Todos tus muertos
La semana pasada conté que muchas noches de mi infancia eran atravesadas por tramos de terror como parte de preparación para el sueño, o tal vez como un modo particular de cultivar el insomnio. Para eso no necesitaba ver El hombre que volvió de la muerte, con un Narciso Ibáñez Menta que ejecutaba sus parsimoniosas venganzas con el rostro tapado por un velo o un pañuelo que se agitaba con el viento de sus roncas cavernosas palabras; no lo necesitaba porque yo construía mi propio relato combinando elementos que ahora, de adulto, comienzo a diseccionar y analizar como parte de este tiempo que no se sabe buscando repetir un horror ya fue vivido.
En esa construcción infantil, el demonio, fijo y firme detrás de la puerta de entrada –su rostro o su máscara difuminado tras la mirilla de vidrio esmerilado–, aguardaba su momento para entrar en casa y asesinarme. Rígido de miedo en mi cama, yo debía mantenerme despierto, evitando que el demonio aprovechara mi sueño para colarse y acometer su crimen. Por supuesto, el cansancio terminaba por vencerme, después de que yo hubiera recorrido mis estrategias mentales de salvación, que se reducían a un modelo básico y a dos variaciones. El modelo era, por supuesto, esconderme bajo la cama y no respirar, para que el diablo me buscara por toda la casa y no me encontrara. El cine de género, arte infantil basado en el supuesto de la eficacia de tópicos idénticos, sigue garantizando su renta con esa clase de reiteraciones elementales. En la primera variación, luego de un rato de buscar descubría mi escondite y trataba de matarme clavando su brilloso tridente sobre el colchón, atravesándolo hasta fijarme sobre el piso como un pollo al spiedo. La segunda variación incluía a mis padres: ellos, al ver lo que el demonio estaba a punto de hacer, se tiraban sobre la cama, o sobre mí, para protegerme cubriéndome con sus cuerpos. El diablo no detenía el movimiento y el tridente los mataba, a los dos juntos, uno encima del otro, unidos para siempre en la muerte. La sangre caía sobre mí, en goteo silencioso, y yo callaba ocultándome bajo sus cadáveres.
Una vez por año, junto a los chicos de mi club asistía a los actos en homenaje a víctimas la Segunda Guerra Mundial. Ya no recuerdo si se trataba de los resistentes del gueto de Varsovia, o de internados en Auschwitz, o de algún otro campo de concentración. Sí, en cambio, tengo bien presente a unos ancianos temblorosos que alzaban las mangas de sus camisas y nos mostraban los tatuajes: las letras y números en ya desvaída tinta azul con las que los marcaban los nazis. Luego narraban episodios de aquel Holocausto pidiéndonos que no olvidáramos para que aquello no se repitiera. De todos, el relato que más me impresionó fue el de una fosa común, donde los SS habían arrojado a cientos de judíos para después fusilarlos. Un niño había sobrevivido cubriéndose con los cuerpos de los asesinados. De esa materia, entonces, estaba hecho mi relato de terror personal.
Ahora, ignorantes de sí y de lo que representan, los nazis vuelven a contarnos su cuento siniestro. No dejemos que vuelva el tiempo de los asesinos.
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