, me quedo a almorzar con este amigo que viaja conmigo. ¿Las nenas? La mujer giró levemente la osamenta, hasta quedar de frente; fabricó un ademán señalando el patio trasero. Hola le dije; pero ella no me respondió. Su cara tenía el color de una almohada sucia y la comisura de los labios brillaba por la saliva que descendía lenta como un glaciar por las profundas arrugas que le rodeaban la barbilla. Las manchas de la edad moteaban las mejillas, y sus pálidos ojos tenían pupilas negras que no se movían. Ostentaba manos nudosas y gran parte de las uñas cubiertas de cutícula. No llevaba puesta la dentadura postiza inferior y le sobresalía el labio superior; de vez en cuando se arrastraba el labio de abajo hasta la dentadura de arriba y remolcaba la pera en el movimiento. Eso hacía que la saliva se moviera con más rapidez.
No se me ocurría nada más que decirle. De hecho, nunca se me ocurría nada que decirle, y me quedé allí parado pensando en conversaciones pasadas. Detrás de toda aquella escena había una historia, pero yo no tenía ningún deseo de que Pablo la explicara en ese momento: era domingo, y estaba claramente irritable.
Almorzamos junto a las nenas y a la mujer, que sirvió tamales y restos de chivito con papas. Bebimos vino tinto. No se trenzó conversación alguna; de manera que me sentí incómodo y disgustado por tener que ser parte de aquello. El resto de la tarde transcurrió en el suave abatimiento que nos cae cuando aparecen familiares, pero se disipó cuando escuchamos que un auto giraba por el camino de entrada.
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