Asuntos internos

Traduciendo a Manzoni

. Foto: Cedoc Perfil

Hay un pasaje célebre en una de las cartas que Italo Calvino mantenía con sus colaboradores cuando trabajaba como editor del sello turinés Einaudi; correctores, escritores, traductores, le escribían para someter a su juicio cuestiones banales o trascendentales, pero en cualquier caso, gracias a las virtudes del papel impreso, perdurables. En una de ellas, Calvino responde al que sería el traductor al italiano de De rerum natura, de Lucrecio, quien, con toda inocencia, luego de que Calvino le encargara la traducción del latín, le pregunta para qué fecha quisiera el trabajo terminado. A eso Calvino responde con violencia inusual, casi ofendido, con palabras que, más o menos, dicen esto: “¿Que para cuándo quiero la traducción? ¡Para cuando la termine! Ese libro que está traduciendo es la labor de su vida. Tradúzcalo, y cuando lo termine, tráigalo a la editorial, y usted va a ser pagado y el libro va ser publicado”.

Pienso a menudo en esa carta porque desde hace muchos años estoy empeñado en traducir yo también “la labor de mi vida”, I Promessi Sposi, de Alessandro Manzoni, cuyas razones por las que significa tanto para mí carecen de importancia, ya que sin duda se trata de uno de los libros más importantes de la literatura universal, junto con el Tristam Shandy, el Quijote, Moby Dick, Guerra y paz y Rojo y negro (no hay muchos más, pero tampoco nos pongamos así, completen la lista con los títulos que quieran). Traducida erróneamente como Los novios, debe seguir llamándose así, sencillamente porque ya es tarde para andar innovando. Lo intentó un traductor genial, el mexicano Guillermo Fernández, en 1997, llamando a la novela Los prometidos, pero se trata de ese tipo de gestos que la primera vez que se hacen son geniales y la segunda vez son estúpidos. Efectivamente, los personajes de la novela, Renzo y Lucía, son mucho más que simples novios en un pueblo del norte de Italia en el siglo XVII, y de hecho la novela gira en torno a las tribulaciones por las que pasan esos dos pobres campesinos empeñados a toda costa en casarse, mientras otros se empeñan a toda costa en impedirlo.

Hay dos tipos de traductores (básicamente): los que aman los problemas y los que los detestan. Los primeros entienden que cada interrupción en busca del significado preciso de un término o una expresión es un desafío; los segundos detestan las interrupciones. Yo pertenezco al segundo tipo, pero reconozco que los primeros son casi siempre más confiables, menos intuitivos y más serios; pueden justificar con largas explicaciones cada elección, a diferencia de los otros, que por lo general se alzan de hombros y tratan de cambiar de tema. Yo pertenezco al segundo tipo.

Es a raíz de todos esos problemas, sumados a los inconvenientes que la vida cotidiana despliega obstinadamente frente a nosotros cada día, o cada semana, que mi traducción de Los novios se fue posponiendo. Además, tratándose de una novela de más de 700 páginas, el trabajo que requiere traducir semejante mamotreto había que interrumpirlo, intermitentemente, para sacar a la luz otras traducciones más fáciles, o al menos, si no más fáciles, más cortas.

Y sin embargo, algo pasó. Algo se destrabó, o algo se abrió, o algo se cerró, y ahora me encuentro sumergido en esa historia, esperando que todo lo que hago y tengo que hacer cese para volver a meterme en ese libro, obsesionado, monotemático, centrado. Casi en esa situación espiritual que llevó al traductor de Lucrecio a preguntarle a Calvino para cuándo quería la traducción del De rerum natura. No lo hago porque el editor, que espera esta traducción desde hace casi treinta años, no me respondería como Calvino, porque la vida en la que hubiese debido emprender esta labor ya pasó, y con toda probabilidad, y con razón, me diría: el 31 de agosto.

No, tan pronto no.