Una placa
A instancias de la legisladora del FIT Alejandrina Barry, hija de desaparecidos, se votó el jueves una ley para recordar a Teatro Abierto con una placa en la que la Ciudad (la imagino como un coro griego, lleno de disonancias) acuerde en destacar su relevancia, que marcó teatralmente el final de la dictadura. Supongo que este 24 de marzo no habrá oposición parlamentaria para este homenaje simbólico a ese mundo precisamente de símbolos, con los que el teatro no hace sino simbolizar (una vez más) su afuera.
Teatro Abierto está entre nuestros patrimonios más concretos. Muchos quizá nos hayamos dedicado al teatro porque un grupo de valientes creadores decidió jugársela por un ritual complejo. Amparados en el lenguaje de símbolos, lograron pasar no tan sutilmente los filtros de la censura y celebrar en reuniones, que eran como misas agnósticas, un encuentro de personas que dijeron así su verdad. Para sobrevivir a la censura, este teatro se valió de metáforas, ilegibles en muchos casos para la chatura de los militares y sus cómplices civiles. Este procedimiento metafórico fue estudiado muchas veces, porque tal vez haya sido único. Tan único que se creyó, por unos años, que era el procedimiento mismo del teatro, decir una cosa mientras se pretendía sugerir otra, más abstracta: el relato. Esos cuerpos reales se reunían bajo un teatro real a expresar una verdad compartida, acallada fuera de los muros protectores de la sala.
Yo tendría 11 o 12 años y fui su espectador; mis padres deben haber pensado que estaba bien que yo viera esas obras. El impacto de no saber leer correctamente los símbolos correctos y al mismo tiempo entender la gravedad de ese acto de lectura no me ha abandonado jamás.
Una placa también es un símbolo, estabilización en bronce de algo que no debe disolverse en la inmemoria. Esas voces que clamaban por justicia siguen vivas. En la ESMA, por ejemplo, Guadalupe Marín y Federico Geller curan ahora mismo unos Microrrelatos sobre los juicios: una experimentación narrativa, plástica y estadística que ya no necesita pasar los filtros del colador de la censura y que sin embargo descubre también en el símbolo un modo de perdurar a viva voz, en voces que tampoco son unívocas. La memoria es un acto colectivo mayúsculo.
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