opinión

Revistas transitorias

Hace poco, hablando con una diseñadora gráfica sobre la tapa de un libro, le decía que habría que ilustrarla con una vaca, pintada con colores pop.

. Foto: Cedoc Perfil

Me gusta el papel. Quiero decir, me gusta leer en papel. Debe ser por eso que no uso redes, no leo demasiados blogs, y los mails que tienen más de seis o siete líneas corren el riesgo de quedar para siempre no leídos. Por razones de fuerza mayor, leo en internet los suplementos culturales de algunos diarios extranjeros y, gracias a Milei, últimamente también los diarios argentinos (ya volveré al papel cuando se vaya Milei y la economía argentina se restablezca). Probablemente, también se deba a una segunda razón: me gusta leer acostado. Tirado en un sillón, en la cama, o a lo sumo en una silla con las piernas subidas al escritorio. Ni la notebook más moderna permite leer echado, sin contar el temor que me produciría quedarme dormido con una computadora sobre mi panza (a la inversa, nada más hermoso que dormirse con un diario sobre el pecho). Y en especial, me gusta leer revistas. Toda mi vida he sido coleccionista de revistas. Cuando me mudé de mi departamento de Avenida de Mayo, me desprendí de las colecciones completas de Cerdos & Peces, El Porteño, El Periodista, El Expreso Imaginario, Babel y algunas más.

Tengo un vago recuerdo de hace muchos años, cuando tenía 15, en plena Guerra de las Malvinas. Era una canción que escuché en la radio, de Litto Nebbia, que hablaba de los jóvenes aburridos que se quedan los sábados a la noche en sus casas leyendo revistas viejas. Pues bien: yo era uno de esos jóvenes aburridos (y aún lo sigo siendo. No joven, sino de los que se quedan en sus casas ojeando viejas revistas). Por ejemplo, hace poco, hablando con una diseñadora gráfica sobre la tapa de un libro, le decía que habría que ilustrarla con una vaca, pintada con colores pop. En realidad, tenía en mi cabeza el recuerdo de una tapa de El Porteño, donde había una vaca con un walk-man y el título “La Argentina moderna” (probablemente haya sido una ilustración de Gumier Maier). De vez en cuando, en librerías de viejos, encuentro algún número de esas viejas revistas. Al verlas, suelo pensar: “Mirá este perejil, hizo una reseña a favor de tal o cual escritor”.

Hay una genial frase de Barthes sobre Proust: “El encanto de En busca del tiempo perdido: de relectura en relectura me salteo diferentes párrafos”. A mí me pasa lo mismo con esas revistas. Cada vez que las releo, encuentro algo nuevo. O a la inversa, algo que se convirtió en irremediablemente viejo.

Ahora, en algún lado, tengo la colección completa de Lucha Armada en la Argentina, Diario de Poesía, Punto de Vista, El Ojo Mocho y Tupé. Pero casi no leo revistas nuevas, es claramente un género en vías de desaparición. Pero, ¿no hay más revistas buenas, o soy yo que estoy envejeciendo? En todo caso, me gustaría leer una revista con el espíritu de El Porteño, sobre todo de la época anterior a haberse vuelto cooperativa.

Hay un poema, también viejo, de Fabián Casas, incluido en su libro El salmón, llamado Un plástico transparente: una pareja se da un beso a través de la cortina del baño, y de repente el poema dice: “Me llamaste, acercaste la cara/y nos besamos a través del plástico transparente: fue un instante/las parejas y las revistas literarias/duran casi siempre dos números”. Quizás allí resida el encanto de las revistas viejas: en, como decía Baudelaire, “atrapar lo poético en lo histórico, lo eterno en lo transitorio”.