Opinión

Reunión

Reunión Foto: Marta Toledo

Les voy a contar una escena de la infancia: tres gurisas de nueve años son amigas, se conocen desde primer grado, van juntas a una escuela pública en un pueblo chico, viven las tres cerca. Este año que pasaron a cuarto grado también cambiaron de turno y van a la mañana. Sin embargo en esta escena es la hora de la siesta. Las tres amigas salieron de clase al mediodía, fueron a sus casas, se sacaron los guardapolvos, comieron y volvieron a la escuela, a la salita de la biblioteca donde ocurre esta escena. Las tres echadas en el piso, cada una con un libro en la mano. Leen en silencio pero de vez en cuando el asombro, la emoción, el impacto de una frase, de un párrafo, impulsa a alguna a leer en voz alta, a interrumpir la lectura silenciosa de las otras para compartir un momento de su propia lectura. A veces esa pequeña interrupción se alarga porque siguen charlando, porque tal vez las otras ya leyeron el mismo libro o porque esas líneas que la amiga leyó en voz alta son el pie para hablar de otras cosas, de sus vidas que apenas comienzan, de sus familias, de sus deseos.

La biblioteca queda en la galería, al lado de la gran vitrina donde se alinean frascos con fetos flotando en un líquido turbio, mariposas clavadas con alfileres a un panel de terciopelo, pájaros y un zorrito embalsamados, el cráneo pelado, blanquísimo, de algún otro animal. Al lado de esa exhibición de muerte están los libros, un mundo vital y alucinante que se ha revelado para las tres amigas: la salita con su alfombra, una mesa, algunas sillas y los estantes donde los lomos amarillos de la Colección Robin Hood y los lomos rojos de la Colección Billiken se miran enfrentados como vecinas que se llevan mal. En la biblioteca, dos o tres veces por semana, según permitan las tareas escolares y las tareas que cada una hace en su casa, ocurre esta reunión.

Las horas pasadas en la biblioteca de la escuela 84, donde hice la primaria, fueron de las más dichosas de mi infancia. Los libros me gustaban desde antes de saber leer: me gustaban más que las muñecas o las chucherías que nos regalaban a las mujeres para jugar; los libros no eran juguetes pero al mismo tiempo eran objetos preciosos, con ilustraciones y colores; eran frágiles, las hojas y las tapas podían dañarse con facilidad, y al mismo tiempo podía intuir el poder que guardaban entre sus páginas. Pero con mis amigas había descubierto que además los libros podían juntarnos.

Para mí que crecí en una casa pobre, libros y escuela, libros y biblioteca pública, eran inseparables, no hubiera tenido acceso a la lectura en esos años de otra manera. Y también fueron siempre un motivo de reunión con otros. Las expresiones de odio, autoritarismo y amenazas que inundan las redes sociales, los programas de radio y televisión, las notas de los diarios de las últimas semanas sobre la colección Identidades Bonaerenses y algunas de sus autoras y ¡peor! una o dos páginas que circulan sin contexto, me hacen pensar que esta avanzada fascista está cuestionando mucho más que algunos libros puntuales. Ataca a la educación pública, al derecho a la lectura y también a la reunión, a la conversación, que puede generar la lectura, a la que de otro modo muchos chicos y chicas no tendrían cómo llegar.