Supermercado
Estuve casi dos años ausente del barrio, incluido el primer año de pandemia. Cuando regresé, también me daba un poco de temor volver al supermercado: ¿y si había pasado algo?
Hace más o menos un mes que el súper chino del que soy clienta hace años está por cerrar. En realidad no es que cierren si no que tienen que mudarse pero no encuentran otro lugar en el barrio. Así que liquidaron buena parte de la mercadería y ya no hay reposición de nada. Incluso ya no está el repositor. Primero se fue el carnicero a otro supermercado a dos cuadras. Después se fue la verdulera. Entre las góndolas semivacías solo quedan Chen y su esposa. Él en la caja, con la cabeza gacha mirando series orientales en un cuadradito de la pantalla que también muestra lo que registran las cámaras de vigilancia. Ella en la fiambrería o en la trastienda.
Cada vez que voy pregunto si ya saben adónde se mudan, y Chen, con gesto triste o resignado o las dos cosas, dice que no con la cabeza. A mí también me da una tristeza enorme ir. Es como asistir de a poco al fin de algo. A veces me obligo a entrar y comprar lo que encuentre, cualquier cosa aunque no la necesite. A veces me cruzo de vereda para no ver la boca negra, abierta, del local, el interior fantasmagórico. Pienso en esos enfermos terminales a los que nos cuesta visitar en su lecho de muerte: hay una incomodidad en la cercanía del fin que nos hace dar vuelta la cara, mirar para otro lado, la ventana, la maceta, el pájaro que pasa por el estacionamiento del hospital… cualquier cosa amarrada a la vida, cualquier cosa que nos saque de ahí.
Estuve casi dos años ausente del barrio, incluido el primer año de pandemia. Cuando regresé, también me daba un poco de temor volver al supermercado: ¿y si había pasado algo? ¿Si Chen o su esposa ya no estaban, si se habían enfermado, si habían decidido volver a China donde tienen padres y dos hijos? Pero seguían allí. La única diferencia es que cerraban más temprano y ya no abrían los domingos por la tarde. ¿Qué harían con ese repentino domingo libre? Nunca los crucé fuera del local. ¿Saldrían a pasear, aprovecharían las horas de sol en algún parque, irían a la costanera? ¿O harían lo mismo que me gusta hacer a mí: ver series tirada en el sofá con las persianas bajas?
Chen y yo tenemos la misma edad. Fue una coincidencia que él encontró feliz la primera vez que pagué con tarjeta de débito. Señaló el año en mi documento y sonrió moviendo la cabeza y señalándose el pecho: yo también, yo también, decía. A veces me señala el pelo y me dice que tengo que pintarlo. Yo señalo su pelo y le digo que él también, que los dos estamos viejos. Se ríe y me dice: no, vos mujer, tenés que pintar; yo no, hombre.
A medida que el supermercado va encogiéndose sobre sí mismo, yo tengo que frecuentar otros lugares en busca de comida y bebida. Como una nómade que termina con la caza y la pesca de la temporada y tiene que migrar a otros montes. Entro a la luz blanca e impersonal de las sucursales pequeñas que las grandes cadenas abrieron para competir en el barrio; tiemblo cuando paso por las góndolas de los congelados; me da un poco de náusea ver la sangre oscura chorreando del bife, atrapada en la bolsa sellada al vacío; me deslumbran las ofertas pero no tengo la tarjeta para acceder a los descuentos astronómicos. Todos los que trabajan en estos supermercados son muy jóvenes. Yo tuve un amigo que a los veintipico se juntó con su novia embarazada y empezó a trabajar de repositor en un supermercado así. Era muy buen escritor. Una vez fui a comprar y ya atendía la caja; al tiempo, unos años después, me contaron que era supervisor. Luego le perdí el rastro. Su hijo ya debe tener la edad de alguno de estos chicos del súper.