Un derroche de intimidad
Quién no se enamoró de un antihéroe. Quién no amó a un ser de rasgos disonantes, alejado de la suerte del que siempre gana, triunfa, colapintea sin pudores por ahí. Los antihéroes son la sal de la literatura. Imperfectos y desnormativizados, andan por los capítulos de los libros exponiendo los defectos que cualquiera escondería.
En Diario de una mudanza, Inés Garland elige que su narradora pierda pero sin volverse una perdedora más. Tal vez por eso nos pinta el perfil de un vecino gordo y pánfilo, su álter ego y antihéroe. Un elemento para acercarse con maestría al humor, para mirarse en un espejo obsoleto. Todo podría ser peor, parece decirnos. Una podría estar sola y entregada como el vecino taxista, haber dejado de intentarlo, comer sin cuidado, autoinvitarse a fiestas en las que nadie nos espera. Dani es eso. No registra, no puede con su vida. Y la narradora intenta no dañar al muchacho a quien escucha con habilidad lectora.
“El mes de marzo del año en que las fichas de los médicos anotan mi menopausia se murió mi padre!”. ¿Alguien puede soltar una novela luego de semejante primera línea? Acá hay un secreto. Y no voy a cuestionar el género por más que desde el título se hable de un diario y toda la novela derroche intimidad.
Garland desgrana cada escollo de la menopausia de una mujer que escribe sin caer en definiciones de manual o en el típico compilado de anécdotas. Su modo de mirar la merma del cuerpo la hacen escribir con verdad, la llevan a traducir lo intraducible de ese movimiento vital, eso que los médicos no logran explicarnos y que ni los libros pueden nombrar.
Cómo fue esa mujer antes, qué desea ahora, cómo busca, cómo acepta, cómo rechaza, cómo reniega. Elogio de una mirada aguda, Garland logra un recorte certero y ágil del modo en que se inscriben ciertas pérdidas. La del padre que muere o la hija que se va, la del nido que siempre estuvo medio vacío, la de la casa que se deja atrás en un verdadero pasaje al acto. Hay que hacerse otra en cada etapa, sí. Hay que partir(se) de una misma.
Desenredada de los problemas del lenguaje y de la trama, su simpleza hace doler. Su sinceridad fatal agujerea la página y llega al cuerpo. Desde este libro, leer todo lo de Garland es una obligación.
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