opinión

Un hombre sencillo

Lynch no creía que el director debiera sufrir porque sufrieran sus personajes. Había tal vez en Lynch una curiosa melancolía. Era un hombre feliz.

. Foto: CEDOC PERFIL

Cuando me enteré de la muerte de David Lynch, lo primero que pensé fue que era una materia que nunca había estudiado. Desde luego, sabía quién era, había visto todas sus películas y algunas me gustaban mucho, había espiado Twin Peaks aunque no soy un devoto de las series y lo tenía por uno de los directores importantes de estos años. Pero Lynch no era parte de mi mundo. Con el correr de las horas, y a partir de que los comentarios empezaron a sucederse en X, tuve un pensamiento que adquirió la forma de un tuit: “Me doy cuenta de cómo lo querían a David Lynch”. Aunque no faltaban las alusiones a su genialidad, inevitables en estos casos, el tono de los pésames que los usuarios intercambiaban dibujaba un perfil de alguien que había transmitido en su obra una curiosa forma de alegría, incluso de felicidad. Conozco gente, como mi amiga Alejandra Pinto, dispuesta a dar la vida por Scorsese, pero Lynch no parecía pedir un sacrificio sino compartir una emoción, ser menos admirado que gozado. Creo que la gente recordaba algunos momentos de las películas de Lynch y se le iluminaba la cara.

Hasta yo mismo que, como digo, me quedé afuera de la tribu lyncheana, no puedo olvidar la oreja tirada en un jardín mientras suena Blue Velvet. Ni el beso entre las dos chicas en Mullholand Drive, ni un extraño brillo entre los árboles en The Straight Story. Emociones. Erotismo, horror, contemplación, humor, misterio. Sobre todo misterio, el misterio del mundo y del cerebro de Lynch, cuyas películas tenían más bien la forma de farsas trágicas que no ahorraban pasajes morbosos o aterradores, ni eran tímidas en relación con el amor.

Encuentro en la biblioteca un curioso libro de Lynch, Atrapa el pez dorado. Tiene como subtítulo Meditación, conciencia y creatividad, como bibliografía el Ramayana, las Upanishads, el Bhagavad-Gita, un libro del Maharishi Mahesh Yogi y como objetivo difundir la meditación trascendental que Lynch practicó  en los últimos cincuenta años de su vida. La meditación transcendental, dice Lynch, “te conduce a un océano de conciencia pura, de conocimiento puro. Pero te resulta familiar, eres tú. Y al instante emerge una sensación de felicidad: no de felicidad bobalicona, sino de honda belleza”.

Mezcla de autobiografía, de manual de autoayuda, de recopilación de anécdotas de Hollywood, de reflexiones sobre el oficio del cineasta, consta de doscientas páginas llenas de espacios en blanco y está dividido en breves capítulos. Uno de ellos se titula “La caja y la llave” y consta de una única línea: “No tengo ni idea de lo que son”, como para dejar claro que su cine no debía ser interpretado. Lynch cree que la teoría del campo unificado de la física es una demostración de los principios de la meditación. Se ve que no le importaban mucho las verdades de la ciencia ni de la filosofía. En cambio, consideraba imprescindible dormir bien para facilitar el trabajo artístico y ser libre para ejecutarlo. Y no creía que el director debiera sufrir porque sufrieran sus personajes. Había tal vez en Lynch una curiosa melancolía. Era un hombre feliz, un cineasta que irradiaba la alegría de su conciencia más profunda como parte de la armonía cósmica. Es posible que en ese sistema que sus agradecidos espectadores intuían no hubiera un lugar para la muerte.