Un pozo en la arena
En un momento de 300, la película de Zack Snyder basada en la novela gráfica de Frank Miller, Jerjes I, el Grande, el “gobernador de héroes”, al comprobar que Leónidas se obstina en no rendirse a su poder, lo amenaza con lo que sabe que es la máxima aspiración del espartano: borrará su nombre de la historia, nadie se acordará de él en el futuro, toda su resistencia será en vano, será nadie, nadie sabrá de su existencia. Naturalmente, Jerjes estaba equivocado. Dos mil quinientos años después, cuando escuchamos o leemos el nombre de Leónidas, el rey de Esparta, sabemos de quién se habla; súbitamente aparece el desfiladero de las Termópilas, y todo gracias a una breve mención de Heródoto en su Historia, apenas unas líneas al pasar. Jerjes no sabía que su amenaza era imposible de cumplir, justamente porque en tanto que amenaza, lo que hacía era propulsar la trascendencia, volver el acto heroico de aquellos trescientos valientes en algo inolvidable, sin importar en cuántos libros se borrara su nombre y su proeza.
La lista de casos es extensísima, no alcanzarían cien columnas como ésta para recordarlas a todas, basta recordar los múltiples intentos canceladores del Vaticano y los del nazismo, los de Stalin, queriendo borrar el nombre de Trotsky de la historia de la Revolución Rusa, y los de la dictadura argentina, tratando de borrar los nombres de Juan Gelman, Copi, Piglia, Griselda Gambaro, Eduardo Galeano y tantos otros.
Es que la censura es un buen modo de promoción. Tuvimos un ejemplo hace poco, con el caso Cometierra, de Dolores Reyes; Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara; Las primas, de Aurora Venturini; y Si no fueras tan niña, de Sol Fantin. Las ventas de esos libros se dispararon. La censura no solo es un buen modo de promoción: es el mejor, por no decir el único. Durante la dictadura mis amigos y yo solíamos sumergirnos en las estanterías de las librerías de usados de la calle Corrientes buscando libros prohibidos, gracias a lo cual llegamos a leer de punta a punta libros malísimos, como El libro de Manuel, de Cortázar, o Inventario, de Mario Benedetti, libros que de no haber estado prohibidos jamás hubiésemos leído. Cuando uno lee: “Ché banquero gobernante/ mirá que la historia es terca/ y está vez sí se te acerca/ la obligación del espiante (...) chupamedias del Imperio/ andate sí te incomoda/ que aquí se acabó la joda/ y empieza la cosa en serio”, en condiciones normales deja de leer, pero dado que eso que leíamos estaba prohibido, bueno, sencillamente lo leíamos.
Hace poco una escritora española de la que no logré retener el nombre explicaba en una entrevista su método para promover la lectura. Todo lo que hacía era tomar un libro de su biblioteca, llamar a su hijo y decirle: “Te prohíbo que leas este libro”. Luego de eso le bastaba entreabrir la puerta del cuarto del pequeño para ver que, bajo las sábanas, estaba enfrascado en la lectura del libro que acababan de decirle que no leyera. En las ferias del libro a las que suele ser invitada, cada vez que alguien se acerca a husmear entre sus libros, ella se acerca y le dice al oído: “Ese libro no es para ti, no lo compres”. Luego de lo cual comprueba que el sujeto en cuestión, cuando ella se alejó prudentemente, lo ha tomado y a ido a la caja para pagarlo.
La Historia no sirve para nada, de lo contrario no se explica que dos mil quinientos años después los Jerjes que ignoran el funcionamiento de la transmisión cultural sigan insistiendo en ese método de censura. Lo que la Historia enseña es que nada detiene su curso, y el curso de sus testigos y de sus protagonistas. El mejor modo de censurar un libro, pasarlo al olvido, es dejarlo en paz que recorra su camino. Con suerte, si de verdad alguien lo considera dañino, pasará al olvido solo. Aunque siempre habrá alguien que lo desentierre del olvido. Con lo cual queda demostrado que censurar es tan inútil como tratar de hacer un pozo en la arena.
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