Nieve sobre las cenizas del estallido
A casi tres años de la convulsión social, la grave represión y las manifestaciones más multitudinarias de su historia democrática, más de 15 millones de chilenos están convocados a decidir el próximo domingo si aprueban o rechazan el texto propuesto como nueva Constitución.
Lunes 15 de agosto de 2022. La lluvia de la noche anterior mojó las calles de Santiago más de lo previsto por meteorólogos. También limpió el aire y dejó al descubierto la entrañable postal de una cordillera cubierta por el manto blanco dejado por la precipitación que, en las alturas, se hizo nieve.
Es feriado en Chile al igual que en la Argentina. Pero del otro lado de la cordillera la fecha festiva no tiene que ver con una evocación al libertador correntino que cruzó los Andes para acabar con el yugo español por estas tierras, sino con la conmemoración religiosa de la asunción de la Virgen María.
Camino al cerro San Cristóbal, desde cuya cima pueden apreciarse los diferentes perfiles edilicios y sociales que componen la capital chilena, la atención hace una escala inevitable en el espacio abierto que alguna vez tuvo el nombre de Plaza Colón, o Baquedano o Plaza Italia, pero que desde fines de 2019 fue rebautizada como Plaza de la Dignidad o, simplemente, Dignidad.
Las paredes circundantes, inundadas de consignas diversas, y la base del monumento ecuestre del general de la Guerra del Pacífico, cuya estatua fue removida ante el temor de que la derribaran los manifestantes, son vestigios de momentos no tan calmos y de un pasado reciente que se hace presente.
No eran 30 pesos… El 18 de octubre se cumplirán tres años del estallido social que comenzó casi como una travesura juvenil, cuando los estudiantes secundarios se saltaron las vallas del metro santiaguino en rechazo a un aumento en el precio del boleto. Ese aumento sería el detonante, la chispa que el cuestionado gobierno de Sebastián Piñera acercó a un escenario cargado en demasía de presión.
“No son 30 pesos, son 30 años”, fue una de las frases que se convirtió en bandera cuando los enfrentamientos en las calles ya habían derivado en actos de violencia a los que el hoy exgobernante de derecha minimizó primero, comparó con una “guerra” después y eligió combatir con toque de queda y militares en la calle. Las decisiones de Piñera y las insólitas afirmaciones filtradas de su esposa, caracterizando a los y las manifestantes como “alienígenas” a los que algo habría que dar para que se calmen, no hicieron más que multiplicar la indignación del grueso de la población, que salió a las calles sin partidos, fuerzas u organigramas convocantes.
Fueron las más multitudinarias concentraciones populares de la democracia chilena, en las que se aunaban los viejos reclamos contra las Administradoras de Fondos de Pensiones (AFP), las demandas estudiantiles o los planteos a favor de un sistema más equitativo en la educación y la salud. Un sentimiento aglutinante contra las brechas sociales, económicas, de género y otras injusticias en el país más desigual del continente de las desigualdades.
Las masivas marchas pacíficas obligaron a frenar la represión, aunque para entonces el conflicto había dejado buena parte de su estela de 31 muertos, casi 500 personas con lesiones oculares, 25 estaciones de subterráneo quemadas y más de dos mil demandas por distintos abusos contra carabineros, según una recopilación reciente del diario español El País.
Salida forzada. La salida institucional hacia adelante que aceptó un jaqueado Piñera fue la de abrir la puerta a una nueva Constitución para Chile, que recogiera las demandas de los cientos de miles que se movilizaron a fines de 2019. También que enterrara lo que quedaba vigente de la Constitución de 1980, prohijada por el régimen dictatorial que encabezó entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990 Augusto Pinochet. En rigor, varios de los enclaves autoritarios de esa norma habían caducado por reformas implementadas en 2005, durante el gobierno del socialista Ricardo Lagos, pero la sombra de los años de plomo aún se proyectaba sobre el texto que se propuso cambiar por otro, más acorde con este siglo.
