Tres tristes tigres
Aun a nuestra edad provecta nos anima el afán inextinguible de la aventura. Salimos a la ruta, dispuestos a enfrentar lo inesperado, las sangucherías dudosas, los productos regionales típicos no verificados por la Anmat, las rutas poceadas, camino a las termas de Santa Isabel. A diez minutos de comenzado el viaje, A, venga o no venga a colación, cada tres palabras menciona devotamente a su señora, no sea cosa que la presente-ausente crea que la ha olvidado por un segundo. Z mete baza y se pregunta cuál es la edad máxima y mínima para festejar a una mujer. Yo guardo silencio y anticipo mentalmente toda clase de accidentes viales. Sin embargo, llegamos a destino.
De las quince piletas de agua termal, apenas visitamos tres y ya nos disolvemos de agotamiento. Llegada la noche, en la habitación compartida se impone el debate: dormir con la ventana abierta, a riesgo de ser picados por yararás y murciélagos, o hacerlo con el aire acondicionado prendido, resfrío asegurado. Sobrevivimos. Mañana siguiente, visita al palmar de Entre Ríos. El Paraná se muestra tentador, pero: cianobacterias en el agua, terror de que las carnes se disuelvan en ácido elemental. Temas de conversación en el almuerzo: 1) la salud del Papa. ¿Por qué la gente reza por la vida de alguien que tiene línea directa con el Espíritu Santo y el cielo garantizado? 2) ¿Hay baja presión o hace demasiado calor? 3) A, toda una vida dedicada a las artes plásticas, quiere publicar un libro de cuentos.
De salida, Z saluda a los capibaras de los bañados: “¿Qué tal maestro?”. En el camino de vuelta, A dice: aprovecho la ocasión para leerles un cuento de mi autoría...