Pandemia: estado de bienestar versus estado de guerra
El estado de bienestar que el presidente prometió el 1 de marzo necesitará para después de la crisis que buena parte de sus tensiones subyacentes se aplaquen.
La pandemia de este virus ultra-contagioso es un problema que alcanzó a toda la humanidad. Y por eso, la cuarentena y las prácticas de distanciamiento alcanzaron un estado global. En mayor o menor medida, y guste o no a sus líderes, todos los países adoptaron políticas en ese sentido. Pero no en todos ellos el presidente declaró una Guerra al Virus, identificado como un "enemigo invisible", ni se enfatizó tanto "la primacía de la salud sobre la economía" como en Argentina. En nuestro país, se convocó a la población en forma muy particular, movilizando nuestros ánimos en lo que luce como un objetivo político compartido.
Es un tema de discurso, pero que concierne al fenómeno en su conjunto. En China, el país que asociamos con la política de cuarentena en su modalidad más dura, el discurso oficial no gira exclusivamente en torno de la protección de las vidas humanas. De lo que hablan las autoridades chinas es del cuidado de la comunidad. La protección de la salud pública es también la protección de la economía -la producción y el consumo- de los chinos. Si la crisis sanitaria se extendía, los resultados económicos y sociales iban a ser aún peores. La planificación de la cuarentena fue una medida económica, casi como una inversión. Por esa razón, el discurso oficial chino ahora anuncia, triunfalista, el advenimiento de una gran recuperación. Y una China que, en tanto locomotora del mundo, se prepara para liderar el rebote de la economía mundial.
Probablemente, la prescindencia de la economía en el discurso oficial argentino -"no importa si la economía cae, si con eso salvamos vidas"- pone al presidente en una situación de cierta vulnerabilidad. En primer lugar, porque se expone demasiado a ser evaluado por los resultados sanitarios de la crisis -que hoy lucen buenos, pero son inciertos. Y en segundo lugar, porque pueden desarticular aún más las expectativas pesimistas de los argentinos en materia económica.
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El riesgo es que el estado de guerra acelere la crisis inevitable y multidimensional -económica, social, sanitaria- que puede enfrentar nuestro país. El valor superior de la salud pública es insoslayable en un estado de bienestar, como el que Argentina tuvo y lucha por seguir teniendo. Pero el estado de bienestar es -o debe ser- el gran regulador de todos los aspectos de la vida social. El estado de guerra tiene una sola prioridad -la victoria-; el estado de bienestar tiene múltiples principios y objetivos, y la necesidad de una política central que los coordine a todos ellos. El riesgo es que en Argentina el estado de guerra se lleve puesto a lo que queda de nuestro estado de bienestar. Concretamente, que pasemos de una recesión -inexorable- a una depresión económica y social.
Una recesión es un fenómeno macroeconómico cíclico y frecuente, del que las economías más tarde o más temprano se reponen. Una depresión es un fenómeno sociopolítico, mucho más complejo que una recesión, debido a que implica una alteración de las relaciones sociales y el entramado productivo de una economía. La depresión es el resultado de una situación de guerra o de una catástrofe incontrolable, que suele traer aparejados cambios políticos de largo plazo. Como en 2001.
Hoy no estamos en depresión pero coqueteamos con la idea. Imaginemos un escenario inquietante. ¿Qué sucede si nuestra economía queda severamente afectada pero no podemos evitar el colapso sanitario y de los servicios que provee nuestro estado? Si la sacrificamos y perdemos las dos guerras, la guerra económica y la guerra sanitaria. El presidente no puede quedar desprotegido ante un escenario así. No, al menos, sin un plan épico para sacarnos de la depresión.
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Eso sería, aunque suene terrible, lo bueno de lo malo. Tocamos fondo pero con una clara dirección para salir de aquí. Las famosas oportunidades de la crisis. Algo así justificaría, en el largo plazo, el ingreso en la depresión. Doblemente preocupante sería que quedemos envueltos en una profunda desorganización social sin otra cosa que un plan de compensación para los afectados.
Si tuviéramos ese plan, el mensaje presidencial debería orbitar en torno a todo ese futuro que estamos protegiendo. Hablar exclusivamente de salvar vidas puede dejar al público ante un vacío, ya que pareciera que no hay otras cosas -una economía, por ejemplo- que proteger. El estado cuida vidas pero también las personas se cuidan a sí mismas, y a los demás. Y ese estado de bienestar que el presidente prometió en ese lejano 1 de marzo, ante la Asamblea Legislativa, necesitará para después de la crisis que buena parte de sus tensiones subyacentes se aplaquen. Por ejemplo, la que se viene entre los diferentes niveles de gobierno -nacional, provinciales, municipales- para administrar los costos sociales de la pandemia.