Votar como desahogo. El 25 de octubre de 2020, tras el aislamiento forzoso que el Coronavirus impuso a más de medio mundo, un 78 por ciento de la población chilena que acudió a votar en el “plebiscito de entrada” (poco más de la mitad de quienes figuraban en el padrón) se pronunció a favor de una nueva Carta Magna. También votó que el nuevo texto fuera redactado por una Convención Constitucional de 155 miembros, que se eligiera enteramente a tal efecto, sin participación mixta de representantes del Congreso o delegados de partidos como algunos políticos proponían.
Meses más tarde, en mayo de 2021, se eligió en las urnas a los 155 convencionales, en un cuerpo marcado por la paridad de género, los 17 escaños reservados a representantes de pueblos originarios y el triunfo de candidatos independientes, de izquierda, ecologistas y otros. Todos por encima de las fuerzas de derecha que obtuvieron solo 37 escaños.
La Convención comenzó a trabajar el 4 de julio del año pasado y entregó su proyecto de nueva Constitución Política de la República de Chile en idéntica fecha de este 2022.
En medio de esa tarea, las urnas confirmaron los vientos de cambio, esta vez procedentes del sur, de la mano del exlíder estudiantil y diputado Gabriel Boric. El nacido en Punta Arenas derrotó en diciembre pasado en balotaje al ultraderechista José Antonio Kast y se convirtió en el presidente más joven de la historia de su país. Con 36 años recién cumplidos y una enorme expectativa popular sobre sus espaldas, Boric llegó a La Moneda el 11 de marzo pasado.
Sin tregua ni tiempo. Desde antes de asumir, el joven mandatario sabía que el plebiscito de salida sobre la nueva Constitución propuesta, que esta vez tendrá carácter obligatorio, sería una suerte de termómetro para medir la voluntad real de cambio de sus compatriotas en temas sensibles.
El próximo domingo 4 de septiembre unos 15,1 millones de chilenos están llamados a decidir si aprueban o rechazan la propuesta como nueva ley fundamental, que prevé 388 artículos, 57 normas transitorias y se divide en 11 capítulos.
Los últimos sondeos, cuya difusión en esta recta final está vedada, auguraban un triunfo del rechazo por una diferencia que iba entre el siete y el 13,5 por ciento, pero las encuestadoras no las han tenido todas consigo en recientes compulsas de este país.
La mala comunicación oficial de lo que se vota o de los contenidos del proyecto promovido por los constituyentes, quizá tenga mucho que ver con el desconocimiento y la desconfianza de buena parte de la población. También la campaña de miedo y fake news que alertan sobre ataques a la propiedad privada, a la libertad o la intimidad que agitan quienes se oponen a un Estado social de Derecho, Plurinacional o con reivindicaciones paritarias.
En cualquier caso, el gobierno ha indicado que si triunfa el Apruebo, habrá instancias de discusión sobre diferentes puntos en el Congreso. Y si triunfa el rechazo anticipó la posibilidad de una nueva elección constituyente en 2023.
Película sin final. Atardecer del 16 de agosto. Sobre el centro de Santiago, con mitad de persianas bajas y cargadas de consignas, vuelve a caer una tenue lluvia que en la cordillera será seguramente nieve.
En la Plaza de la Constitución, frente a La Moneda, una chica regala ejemplares del proyecto de Constitución que en las peatonales Huérfanos o Ahumada algunos puestos ambulantes venden por 1.300 y hasta tres mil pesos chilenos.
En el marco del Festival Internacional de Cine de Santiago (Sanfic) se estrena el documental ‘Mi País Imaginario’, del director chileno Patricio Guzmán, que retrata lo que fue el estallido de 2019 con la mirada de quien vivió también los revolucionarios años de Salvador Allende.
En una sala cercana a la Plaza de Armas solo estamos tres argentinos y una veintena de chilenos, casi todos jóvenes y muy probablemente protagonistas o partícipes de las marchas de tres años atrás. Además de todas las otras brechas, en Chile también se trasluce una brecha generacional.
Los alrededores de la Plaza Dignidad todavía tienen huellas evidentes de la convulsión social. Algo así como las cenizas que dejó un estallido al que los nuevos vientos no terminaron de disipar. Como si una nieve que no es la de la cordillera hubiera llegado hasta el río Mapocho y cubierto la Alameda apagando entonces el incendio. Bajo ese manto de nieve, que convirtió las brasas en cenizas, quizá también estén hoy creciendo los brotes que alimentarán nuevos fuegos.
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