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Un milenio para Roman

The Palace, por Roman Polanski Foto: Youtube | Vértigo Films

“Decadente”, “vomitiva” y “repugnante” fueron algunas de las palabras elegidas en las pocas críticas que leí para calificar a The Palace, de Polanski. Después de recibir otra denuncia por un abuso sexual presuntamente ocurrido durante los años 70, el boicot se hizo sentir y, la que seguro sea su última película, casi no tuvo difusión en los países de Europa en los que llegó a estrenarse. En París, la ciudad donde yo estaba en mayo, Studio Galande, un cine muy chiquito, la había puesto en cartelera para bajarla después de una primera función en la que una docena de feministas apasionadas por el Metoo se apersonó con pancartas, intimidando al dueño de la sala, quien, para justificar la censura, recurrió al argumento más baladí del mundo: “No sabía que Polanski estaba denunciado”. Como es un tipo con unos principios permutables por otros (el dueño de la sala, no Polanski que es más bien todo lo contrario), unas semanas más tarde, ante la demanda de un público traccionado a boca a boca, la programó de nuevo. Después de haber devuelto mi entrada tras la suspensión, volví a comprarla en junio y ¡al fin! pude verla –sin que me repugne, ni haga vomitar– en la sala mencionada, notablemente descuidada y húmeda. Tampoco percibí descontento en el resto de los presentes quienes, como yo, rieron ante muchas escenas, porque se trata de una comedia cien por cien, llena de gags que la conectan al dibujo animado. 

Tal vez la decadencia mentada por la crítica sea producto de una confusión entre el artefacto cinematográfico y el tema de la película que, sí, por supuesto, es la decadencia. Millonarios de diferentes nacionalidades se juntan a festejar el nuevo milenio en un hotel de montaña. Pocas veces debe haberse visto en una pantalla tanta cantidad de botox, linftings, implantes mamarios, liposucciones y rinoplastias, suerte de materia prima con la que el polaco de 90 años prohibido en Estados Unidos construyó la imagen de un relato más calculado de lo que parece. 

Situar la acción en un momento histórico en el que las ideas apocalípticas, el reseteo y el conspirativismo mesiánico cruzaban el mundo, no es casualidad. Tampoco la inclusión de registros televisivos reales del, por ese entonces, saliente mandatario ruso, Boris Yeltsin, y del entrante Vladimir Putin, que sirven para advertir o recordar elípticamente, que, si bien no se trata del acabóse definitivo, las cosas no van a volver a ser lo que eran después de las 0 horas del primero de enero de 2000. 

Vacas flacas

Aunque no hay gran debate político en lo declamado por los personajes, la frivolidad aparente de la trama, sumada a la factura híper digital, las referencias a lo más rancio de la cultura pop y a la fealdad generalizada, establece un posicionamiento muy concreto. Polanski nos enfrenta a un tipo de grotesco que no es bienvenido en la era del culto a la buena onda. Apuesta a revivir en el espectador sensaciones como las que tuvo al ver el doble suicidio de El inquilino o los atracones de carne cruda de Rosemary. 

Pero los tiempos son otros, y The Palace no tiene aquella fotografía extraordinaria ni esas tomas dignas de estudio, porque viene a decirnos, tal vez, que ya no las merecemos. Lo que sí seguimos mereciendo, o eso parece, son grandes actuaciones. Hay actores rusos, ingleses, franceses, norteamericanos, cada uno hablando su lengua. Lo de John Cleese, Bronwyn James, Danny Exnar y Mickey Rourke resulta genuinamente inolvidable. Es evidente que todo el elenco entendió que el director se propuso ir a contramano de la estética contemporánea llevándola a sus extremos más horribles. Sorprende, además, la valentía y el sentido del humor para hablar de su propia etapa de la vida (y de su entorno lleno de ricos) donde la cirugía estética es un gasto fijo, el viagra una pastilla entre otras y la muerte algo muy próximo. 

Al salir, decepcionada solamente por la última toma, que odié, los espectadores se quedaron charlando en grupitos y me acordé de mis años de estudiante de cine, cercanos a los de la película, durante los que iba a la Lugones cuatro o más veces por semana. A la salida, hablar de lo que habíamos visto era una especie de obligación. Agradecí internamente a Roman esos recuerdos y rogué porque The Palace se vea en la Argentina, y porque toda su obra se vea en todos lados, hasta el milenio que viene.