OPINIÓN

Cardo y Yuyo, un espinoso amor vegetal

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. Foto: CEDOC PERFIL

Había una vez un rincón de tierra que supo ser fértil, allá donde la sombra del ombú apenas cubría. Aquella tierra se había convertido en un desierto, porque ya no quedaba agua para el riego y porque el sol, impiadoso, estaba matando a todas las plantas que no pudieran abastecerse por sí mismas de sus reservas de agua.

En esa tierra castigada, reinaba una planta perenne con aires de grandeza. El Cardo –así lo llamaban todos por su rotunda falta de sutileza y sus púas bien plantadas– no era del tipo que pasaba inadvertido. Su floración, despeinada y desprolija, y su porte altanero lo hacían el centro de atención, o al menos él así lo creía. Un verdadero Narciso de campo, el Cardo, siempre buscaba el sol, pero sólo si las otras plantas miraban.

En su juventud, El Cardo se había sentido atraído por una maleza muy vistosa, un “yuyo” que, no obstante su condición vulgar y silvestre, en sus tiempos de esplendor había sido la reina de las malezas, con hojas verdes y curvas que atrapaban todas las miradas. A ella, cariñosamente, le decían “Yuyito”.

Los años pasaron sin que los caminos de El Cardo y Yuyo se cruzaran. Hasta que un día, entre los murmullos del viento y el crujido de la tierra seca de lo que supo ser un campo fértil, Yuyo volvió a asomarse, como un reflejo de aquella gloria pasada. Tenía sus trucos: de lejos, su presencia dejaba una estela de encanto y su risa era descarada y abierta. En ella, El Cardo vio la oportunidad de alcanzar aquello que en su juventud le parecía inaccesible.

En su trono de espinas, El Cardo no pudo resistirse. Le hizo un guiño, ese gesto presuntuoso que había perfeccionado. Pero Cardo no conocía el amor, ni la compañía. Él quería algo útil: una figura que consolidara su imagen, alguien que lo elevara a los ojos de las demás plantas, que lo hiciera ver tan grandioso como él creía ser.

Yuyito, por su parte, entendió de inmediato la jugada, pero no le desagradaba para nada. ¿Cómo podría resistirse a la idea de un romance, que prometía devolverle algo del brillo perdido? Aunque sabía que El Cardo la buscaba por conveniencia, tampoco era ella una hoja fresca en el campo; había aprendido a sobrevivir jugando sus cartas.

Pronto el supuesto romance se convirtió en la comidilla de todas las plantas. El abrojo cuchicheaba con la gramilla, el trébol sonreía de costado, y hasta las ortigas se pinchaban entre sí de curiosidad. Entre guiños y sonrisas, El Cardo y La Yuyo armaron su show. Él la halagaba con palabras rimbombantes –‘Oh, Yuyito, reina de las malezas’–, y ella respondía con una risita calculada que dejaba en el aire un eco de vanidad compartida.

Y así, mientras El Cardo y La Yuyo jugaban al amor (sin poder besarse de verdad por la distancia que imponían las espinas) las otras plantas ya no repararon en la falta de lluvias, ni en el sol impiadoso. Sus pocas reservas de agua se fueron espesando hasta convertirse en grasa; y el desierto, que alguna vez fue un campo fértil, empezó poco a poco a resignarse a no volver a vestirse de verde, ni a producir alimentos. Además, a fin de cuentas, ¿qué era un romance entre malezas, sino un enredo de intereses bajo el sol del mediodía?

(*) Director de Radio Continental Córdoba